Leire Iriarte, pamplonesa de 34 años, no tiene coche. A Iriarte y a su marido, padres de una niña de 2 años y medio, les basta con un solo teléfono móvil, que comparten —en España hay casi 60 millones de dispositivos— para estar conectados con el mundo. Tampoco son propietarios de la casa en la que viven. Forman parte del 14% de españoles que, según datos del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS), viven en régimen de alquiler. Claro que el CIS también señala que una abrumadora mayoría de ese 14% no es propietaria de su vivienda simplemente porque no puede permitírselo. El caso de Iriarte es distinto: no quiere ser dueña de su casa. Es, como tantas en su vida, una decisión decrecentista.
El decrecimiento es una corriente de pensamiento político-económico surgida en los años setenta del pasado siglo a partir de las tesis de algunos intelectuales, miembros del think tank o laboratorio de ideas conocido como Club de Roma, entre ellos Nicholas Georgescu-Roegen e Ivan Illic. En el caldo de cultivo de la crisis del petróleo y de la constatación de lo insostenible del modelo actual de capitalismo liberal consumista, estos y otros intelectuales comenzaron a desarrollar un pensamiento basado en la desaceleración ordenada de los niveles de producción y consumo del Occidente desarrollado. Esas ideas fueron recogidas por el economista y filósofo francés Serge Latouche, considerado como el gran gurú del decrecimiento.
Latouche, autor del libro Sobrevivir al desarrollo, repite a menudo la frase central del pensamiento decrecentista: “Quien crea que un crecimiento ilimitado es compatible con un planeta limitado o está loco o es economista. El drama es que ahora todos somos economistas”. Es en la ruptura de este principio que consideran ilógico, y de todas las consecuencias argumentales que lo siguen, en la que se centra la batalla ideológica del decrecimiento.
El decrecimiento tiene una vertiente macroeconómica que habla de la sostenibilidad como criterio para el diseño de las sociedades y otra, muy relacionada con la anterior, que se basa en la reorganización de la propia vida a través de una apuesta por valores menos basados en la competitividad y el consumo, y más orientados hacia el disfrute de la actividad social y las relaciones humanas.
Otro de los pensadores más destacados del movimiento es Carlos Taibo, profesor de Ciencia Política y de la Administración en la Universidad Autónoma de Madrid. En una entrevista concedida al videoblog del movimiento Attac (Asociación por una Tasa sobre las Transacciones especulativas para Ayuda a los Ciudadanos), Taibo explicaba lo que para él son las bases del decrecimiento. El pensamiento dominante otorga al crecimiento propiedades casi divinas y le atribuye el poder de generar cohesión social y terminar con la desigualdad y la pobreza, pero Taibo lo niega. Y apunta: “El crecimiento económico no provoca necesariamente cohesión social; en segundo término, se traduce muy a menudo en agresiones medioambientales literalmente irreversibles; en tercer lugar, provoca el agotamiento de recursos que sabemos que no van a estar a disposición de las generaciones venideras; en cuarto término, el crecimiento de los países ricos se sustenta en buena medida en el expolio de los recursos humanos y materiales de los países pobres”.
Taibo, cerrando el círculo de la doble vertiente del decrecimiento, ataca también las supuestas consecuencias beneficiosas del crecimiento económico en lo personal. Se refiere el autor de En defensa del decrecimiento (Catarata) al modo de vida “esclavo” en el que están sumidos los habitantes del mundo próspero y privilegiado. “Pensamos”, dice, “que seremos más felices cuantas más horas trabajemos, más dinero ganemos y, sobre todo, más bienes acertemos a consumir”. Una idea que considera errónea, ya que considera que el crecimiento económico tiene muy poco que ver con nuestra felicidad de tal manera que “hay que buscar otros caminos diferentes”.
La renuncia como camino
Leire Iriarte parece tenerlo claro. Contratada por el Gobierno de Navarra para un proyecto de relaciones europeas, Iriarte redujo su jornada poco después de ser madre, lo que se tradujo en un notable descenso, en paralelo, de su salario.
“Y aunque gane un poco menos, para mí tiene muchísimo más valor desayunar tranquilamente con mi familia, y pasear con mi hija por la calle. Incluso disfruto más de mi trabajo. Hay cosas que te van complicando la vida, aunque tengas mejores números en tu cuenta bancaria. Hay que reducir algunas ambiciones que no llenan tanto como parece a primera vista”.
