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¿Y si al final el ornitorrinco?

¿Qué se hace cuando uno de tus amigos te manda un texto que ha escrito para que le des una mirada, y resulta que es una obra maestra? En mi caso: alegrarme. Después: elogiarlo, exaltarlo. También fundirme de rabia y de deseo: yo también quiero. Supongo que es una rabia creativa. Bien encauzada, esa furia produce textos buenos. Mal llevada es la fuente de mala envidia.

 

Un amigo ─al que una vez le comenté que podría morirse tranquilo porque había escrito un libro que pasaría a la historia─ me dijo que otro escritor, al que ambos conocemos, ni siquiera se detuvo a felicitarlo por haber ganado un concurso en el que, suponemos, él también habría participado. El gesto dejó ver un sentimiento del que ya sospechábamos: las dos caras, la sonrisa y los abrazos del que te aprecia en público y la rabia del ego dañado a tus espaldas, los epítetos venenosos contra “el competidor” que opacan sus pequeñas glorias (que también él las tiene). Antes ya le habíamos descubierto con el rostro descompuesto por la ira, dolido por la suerte de una poeta a la que en círculos más amplios quería llamar “su amiga”. ¿Crear más? ¿Odiar más? ¿Salir, sin demora, a hundir el cuchillo de la envidia? Those are the questions.

 

Otra amiga me contó de los celos de una escritora que se ha sentido disminuída porque no fue llamada a participar en un evento de esos que se ven por docenas en Newyópolis: de objetivos ampulosos, con muy poco público (siempre el que no concuerda con lo que pueden decir los invitados), muy mal organizados. Me habla con dolor del desdén con que esa persona suele mirarla, tan segura de sus logros, de sus hazañas, de su enorme talento. Le aconsejo, como si supiera demasiado, que en esos casos es recomendable alejarse.

Me consta que las avenidas de la creatividad literaria están manchadas con la bilis de la discordia. También con la reputación aplastada de quienes fueron destruidos por las habladurías del egoísmo. Me imagino, quiero creer, que a esos personajes les parece necesario dedicarse a lamer las espaldas de quienes te pueden ayudar, mientras cubren con el excremento de la envidia el camino de los demás, los que nos acompañan en esta ruta incierta que es la literatura.

¿Y qué es literatura? Otra pregunta que muchas veces se plantea desde las sombras. Muchas veces desde la incertidumbre sincera, otras desde los celos. Yo también me lo he preguntado. Sospecho que la respuesta es: un monólogo entre el lector que escribe y que juzga en base al conocimiento. Si no has leído mucho, las tres líneas que se te ocurrieron mientras te sacudías la pinga en el baño pueden parecerte fuera de serie: clásicas, dignas de Borges. Aquí confieso: yo también he pecado. Si has leído mucho, tus textos te parecen siempre malos. Juan Villoro decía que identificaba si alguno de sus textos tenía valor cuando lo leía después de un tiempo y creía que eran la obra de otro escritor. ¿Me ha pasado? Claro. Con la misma frecuencia con la que me encuentro con ornitorrincos al cruzar las calles del Bronx.

Y es así que aparece el dichoso bicho.

Pensé abrir este texto con él pero (no sé cómo) se me escabulló hasta ahora. Es que, debo explicarlo: he estado lidiando en las mañanas de noviembre y diciembre con la crónica. Ese género al que Villoro bautizó como “el ornitorrinco de la prosa”. Mis mañanas y noches han estado sumergidas en el aroma a revista y a libro no tan viejo de la crónica latinoamericana. Y como esta también es la tarde para hacer listas breves de lo que hemos leído antes de que se acabe el 2018, tengo que decir: Leila Guerriero es una genio (y es cierto: mejor exaltar que dejarse ganar por la envidia). Lo que ella escribe en esos perfiles fuera de serie de Plano americano es, como bien dice Darío Jaramillo Agudelo: “la prosa narrativa de más apasionante lectura escrita hoy en día en Latinoamérica”. Gracias a Guerriero he pasado unos magníficos viajes en tren enterándome de la desconocida (para mí) Marta Minujín, de sus manías y su relación con Warhol y la cocaína; de las obsesiones de Rodolfo Fogwill y del desconocido (para mí) diseñador de modas Pablo Ramírez, de la vida exagerada de Adelita Baltar y del odio que se engendró en ella cuando Piazzolla la empujó a abortar. No creo que Guerriero haya pensado en este lector viajero que se baja en el Bronx. Sin embargo las imágenes perfiladas por ella transformaron durante estas semanas el color de las caminatas hacia el trabajo: mi visión del desamparado que siempre fuma un cigarro con las uñas muy negras cuando salgo de la estación de Fordham, del flaco enternado de cabello canoso y de caminar tieso, con una maleta en la mano, que se me quedó mirando cuando cruzábamos Kingsbridge Road; del ruido del tren elevado con el fondo imponente de la armería, en una esquina de la avenida Jerome.

Después del nombre de la cronista de Junín, provincia de Buenos Aires, tengo que mencionar en esta lista a Gabriela Wiener. En el verano de Madrid había encontrado sus magníficos poemas agrupados en Ejercicios para el endurecimiento del espíritu. Es verdad que la fuerte impresión que me causaron no fue tanta como la que me provocó leer Dicen de mí, esa crónica a la Gay Talese, en que Wiener juega a ser Sinatra para que la describan sus familiares, sus parejas, sus conocidos y su hija. Para mi trabajo de auscultación de la crónica latinoamericana del siglo XXI, he vuelto a leer un libro que hace tres años no me gustó tanto, al que la relectura ha devuelto con el aroma de la inmortalidad: Llamadas perdidas. Al lado de La balada de Rocky Rontal─las luminosas crónicas de Daniel Alarcón traducidas por Jazmina Barrera y Alejandro Zambra─ los dos libros de Wiener son lo mejor que he visto publicado bajo el sello independiente Estruendomudo: junto a las dos grandes novelas de Arguedas.

Y si bien me gustaría mencionar de paso una crónica hermosa de Alberto Salcedo Ramos sobre un boxeador, los libros de crónicas que ─según ciertos expertos─ prometen endulzar mis viajes en tren son de María Moreno: Teoría de la noche y Subrayados. Leer hasta que la muerte nos separe, de los cuales no puedo opinar porque los acabo de empezar. De todos modos me pregunto, a riesgo de pecar de envidioso: ¿y si lo que tenemos entre manos no es un bicho, sino una bicha?

La nueva crónica latinoamericana es la ornitorrinca de la prosa.

 
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