“Y yo aquí esperando a que me mires. Y tú, bostezando”, piensa, mientras les sirven un helado o quizá una tarta de chocolate o un magret de pato. Tanto da. La situación es la misma. Miradas que no se entrecruzan y un relato que no entiende; mejor dicho, un planteamiento del mundo que (le) resulta de retaguardia, de atrás de las trincheras. Como los ojos que no miran al frente, a la velocidad asesina de las balas ajenas, disparos tal vez de entusiasmo o quimera y que -por el contrario- se centran en la funesta (in)capacidad de quien aguarda, de aquel para quien la impaciencia es ya sueño.
Pero piensa “últimamente todo el mundo está cansado”; así yo mismo. Lo ha visto antes, en otros ojos, esa misma tarde. Y luego en el taxi. Mientras brincaban veloces, impetuosas las palabras, pensaba “estamos todos exhaustos”. No decepcionados o tristes, pero sí desbordados por una realidad imprecisa, demasiado absorbente y tirana.
Y luego, mientras esperaba a otro taxi, en Urquinaona, ya de madrugada y después de la cena y los abrazos, y fumaba un cigarrillo exangüe, ha vuelto pensar. Sin mucho fervor. Pero pensando que pensaba se dijo, y el taxi que llega, un taxi enorme, ocho plazas, para él solo; ha mascullado: a qué todo este despilfarro. A qué. Y ha cabeceado, como si no quedara otra que aceptar que el mundo, últimamente, no hace más que festejar su descortesía feroz.