Ella, sin ir más lejos, puede descansar más al tener que trabajar menos, e incluso ir caminando al trabajo todos los días. “Así”, dice, “me ahorro el dinero del gimnasio”. También encuentra tiempo para ir a comprar productos de alimentación locales, en lugar de recurrir a las grandes superficies. “Conozco a mi frutero”, dice con una sonrisa. Evita además comprar ropa hecha en China, ya que dice, “no quiero tener que pasar por llevar algo que ha fabricado un niño”. Y es que, según Iriarte, “tenemos mucho más poder para cambiar el mundo como consumidores que como votantes”.
Iriarte estudió un máster de Ecología Humana en Bruselas, y tras vivir y trabajar allí durante 8 años, regresó a España en los tiempos de mayor bonanza económica, en plena burbuja inmobiliaria. Lo que vio, sin embargó, no le gustaba. Recuerda que por aquel entonces, hace ya cuatro años, se oía hablar mucho de mileuristas, pero, se sorprende, “todos tenían piso” en propiedad, “o aspiraciones de tenerlo”.
“No somos un movimiento de respuesta a la crisis, como nos quieren ver algunos, pero sí creemos que la obsesión por crecer nos ha llevado adonde estamos”.
“Aquello tenía que explotar”, dice. “Sentías que si pagabas un alquiler estabas tirando el dinero a la basura. Y pensé que las cosas no tenían que ser así”.
Reconoce que se sintió como un “bicho raro” en una sociedad tan materialista. Entonces descubrió el movimiento Dale Vuelta, principal exponente del decrecimiento en Navarra. Asistió a unas charlas organizadas por el colectivo, y se sintió atraída por el mensaje. “Al final, no soy tan rara ni estoy tan sola”.
Dale Vuelta, que cuenta con unos 120 miembros con diversos grados de implicación, organiza charlas y actividades con el tema del decrecimiento y sus aplicaciones prácticas como telón de fondo. Partidarios tanto de dar a conocer el movimiento como de llevar una vida coherente, se reúnen una vez cada cinco o seis semanas para tratar diversos temas que conciernen tanto al futuro del movimiento y a las campañas de concienciación como a temas de la vida cotidiana en los que hacer la transición por la que abogan hacia una cultura sostenible. Transición es una de las palabras clave, y de ella se habló mucho en la última de las reuniones, el pasado día 2 de noviembre, que se produjo, como de costumbre, en local de Traperos de Emaús situado junto al pamplonés río Arga.
Hacia la transición
Antes de comenzar la reunión, moderada en esta ocasión —la labor se efectúa de manera rotatoria— por Leire Iriarte, los congregados charlaban mientras esperaban la llegada de otros compañeros, sentados en un improvisado corro. “¿Cómo has venido?”, preguntaba una de las asistentes. “En autobús por supuesto. Yo no tengo coche”, respondía jocoso otro. Y un tercero añadía entre risas: “Eso ha sonado a tenernos controlados. Yo sí que tengo coche y además lo tengo que utilizar todos los días”.
Llegada la hora convenida, se dio por abierta la reunión. José Paulos, uno de los miembros más activos del movimiento, dio a conocer el programa de las jornadas de transición que tendrán lugar durante el mes de noviembre en el barrio pamplonés de la Chantrea, al que se propone importar el modelo de comunidad en transición iniciado en 2005 en la ciudad inglesa de Totnes. La idea, según los organizadores del autodenominado movimiento Txantrea en Transición, es formar grupos de trabajo en el barrio sobre temas como la dependencia energética, la movilidad o el consumo —algunas de las piedras angulares del movimiento decrecentista— que trabajen de forma autónoma.
Las ciudades en transición son el mayor exponente británico del modelo decrecentista. El primer experimento de esta índole fue impulsado por Rob Hopkins en la ciudad medieval de Totnes, en 2005. Totnes marcó la ruta para el llamado movimiento de ciudades o barrios en transición, que busca una relocalización del consumo y la vida, fomentando sobre todo la cultura, además de la reducción ordenada de la producción de residuos tanto a nivel individual como de comunidad. Hoy hay casi 500 comunidades —incluyendo barrios, ciudades y pueblos— reconocidas como en transición en el Reino Unido, Canadá, Nueva Zelanda, Australia, Chile o Italia.
