Con un reciente golpe de estado, enfrentamientos con decenas de víctimas mortales en el sur del país y la mayoría del personal diplomático evacuado, Yemen no se presentaba como el mejor destino. En el aeropuerto de Saná comprobé que los viajeros habían sido sustituidos por militares, lo que era un adelanto de lo que me iba a encontrar en aquella capital.
A la salida de la terminal dos jóvenes soldados con una bola de qat en el carrillo derecho se acercaron a mí para saber a dónde iba. Les respondí que hacia el centro y les pregunté si era seguro. Uno de ellos, el que a duras penas hablaba algo de inglés, me dijo: “ahora sí, las cosas están cambiando, puedes estar tranquilo, los extranjeros siempre son bien recibidos”. Traté de obviar el reciente secuestro de una trabajadora francesa del Banco Mundial y sonreí.
En la parte trasera de aquel destartalado taxi avanzaba hacia el centro de Saná con una mezcla de acojone y emoción. Miedo, por la inseguridad derivada del caos reinante en el país durante los últimos meses. Emoción, por poder conocer de primera mano lo que de verdad estaba pasando en Yemen.
Dejé mis cosas en el hotel y di una pequeña vuelta por el barrio de Al Wahdah. Quería un guía que me acompañara a lo largo de la jornada y que me hiciese de traductor cuando fuera necesario. Tras hablar con varias personas, conocí a Ahmed, un somalí que había emigrado hacía dos décadas a Yemen. Este cincuentón, conductor de autobús desempleado, con seis hijos y dos nietos, sería mi sombra en Saná.
Nos montamos en un minibús en dirección a la ciudad vieja. Tras bajarnos frente al Ministerio de Economía volví a ver otra demostración de fuerza por parte de la milicia Huthi. Tras un perímetro de bloques de cemento y alambradas, media docena de Toyotas Hilux con metralletas en la parte trasera custodiaban el edificio gubernamental. Próximos a los vehículos, varios grupos de soldados charlaban sin soltar sus AK-47. El clima prebélico enrarecía el ambiente y llenaba de tensión la vida de la capital.
Pero las cosas empezaron a cambiar. Tras cruzar la hermosa puerta de Bab Al Yaman me adentré en la ciudad histórica y fue como si hubiese viajado en el tiempo. Entre aquellas casas centenarias de piedra rojiza y mosaicos blancos de alabastro en las ventanas se escondía un mundo nuevo donde comerciantes y transeúntes vivían, trabajaban y vestían de la misma forma que lo venían haciendo desde hacía siglos. Si no fuera por los teléfonos móviles o algún vehículo que trasportaba mercancías aquí se podría rodar una películas histórica sin necesidad de extras ni decorado.
Comerciantes gritaban el precio del kilo de pimienta, señoras envueltas en niqabs preguntaban cuándo habían matado el cordero y jóvenes en ruidosas motos esquivaban velozmente a los transeúntes. Aquel ambiente cotidiano pero a la vez extraño hizo que me olvidara por un momento de la difícil situación que estaba atravesando el país. Como dijo un vendedor de cerámicas: “manden unos u otros, la vida debe continuar”.
Paseaba maravillado por la que tiene fama de ser una de las ciudades más antiguas del mundo, y la que la Unesco declaró Patrimonio de la Humanidad en 1986, cuando me paré a ver cómo cosía Yasser. Este sastre de piel tostada, pelo blanco, gafas oxidas y manos de pianista, cosía túnicas con vicio frente a su tienda. Cuando me vio retiró unas telas y me invitó a sentarme en un carcomido taburete de madera.
Hablamos de Oriente Próximo, de al-Ándalus y le conté algo sobre mi vida y mis viajes. De una forma despistada pregunté por la situación de Yemen. Aquí fue cuando este maestro del dedal y la aguja levantó la mirada y enseñó su carácter. No hizo falta hacer más preguntas, él quería contar y no le preocupaba que nadie nos escuchara.
“En este país llevábamos medio siglo peleándonos hasta que Ali Abdullah Saleh se hizo con el poder y consiguió unificar el norte y el sur”. Con melancolía, el sastre recordó que durante el mandato de Saleh (1978-2012) “Yemen era un Estado fuerte” donde convivían en paz, “había trabajo y el país prosperaba”.
