A veces pienso que debería desaparecer del mundo digital.
Cualquiera que teclee mi nombre encontrará mi perfil en Twitter, mi blog en fronterad, seguramente algún otro blog que quedó colgado, mi perfil en Tumblr, en Google+, en Lindekin, en Flickr… Y quién sabe dónde más andaré.
¿Para qué tanto?
Para crearte una marca personal, dicen los que dicen que saben de internet. Hoy los medios de comunicación tienen en cuenta el número de seguidores que tienes en Twitter, aseguran. Hoy se buscan periodistas con perfil digital. Y eso supone perder el tiempo entre 140 caracteres multiplicados por mil; que tengas un blog, aunque no le interese a nadie; que estés a la última, aunque estar a la última se llame Pinterest.
¿Y si no tengo nada que decir? ¿Y si no me apetece dejar rastro de todo lo que hago/digo/leo/pienso?
Yo soy de los que llegué tarde a Facebook. No le veía la gracia a eso de compartir tu vida en una pantalla de ordenador, pero por motivos laborales me tuve que abrir una cuenta. Y durante un tiempo me animé a compartir alguna tontería, incluso me dejaba etiquetar en las fotografías. Pero no me terminaba de convencer. Ciertamente, no ayudaba entrar y saber que Fulanito no había podido dormir o que Fulanita hoy veía las nubes de color rosa para que sus amigos le pusieran un «cuánto me alegro» sin saber de que tenían que alegrarse. Así que borré todo lo que aparecía en mi muro, me desvinculé de las fotos y quité mi fecha de cumpleaños. No cerré la cuenta porque hay un grupo fantástico para la carrera que estudio en la UNED, pero es como si no existiera. Nadie me felicita.
Luego llegó Twitter. También aterricé tarde, pero el pajarito sí que me convenció. «Es una herramienta extraordinaria para los periodistas», pensaba, cuando era un plumilla todavía más joven, que sigo hecho un chaval. Así que me lo tomé en serio. Me gustaba la política americana, leía mucho y tuiteaba más. Como si tuviera la necesidad de hacerme fuerte en ese perfil.
Mientras, publicaba sesudos análisis de relaciones internacionales en un blog, y abría otro —Miradas de Internacional— junto a algún que otro aventurero. [Esta web sigue en pie; sólo necesitaban que yo me marchara. Hay que leer a Laura Villadiego, Sergio Montijano, Javier Collado y compañía] Ahí estaba yo, con poco más de veinte años, viendo el mundo como si fuera Fareed Zakaria. Tan en serio me lo tomé que en una ocasión, en plena revuelta egipcia, la primera, tuiteé algo parecido a lo siguiente: «Se escuchan disparos en la plaza Tahrir». Mis compañeros de trabajo, con razón, tuvieron cachondeo para varias semanas.
¿Se escuchan disparos en la plaza Tahrir?
Estaba viendo un ‘streaming’, emocionado, y lo escribí. Qué estupidez. A veces incluso tuiteaba «urgentes», como los pollos sin cabeza de JRMora. Con el orgullo herido por las risas de mis compañeros, fui entrando en razón. Me dejé de «últimas horas» y Obama se fue alejando de mis mensajes según me asentaba en la sección –Nacional– donde fui a caer. Ahora trato de compartir artículos interesantes, y de vez en cuando comento alguna cuestión. Sin opinar, sin sentar cátedra. Y sin fatigar al personal, aunque algún amigo me lo reproche.
—Si no paras de tuitear.
—¿Yo? Si ya no lo hago casi.
—Mentira. Mira hoy: uno, dos, tres, cuatro…
—Bueno, vale, es que hoy he leído varias cosas que me han gustado.
Twitter está repleto de gente que de todo sabe y todo lo opina. Tertulianos en potencia. Lo digo yo, que me jacto de no opinar. Y lo digo en un blog, que alguien me lo definió como aquel espacio que sólo lee el que lo escribe. «Pronto habrá más blogs que lectores». ¿Y si cierro este blog? ¿Y si desaparezco de Twitter? ¿Y si este fuera la última entrada de este blog?
¿Y si me callo?