La de la Chantrea será pues una iniciativa pionera en España. El movimiento, que buscará aliarse en el barrio con otras asociaciones vecinales, animará a las comunidades a buscar métodos para reducir el uso de energía, así como a aumentar su propia autosuficiencia. Uno de los principios básicos en esa línea de transición es el de la huella ecológica, que Latouche detalla de manera gráfica en sus escritos.
“Para alimentarnos, vestirnos, utilizar coches, incluso para reciclar nuestros deshechos,” explica el pensador francés, “necesitamos una cantidad determinada de tierra”. Pero el planeta y el espacio bioproductivo son finitos. Latouche explica que harían falta tres Tierras para soportar el que todos los habitantes del planeta tuvieran niveles de consumo equiparables al de un francés medio. Si se generalizase el American way of life y todos los seres humanos consumieran al nivel de un estadounidense tipo, serían precisos siete planetas.
Latouche advierte de que con nuestra forma de vida los seres humanos nos estamos comiendo nuestro patrimonio, “el de los recursos que la tierra ha almacenado durante milenios en forma de petróleo y minerales”. A esa realidad se le suma la de la deslocalización en la producción, que hace que lo que consumimos en las sociedades desarrolladas —tanto el vestido como la alimentación y demás bienes materiales— haya sido transportado a lo largo de miles de kilómetros hasta llegar a las estanterías de nuestros supermercados, donde nos resulta más cómodo y barato adquirirlo que en las tiendas locales.
Pero esa des-territorialización, apunta Latouche, es consecuencia de la “bajada artificial del coste del transporte”, ya que, según apunta, los transportistas no pagan el coste de “reparar las catástrofes climáticas originadas por el abuso de ese transporte”, ni tan siquiera pagan más por utilizar vehículos pesados, por ejemplo, en las autopistas. Así, remata, “son por una parte los contribuyentes los que pagan por el transporte, y por otro, las generaciones futuras pagarán con el agotamiento del petróleo”. Se hace necesaria una relocalización no solo de las actividades económicas, y una revalorización de los productos locales, sino “de la vida en general”, puesto que, “nos guste o no, estamos condenados a vivir en el sitio en el que ponemos los dos pies”.
Sistema agotado
Juan Carlos Berasategui, otro de los miembros de Dale Vuelta en Pamplona, no puede estar más de acuerdo. “El asunto”, cuenta, “es proponer un tipo de vida que llene, que produzca la suficiente satisfacción”.
Berasategui, de 48 años, ha trabajado casi toda su vida como periodista, primero en el semanario La Verdad, publicado por la Iglesia en Navarra, y, después, en la oficina de prensa del Ayuntamiento de Pamplona. Ahora trabaja en las oficinas de Traperos de Emaús, una empresa que le resulta atractiva por su “carácter social”. Fue candidato al Senado por el recién nacido partido Equo, que lleva en su programa medidas como la reducción a 35 horas de la jornada laboral.
Berasategui cree que es hora de romper con un sistema que se ha basado demasiado en el materialismo y la competitividad, y reflexiona: “El paradigma del sistema capitalista está agotado, por un lado por los límites físicos que tiene el crecimiento, por otro por la evidencia de la injusticia que comportan la pobreza masiva y las desigualdades crecientes; además, por la infelicidad que genera incluso en aquellos que tienen satisfechas las necesidades materiales. En Estados Unidos, por ejemplo, los niveles de infelicidad han aumentado en paralelo al crecimiento económico”.
El problema, cree Berasategui, es que el agotamiento de los recursos es evidente y, por tanto, “si el decrecimiento no llega por la vía de la voluntad y el buen vivir, vendrá impuesto por otros poderes que no tengan en cuenta la equidad, por vías militares o de orden público”. Es partidario de la creación de ámbitos de confianza que impulsen la autoestima y el desarrollo personal, y que rompan por tanto con la dinámica del miedo a perder lo que uno tiene, que, defiende, encorseta a las personas en nuestra sociedad.
Para Berasategui la política tiene que colaborar en esta transición hacia un sistema que considera más humano, y lo puede hacer con medidas encaminadas a fomentar la economía social, de progresividad fiscal o incluso de penalizar fiscalmente el consumo de bienes de lujo o cuya producción requiera mucho consumo energético.
Pero añade que el decrecimento no tiene que ser “una opción política, sino más bien algo que oriente las políticas” y colonice el mensaje de sindicatos o partidos de izquierda o ecologistas.
