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Frontera Digital¿Y si cambiamos a Putin por un doble?

¿Y si cambiamos a Putin por un doble?


Me despierto y, como supongo casi todo aquel que tiene un mínimo sentido humano solidario, enciendo consternado la radio, veo la tele y leo la prensa para tratar de entender qué está ocurriendo en Ucrania. Comprender, sin éxito al menos por mi parte, qué pasa por la cabeza de Vladimir Putin en estos momentos: si cree ser el nuevo zar de la Gran Rusia, si sabe exactamente hasta dónde quiere llegar, si actúa con rencor por venganza tras la desaparición de la Unión Soviética por culpa del “traidor Gorbachov”, si es simplemente un criminal y se recrea con esa imagen o si está a punto, en su soledad y desmedido ego, de llamar a su terapeuta de cabecera para llorar en su hombro y confesar que nadie lo entiende, pues en el fondo lo único que anhela es liberar a los hermanos ucranianos de una pandilla de nazis y drogadictos.

Si supiera ruso y tuviera el móvil de Mijail Gorbachov, el padre de la perestroika, lo llamaría ahora mismo para que me explicara qué le ha movido al ex teniente coronel del KGB para llevar a cabo la invasión -en sus palabras, “operación especial”- de Ucrania. Por desgracia, Gorbachov está muy enfermo y sabiendo que su muerte está cerca. Pero también trataría de resucitar al venado de Borís Yelstin, primer presidente de la Federación Rusa, quien pasó en 1999 el cargo al hoy autócrata del Kremlin. ¿Qué vio en este abogado de San Petersburgo, de extracción modesta, que pasó toda su vida en el sórdido mundo del espionaje para escogerle como heredero?

Cuatro veces elegido presidente con mayorías absolutas y con un periodo temporal de primer ministro pues la Constitución de entonces prohibía un segundo mandato (luego fue modificada a su antojo), Putin es hoy el político más odiado y más temido de Occidente. En Rusia, sin embargo, no todos expresan igual sentimiento y hasta no pocos admiran su atrevimiento de anexionarse Crimea en 2014, desestabilizar dos regiones ucranianas prorrusas en el Donbas y ahora su paso, todavía más osado, de ocupar Ucrania, una nación soberana e independiente desde 1991 que él considera que no existe como tal, pues es cuna de la civilización eslava, y forma parte de la Gran Rusia.

Los analistas, los realmente conocedores y los que hoy se arrogan expertos de nuevo cuño en la materia, consideran que es muy simple afirmar que el presidente ruso ha enloquecido o que en su delirio de grandeza lo que realmente pretende es pasar a la historia como el fundador de una Nueva Rusia, un Stalin del siglo XXI para quien la democracia y las libertades son valores secundarios muy por debajo de la identidad como nación e influencia en el mundo. Recuperar el espacio perdido tras la extinción del comunismo soviético. Entonces, ¿qué pasa? ¿Actúa sólo por el bien de su país, para preservar su seguridad e impedir que la Alianza Atlántica incorpore a otras naciones de su entorno como Ucrania en violación con el compromiso acordado con la OTAN a mediados de los noventa? Yo, personalmente, no lo sé, porque ni lo conozco ni tampoco formo parte de la legión de expertos que proliferan a estas horas para perorar sobre la crisis.

He leído que la esperanza estriba en que las propias élites intelectuales rusas se atrevan a criticar abiertamente esta última acción y que las sanciones financieras y comerciales de EEUU y la UE hagan mella en la economía de Rusia y que la ciudadanía se sienta azotada por el aislamiento que este individuo va a llevar al país más allá que cuente con la simpatía (moderada) de China o del hooliganismo venezolano y cubano. La oposición política como tal no existe. Hace tiempo que acabó con ella. En algunos casos hasta con saña y muerte.

