«Escribe los recuerdos que no le has contado a nadie. Escríbelos pensando que nadie los va a leer. Y luego, si quieres, quémalos».
Consejo de G. Nettel en un taller. 20 de junio de 2021
Una vez en la casa de un tipo, con la complicidad de un amigo, algo ebrio, me embolsé un CD de Los Pericos. Sospecho que más que su música, me interesaba la emoción del robo. El tipo apareció gritando. Dijo que «se habían pelado» su disco. Gritó que «nadie sale hasta que aparezca». Asustados, entramos al baño y lo dejamos ahí. Mientras tanto mi hermano, tal vez sospechando quién era el ladrón, enfrentándose al dueño de la casa, se había bajado los pantalones: «Revísame pues, revísame si quieres». El tipo se calmó. Al poco rato dijo que había aparecido el disco. Me pareció que el tipo me miraba, sospechoso. Pero nunca dijo nada.
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El mapa del subway de Nueva York estaba frente a mí. El de la MTA. Creo que ya vivía algunos días en Estados Unidos pero hasta ese momento ni me había enterado que la ciudad que me emocionaba tanto, la que decía conocer tan bien (del cine, de los libros) era apenas un grupo de islas.
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Cuando supo que me iba solo, mi padre me pidió que viajáramos juntos. Yo me iba a la aventura, dije que no. Estoy seguro que con él nunca hubiera llegado al Brasil. Mi padre creía que ese país estaba superpoblado de transexuales sidosos y que, de alguna manera, yo me iba a contagiar. Me alegra haberle dicho que no. Nunca sentí culpa.
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(Me acabo de dar cuenta que muchas de las cosas que me avergüenzan ya las conté)
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S. me rechazó. Después de una noche de besos apasionados, yo la iba a buscar a su casa y ella se negaba. Insistí, muchas veces. Una tarde su hermana salió a negarla y yo le dejé un número. S. me llamó. Ella me dijo, justificándose, que: «esa noche había tomado mucho y no sabía lo que estaba haciendo». Yo le respondí: «no sabía que eras una jugadora». Y colgué.
Funcionó (chicos y chicas, escuchen esto): Ella me llamó y aceptó salir conmigo. Fuimos el cine. Después de la función, agarramos contra una reja del Banco Continental, en una esquina de la Avenida Pardo. Estuvimos juntos un tiempo. Y fue hermoso.
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A veces me provoca llamarla a P. Me da tristeza que hayamos terminado tan mal, que no nos hablemos. A veces he tenido los dedos en el teléfono, listo para llamarla, le he escrito un correo, pero nunca lo he mandado.
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Tenía 24 años y enseñaba un curso los sábados, a las 9 de la mañana, en la Universidad de Lima. Un día llamé para disculparme porque no iba a poder llegar.
Inventé –sobre la marcha, en el teléfono mientras hablaba con la secretaria de la Facultad– un accidente múltiple en la Panamericana Sur, mi auto dando vueltas de campana sobre la carretera. Creo que algo más. Yo sonaba muy dolido, muy preocupado. Esa mañana me había despertado de una noche fantástica, tras deambular con C. desde un bar alemán hasta una discoteca, y de regreso hasta un hostal de escaleras empinadas en el Centro de Lima. Ya muy tarde abrí los ojos y supe que, así volara como Supermán, jamás iba a llegar.
Mil disculpas, clase.
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Una sola vez he sentido la urgencia de suicidarme. Ya tenía más de cuarenta años. Fue terrible.
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Como Rosario parecía disfrutar robándose los vasos de los restaurantes (se los metía en la cartera), yo decidí robar los servilleteros. No es un hobby que recomiende: se malogran en la maleta, se rompen. Lo de Rosario tiene más sentido.
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En una calle de Río de Janeiro, cerca de un kiosko, un sacerdote me escuchó hablar en español, me puso la mano sobre el hombro y me dijo que él y otros chicos veían películas a cierta hora detrás de una iglesia. Huí.
Alguna tarde regresando del estadio, caminando medio triste porque había perdido mi equipo, un chico se me acercó. Yo tendría 21 años, él un poco más. Me hizo algún comentario mientras caminaba al lado mío. De pronto me preguntó si alguna vez «se la había chupado a alguien». Salté lejos, le grité que se fuera.
Sospecho que tiene que haber sido terrible (o tal vez no) la vida de ese muchacho en Lima.A ese cura brasileño me hubiera encantado patearlo en los huevos.