En muchas ocasiones, el discurso decrecentista choca con el obrerismo reivindicativo, ya que este es un movimiento que parte de la premisa de que una gran mayoría de los habitantes de las sociedades del Norte rico del planeta tienen que cambiar su modo de vida. Es preciso que el 20% rico de la humanidad reduzca su nivel de opulencia material, pase a ganar menos dinero, para que otros puedan incorporarse a un nivel de vida digno, que cubra las necesidades básicas de los seres humanos. Entra aquí en juego el concepto de línea de dignidad, al que se refiere la filósofa Adela Cortina en su libro La ética del consumo.
Cortina habla de la superación de la línea de la pobreza como parámetro para medir la miseria y propone este nuevo concepto, “establecido bajo un enfoque de necesidades humanas ampliadas”, y que haga de “línea de convergencia entre las sociedades industrializadas del Norte y las sociedades en desarrollo del Sur”. Reconoce pues este nuevo concepto una indignidad no sólo en el subconsumo de los pobres, sino también en el sobreconsumo de los ricos. Y aboga por que estos últimos “bajen” en sus niveles tanto de producción como de consumo para que la mayoría desfavorecida acceda a una dignidad basada en el principio de equidad redistributiva. No es, por tanto, solo una cuestión de políticas, sino también de decisiones personales de consumo.
Existen vías alternativas de satisfacer las necesidades, incluso materiales, desde una perspectiva no mercantilista o de consumo. Los bancos del tiempo, muy extendidos en diferentes barrios de la geografía española, son un ejemplo. En ellos las personas intercambian unos servicios por otros, sin mediar compensaciones económicas. Como lo son grupos de consumo de productos ecológicos, como Landare, o entidades de banca ética, un modelo alternativo con gran tradición en Italia. Entre ellas se encuentra la navarra Fiare, también pionera en España, que superó en 2010 los 2,26 millones de euros en depósitos y que realiza inversiones exclusivamente productivas y de tipo social, nunca especulativas, y espera poder tener a disposición de sus clientes tarjetas de crédito durante 2012.
Se trata de un mundo que corre en paralelo a la sociedad de consumo tradicional y que convierte en operativos los principios del decrecimiento y el consumo responsable. En este movimiento, señala Berasategui, caben todos. “Muchos llegan a este tipo de planteamientos después de ser padres”, al ser conscientes de que nuestra forma de vida no durará para siempre, quizá no para sus hijos. “Los que manejan datos macroeconómicos pueden llegar al convencimiento de la inviabilidad del sistema. El cambio puede surgir de un egoísmo de especie, que nos lleve a limitar el crecimiento ya”.
También del Reino Unido llega la propuesta del movimiento slow, que tiene en Carl Honoré a uno de sus principales impulsores. Autor de Elogio de la lentitud y Bajo presión, las ideas de Honoré tienen más que ver con la vertiente antropológica, quizá psicológica si se quiere, del decrecimiento, aunque piensa que, de aplicarse, tendrían consecuencias positivas también en la macroeconomía.
El movimiento slow surge, como casi todo en el Decrecimiento, de una reacción. En este caso el germen fue una reacción a la comida rápida. En 1986, ante la inminente apertura de un restaurante de la cadena McDonald’s en la plaza de España, en Roma, se produjo un movimiento de protesta ante el concepto de comida rápida que dio lugar al concepto de slow food. De ahí emergieron ramificaciones que conciernen a otros ámbitos de la vida, como el slow gardening [jardinería], slow money [dinero e inversiones], slow travel [viajes], slow parenting [paternidad] y que siempre preconizan el disfrute por encima de la velocidad.
En una reciente entrevista publicada en el diario El Mundo, Honoré explicaba que, “la gente puede pensar que la lentitud es un lujo en estos tiempos tan críticos y con la presión económica con la que vivimos, pero yo creo que la lentitud hace falta ahora más que nunca, precisamente porque lo que estamos viviendo son los efectos secundarios de ir tan rápido durante tanto tiempo”.
Optimista, como tantos partidarios del decrecimiento, sobre el futuro del movimiento, Honoré remataba: “Las crisis son oportunidades para hacer las cosas de otra manera”, incluyendo desde luego las finanzas. “Necesitamos tiempo para reflexionar y hacer las cosas con calma, claridad y cariño”.
