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Mientras tantoYa ha descansado, el pobre...

Ya ha descansado, el pobre…

El rincón del moralista   el blog de Aurelio Arteta

Cuando alguien muere tras penosa enfermedad, no faltará quien exprese para consuelo de sus familiares que ha sido lo mejor para él y que por fin ha descansado, el pobre. Dejemos de lado que, como suele ocurrir, este piadoso juicio provenga de ese tan pariente o amigo del muerto que la última vez que coincidió con él fue diez años antes en el funeral de otro amigo común. Pensemos sólo en quien le ha querido y se conduele de veras.  A este alma buena igual le da decir entones que el que debe descansar ha de ser, indistintamente, el finado o su viuda (Bueno, ahora cuídate, que bastante has hecho por él). De hecho, el ritual lingüístico-funerario admite ambas fórmulas. Nuestro hombre intuye oscuramente que agonía  significa lucha y que en ella han participado, en grados diversos, tanto el paciente como sus allegados.

 

Por lo general, no hay que dudar del verdadero afecto y piedad de quien pronuncia tales frases. De lo que cabe sospechar es de que el difunto, si fuera posible, las compartiera. En realidad le atribuimos algo que, según todos los síntomas, tiene vedado experimentar: el placer del descanso. Como vivos que estamos,  incurrimos aquí en la misma proyección de nuestros sentimientos e impresiones sobre el muerto que ya relatara Lucrecio a propósito de las lamentaciones fúnebres. A decir verdad, si el cadáver fuera capaz de sensaciones, puede asegurarse que el llamado descanso eterno sería para él un inmenso cansancio, un aburrimiento infinito. Pero lo cierto es que casi nadie ha preguntado al que iba a morirse si quería descansar para siempre o si prefería permanecer aquí cansándose lo que hiciera falta. O sea, a prolongar su agonía… y, de paso, la nuestra.

 

Me dirán que, en más de una ocasión, el enfermo (o simplemente el viejo) confiesa su deseo de acabar de una vez y aguarda la muerte como una liberación de su angustia. Pero no es para estar tan seguro de lo que diga. Unas veces, lo que verdaderamente quiere es prescindir del dolor y, con tal de asegurarse de ello, se muestra bien dispuesto a acoger el final de la vida. Basta sin embargo un instante de bienestar, de remisión del tormento, para que olvide su trágica determinación. «Pero es que su dolencia es irremediable, ya no le aguarda sino el sufrimiento…», se dirá a veces con mucha razón. En tal caso, consúltesele con toda franqueza si desea que le ayudemos a acortar ese período y pídase al médico que ponga su saber a su servicio. Si somos dueños de nuestra vida, no se ve por qué no hemos de decidir también de nuestra muerte, que es su acto más propio y definitivo. Pero nosotros, los partidarios con buena conciencia de la eutanasia, preguntémonos también si esos momentos de lucidez, satisfacción o mínima expectativa del desesperado, si esa fruición con que paladea cualquier migaja de vida, por pequeña que sea, pueden compensar todavía a nuestro desahuciado de todas sus miserias. «Ya no es vida verdaderamente humana«, objetará todavía el enterado. ¿Y quiénes somos nosotros, los de fuera, para marcar la raya de separación? ¿De verdad no hay en esa mirada del paciente, en aquel leve gesto de cariño hacia sus hijos, vida humana ?

 

Las más de las veces, lo que expresa el viejo (o el enfermo) al proclamar su deseo de morir es ante todo su desolación, su absoluta desilusión. Se le han muerto ya tantos, es tan inútil, se sabe tan improductivo y tan cargante, se siente tan solo…, que aquel deseo viene a ser su reacción natural. No digo que seamos capaces de reparar semejantes desarreglos y colmar cada uno de sus vacíos. Digo que todo ello representa una señal de socorro que nos lanza, y que nuestros duros oídos y el habitual ajetreo que nos lleva a abandonarle tienen parte en su resignada llamada a la muerte como única salida.

 

Claro que, puesto que es viejo y está mal, es muy probable que haya aceptado su pena de muerte como si nada tuviera que ver ya con nosotros. Aun así, es de creer que quien descansa de verdad con esa desaparición es el vivo, y más aún quien le ha acompañado en sus últimos momentos. El vivo es quien proyecta su propio agotamiento  en el conveniente descanso del muerto. Lo cierto es que el vivo no aguantaba más. No sólo, ni sobre todo, las horas de sueño perdido, los sobresaltos junto al lecho del moribundo o el trajín que se organiza en su derredor. Lo que ya no podía soportar era el espectáculo de la muerte del otro, en la medida en que, inevitablemente, era la escenificación con ligeras variantes de la suya próxima.

 

Por eso es tan corriente decir que, como nada se puede hacer, lo mejor era acabar cuanto antes. A primera vista, parece una constatación de lo inevitable. Pero, a una segunda ojeada, bien podría ser de nuevo un subterfugio más o menos falso e interesado. Como si fuera un intento de acallar la duda de si habremos acompañado lo suficiente al moribundo, de si en trance tan crítico le hemos dado cuanto estaba en nuestra mano. Y no cabe descartar que de pronto nos sobresaltemos por habernos gozado, en algún rincón de nuestra alma, de que por fin todo haya acabado y aquel prójimo  -gracias a alcanzar su paz eterna-  nos deje realmente en paz.

 

Pero lo más llamativo de todo este proceso es la facilidad con la que acogemos la muerte (al menos la del otro, porque ya veremos cómo aceptamos la propia). O sea, el modo como asumimos en nuestras vidas la Necesidad, de la que la muerte es el signo más preclaro. Nos entregamos a ella desde tan pronto y de tantas maneras… Por ejemplo, cuando repartimos la vida en fases y, siguiendo los usos incontestados, adjudicamos a cada una de ellas sus derechos y sus deberes, unas conductas correctas y otras indecentes. Así es como hemos decidido que lo adecuado en el viejo es morirse, y nada más. Pero algún día comprenderemos que la más digna actitud del hombre ante la muerte es la rebelión incansable. Sólo ese día, entonces sí, habremos merecido el descanso eterno.

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