Ucrania, que reclama a Occidente menos palabrería y más ayuda militar, ha solicitado al Tribunal Penal Internacional de La Haya que ordene a Moscú el cese de las hostilidades consideradas por el Gobierno de Kiev como crímenes de lesa humanidad. ¿Putin perseguido como presunto genocida? Entramos entonces en el campo de la política ficción. El fallecido líder serbio Slobodan Milosevic fue entregado a La Haya en 2001 engañado por los suyos y allí murió sin que concluyera el juicio. Resulta impensable a día de hoy ver al dictador tener que dar cuentas ante un tribunal internacional por los atropellos cometidos en Chechenia, Siria o el envenenamiento de opositores y ex agentes.

Fue Ronald Reagan, ya en la presidencia de EEUU, quien en una de sus muchas singulares ocurrencias, declaró a la prensa: “No sé cómo se puede ser un buen presidente sin ser un actor”. Tales palabras las ha hecho suyas el actual jefe del Estado ucraniano, Volodimir Zelenski, un cómico famoso que hizo fortuna en la tele de su país y que en 2019 fue elegido presidente de la república con más del 70% de aceptación. Al inicio de su mandato pareció que su elección era fruto del hartazgo de los políticos y de la corrupción por parte de los votantes. Esta semana con la guerra se ha convertido en un héroe para sus compatriotas, a los que insta a resistir. No deja de ser paradójico que Putin hable de nazis y drogadictos al referirse a un individuo de origen judío.

¿Por qué no recurrir a las habilidades de Zelenski para encontrar un doble de Putin y adiestrarlo por el mandatario ucraniano en el Kremlin? ¿Eliminar físicamente entonces al verdadero Putin? No necesariamente. Podríamos traerlo clandestinamente y previa aceptación suya a algún recóndito lugar de la costa marbellí a regentar un picadero de caballos y canes, animales que son su pasión, bien pagado por los oligarcas de su país para solear su última etapa de vida con un nuevo rostro. Personalmente le recomendaría, entre espetos de sardinas, ensaladilla rusa y vino blanco, que releyera a los clásicos rusos empezando por Guerra y Paz y Crimen y Castigo y le animaría a escribir sus antimemorias con el compromiso de que ganaría el Planeta.

El cine nos ha dado no pocas pelis sobre sosias. Sin duda, la más notable fue El gran dictador, del genial Charles Chaplin. Llevaríamos a la majestuosidad del palacio del Kremlin a un modesto barbero judío para que se dirigiera con el rostro de Putin a sus conciudadanos y declarara que la guerra, la violencia son aberrantes y que desde ese día todos podrían gozar de libertad y hasta discrepar con lo que propusieran sus gobernantes. El papel de Zelenski sería fundamental en el adiestramiento del potencial y nuevo Putin. Incluso si tuvieran que dar con un tipo de físico parecido en un psiquiátrico tal como se plasma en la peli italiana Viva la libertà (2013), en la que el actor Toni Servillo interpreta a un líder político cansado de la profesión y a su hermano gemelo, interno en una clínica mental.

Por desgracia vuelvo a la realidad de las bombas, de la destrucción, muerte y éxodo en un país ubicado en el continente europeo como el mío. Leo esta mañana unas declaraciones de uno de los biógrafos de Putin, el historiador Mark Galeotti, profesor del University College de Londres: “Quiere ser recordado como el hombre que salvó Rusia y reconquistó Ucrania. Piensa que esta es su última oportunidad (…) lo que estamos viendo ahora no es una reacción impulsiva o una bravuconada, sino el fruto calculado de sus veinte años en el poder”.

Pero a mí no se me borra de la cabeza la imagen de esa inmensa mesa blanca en una de las grandes salas del Kremlin donde en un extremo se sentó él y a más de seis metros en la otra punta el presidente francés, Emmanuel Macrón, empequeñecido, semanas antes de la invasión. Me pareció que disfrutaba humillando a su invitado. Sin duda, Putin, más allá de ser un criminal de guerra, es un personaje digno de ser estudiado por un estudioso de la psicología humana.

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