“Para mí sería más fácil entenderme con un empresario que con un sindicalista”. La frase resulta chocante viniendo de un ecologista convencido como Iván Flamarique, de 31 años. Natural de Mendíbil, Flamarique estudió Ciencias Ambientales en Córdoba y tras hacer un máster en energías renovables se dedicó durante varios años a realizar estudios de impacto ambiental de planes urbanísticos para ayuntamientos. Fue una experiencia de la que salió escaldado, al comprobar que sus estudios, por muy fundados que estuvieran, tenían en la mayoría de casos un mero valor testimonial ante el mandato económico de construir a toda costa. Tampoco resultó muy convencido de las posibilidades de las energías renovables. “No podrá haber sustitutos eficaces al petróleo”, dice con seguridad. “Las renovables no tienen el mismo potencial ni versatilidad”.
Aunque quizá no haya alcanzado aún la relevancia necesaria para tener fervientes detractores, al decrecimiento no le faltan críticos. Uno de ellos es Luis Arenzana, economista graduado en la Universidad de Illinois y gestor del fondo de inversiones Shelter Island Capital Management. Para Arenzana, el argumento del déficit energético tiene una solución muy fácil: la energía nuclear. “Por ejemplo en Francia, la nuclear se utiliza para generar el 85% de la electricidad mientras que en Italia no hay plantas nucleares, aunque importan de Francia como hacen España y Alemania. La decisión [de no apostar por la energía nuclear] es puramente política y responde a la influencia que puedan tener distintos grupos de presión”, apunta.
Y vaticina: “En cuanto los precios de los hidrocarburos sean lo suficientemente altos la cuestión nuclear será menos debatida. Queda además la mayor fuente energética por explotar: el hidrógeno”.
Flamarique, para nada partidario de la energía nuclear —la considera “no segura” y cree que los residuos son muy contaminantes y el hidrógeno, “también un recurso limitado” — se interesó por el decrecimiento desde su época de estudiante en Córdoba, donde formaba parte de grupos similares a Dale Vuelta, al que se incorporó cuando se instaló hace menos de un año de nuevo en su pueblo, y después de contactar con Juan Carlos Berasategui.
Su mensaje está articulado en torno a la dependencia energética que, dice, hace insostenible nuestro modo de vida. De ahí viene todo lo demás, los problemas sociales, económicos o de desigualdad. Y por eso Flamarique practica la permacultura, un modo de vida que, explica, “juega con los recursos locales para no consumirlos, sino ciclarlos, y realiza una acción de diseño social para aprovechar esos recursos sin agotarlos”. El principio fundamental es crear asentamientos, rurales o urbanos, que puedan existir indefinidamente, algo que no sucede con los actuales. Tras formarse en un pequeño asentamiento en Cataluña, Flamarique viajó a México DF, donde pasó seis meses tratando de aplicar los principios de la permacultura a la vida urbana. Lo hizo, junto a un grupo de gente, produciendo parte de su alimento en huertos urbanos, y tratando además de reutilizar todos sus desperdicios, y de obtener nutrientes de las aguas residuales.
Crítico en general con el “cortoplacismo” de la política “a gran escala”, sostiene Flamarique que la prioridad para el movimiento es “la otra política, la de los barrios”. Hace suyo el clásico eslogan ecologista Piensa en global, actúa en local, y está por eso interesado en los movimientos de comunidades en transición, como el que se ensaya ahora en la Chantrea.
Flamarique aclara que su comentario respecto a los empresarios y los sindicalistas se refería a que los primeros “suelen tener una visión de conjunto de la sociedad” y de construcción, mientras que el mensaje de la izquierda tradicional se basa en la mera reivindicación. Y cree además que incluso las medidas keynesianas para la salida de la crisis son erróneas y se enmarcan en la lógica de la carrera a ninguna parte del sistema actual: “Si la salida es construir obras públicas sin importar si son o no necesarias entonces vayamos al desierto de las Bardenas, construyamos pirámides y luego derruyámoslas, así acabamos con el problema del paro”. Planteado el absurdo, propone, en la línea de Taibo y Latouche, reorganizar el sistema productivo en torno a valores que no sean exclusivamente económicos o productivos. En vez de ayudar al sector del automóvil cuando sabemos que se termina el petróleo y que no puede haber más coches, sugiere, reeduquemos a esos trabajadores y propugnemos otro tipo de economía sostenible.
Además de lo que Latouche califica de “fetiche” del crecimiento, habría que desterrar otro parámetro fetiche para medir la prosperidad de las sociedades: el PIB. Según explica el propio pensador francés, se trata de un mecanismo de medida erróneo, ya que no solo deja de lado aspectos importantes de prosperidad no productivos sino que incluye otros que son objetivamente nocivos y sin embargo “puntúan” en dicho indicador. “Una catástrofe natural, como los terremotos, hace que aumente el PIB de la región que la sufre, porque se gasta dinero en tratar de paliar sus consecuencias”.
Frente a eso Flamarique propone otros criterios de evaluación de la felicidad social, como el Índice de Felicidad Nacional Bruta, impulsado por el gobierno de Bután —un país que resulta modélico desde una perspectiva decrecentista, entre otras cosas por el control del turismo y el impacto muy leve del consumo externo por el que aboga—.
Latouche no cree que el decrecimiento sea tanto un concepto y sí más bien una suerte de eslogan provocador que pretende romper la ideología dominante del crecimiento. “Para ser rigurosos”, apunta, “habría que hablar de acrecimiento, como se habla de ateísmo, ya que el crecimiento es una fe, un auténtico culto, con sus rituales consumistas que se basa en una serie de creencias: que el hombre debe siempre dominar la naturaleza; que debemos trabajar siempre más, para producir más, para consumir más, para ganar más, etcétera”. No se trata de una vuelta a las cavernas, sino de recuperar niveles de producción y consumo de los años 60 o 70 en Francia.
Y, sobre todo, cree Latouche que el papel del decrecimiento es ser agente del necesario cambio de valores que debe llevarnos a “otros objetivos”. “Una revalorización de los aspectos no cuantitativos, no mercantiles de la vida humana. Descubrir otras formas de riqueza que no sean la económica o mercantil, en particular la riqueza de las relaciones, las relaciones más ricas y fuertes en el seno de la familia, con los amigos, con los otros, de vivir mejor en sociedad”.
Flamarique está de acuerdo y cree además que el cambio personal de valores tiene que partir del análisis de uno mismo, que sirva para identificar las carencias emocionales que explota la publicidad para invitar al consumo y “buscar otros modos no consumistas y sostenibles de satisfacer esas necesidades sutiles y psicológicas”. Cree además que los mayores de nuestras sociedades, que no vivieron en la opulencia consumista actual, tienen mucho que enseñarnos sobre cómo satisfacer esas necesidades humanas “sin recurrir necesariamente al consumo obsesivo”.
En la reunión de Dale Vuelta se trataron además asuntos como el reparto del trabajo, una de las principales batallas del decrecimiento. Otro de los miembros del movimiento, José María García Bresó, habló del debate dialéctico en el que había entrado sobre el particular con un miembro del 15-M en las cartas al director de un periódico local de Pamplona. Los congregados convinieron en la importancia de la reducción de la jornada laboral, iniciativa a la que, como Leire Iriarte, varios se habían acogido.
En esta línea, las propuestas consensuadas por el grupo pasan por la erradicación de las horas extra, las reducciones significativas de jornada y otras medidas como las jubilaciones anticipadas voluntarias o las excedencias. Siempre partiendo de la acción personal y el ejemplo, para moverse después hacia la reivindicación.
El argumento del reparto del trabajo como mejor forma de combatir el desempleo pareció convencer a todos, y plantearon la posibilidad de organizar charlas y seguir escribiendo artículos sobre el asunto, en el que divergen, como se puso de manifiesto, de manera a veces radical, de la postura de la izquierda tradicional y los sindicatos. “La discusión se presta para una buena respuesta basada en el reparto del trabajo”, culminó García Bresó, “a ver si alguno os animáis y mandáis otra carta al periódico”.
El pasado 2 de noviembre el presidente del gigante bancario Lloyds, el portugués António Horta-Osório, pidió una baja laboral por estrés. Su salario es de 1,2 millones de euros, que, sumados los bonus que percibe, pueden superar los 3 millones. No resulta difícil imaginarse las sonrisas pícaras asomando en los rostros de Leire Iriarte, Iván Flamarique, Juan Carlos Berasategui, y quién sabe si también de Taibo y Latouche al leer la crónica del día siguiente del diario ABC, que titulaba El estrés del tiburón. Puede que Horta-Osório acuda a la próxima reunión del colectivo Dale Vuelta. Si lo hace, tal vez tenga mucho que aprender.
Álvaro Guzmán Bastida es periodista