Comenté con Yasser si no creía que la estabilidad que había tenido su patria durante las últimas décadas se debía más a la estructura del propio país que a los logros del ex presidente. La mayoría de la población de Yemen es musulmana, no existen minorías étnicas significativas y las estructuras tribales han velado por la paz, le dije. Entonces me miró por encima de sus viejas gafas metálicas y replicó: “esa estructura social de la que tú hablas la hubo siempre, pero no siempre hubo paz”.
La conversación se estaba volviendo interesante así que me acerqué a por unos tés y proseguimos con la charla. Le conté a Yasser que unas horas antes un comerciante me había dicho que el ex presidente Saleh había sido un corrupto que gobernó con mano hierro. El sastre me respondió: “mucha gente dice que el ex presidente y su familia se hicieron millonarios con las concesiones de petróleo, y seguramente que sí, puesto que su sueldo no creo que le diera para la vida que llevan; y también tomó muchas decisiones autoritarias, pero consiguió sacar el país adelante y proporcionar estabilidad”.
Seguimos hablando de los cambios políticos y las consecuencias que estaban teniendo para la marcha del país. El ex presidente Saleh se aferró al poder durante 34 años hasta que en 2012 las protestas de gran parte de la población, dentro de los movimientos de la Primavera Árabe, le obligaron a dejar a retirarse.
Su sustituto fue el vicepresidente Abd Rabbuh Mansur al-Hadi, que ganó unas elecciones en las que fue el único candidato. Hace un mes, al-Hadi renunció a la presidencia por las presiones de los rebeldes Huthi, una minoría zaydí (rama del islam chií que sigue un tercio de los yemeníes). Los rebeldes, que reclaman más poder en la estructuras de gobierno, ya controlan Saná y avanzan hacia el sur del país. Allí se están produciendo duros enfrentamientos contra una importante resistencia suní (el grupo más numeroso del país).
Ante la falta de transparencia y de principios democráticos que apuntaban mis comentarios, el sastre volvió a insistirme en la importancia de la estabilidad, un argumento al que también se aferran la mayoría de potencias occidentales para legitimar el antiguo mandato. Con gesto incrédulo le miré y le dije que la estabilidad no era justificación para ese tipo de prácticas.
Yasser dejó de coser y la expresión de su cara empezó a arrugarse. “¿Tú no sabes lo que está pasando ahora? Los problemas entre chiís y sunís son muy serios, hemos llegado a un punto de muy difícil solución. Ahora hay odio, ansias de poder y puntos de vista totalmente diferentes sobre cómo poner fin a esta situación”. Con un pantalón en una mano y las gafas en la otra, miró al cielo y dijo: “solo Alá puede devolver la paz a esta tierra”.
La conversación se había terminado. No le había ofendido, pero la imagen del oscuro futuro de Yemen, de la que los dos éramos conscientes, había dejado tocado a aquel humilde hombre. Me despedí amablemente de Yasser y le agradecí el buena rato juntos. Cariñoso, el sastre se levanto y me dijo: “cuando quieras dejar esos jeans occidentales y ser uno más de los nuestros ven a verme y te haré la túnica más elegante de Oriente”. Me eché a reír y le prometí que si necesitaba una, sin duda, él sería mi sastre.
Era mediodía y el hambre me llamaba. Paré a comer un kebab de cordero. Mientras condimentaba aquel pedazo de pan con carne y verduras varias le pregunté al cocinero de aquel maloliente cuchitril si creía que con los cambios recientes las cosas iban a mejorar. Enrollando el kebab y sin casi inmutarse me dijo que no sabía, que le daba igual. Me di cuenta que en Yemen también había gente con miedo.
Tras saciar el apetito, escuché la llamada a la oración desde los cientos de alminares de Saná. Decidí acercarme a las puertas de una mezquita de Al-Jami Al-Kabir. Estos templos son siempre un buen lugar para tomar el pulso a una ciudad. Allí, de nuevo, me sorprendió la gran presencia de fuerzas militares. Grupos de rebeldes paseaban fuertemente armados por los aledaños del templo. En una esquina, unos chavales jugaban a las canicas mientras sus padres rezaban al otro lado del muro.
Un soldado se acercó y me pidió la documentación. Como no hablaba nada de inglés, Awrala (mi guía) me echó una mano. El rebelde chií sonrió cuando vio mi procedencia y me dijo: “¡Fútbol! ¿Real Madrid o Barcelona?”. Le dije que de ninguno, que yo apoyaba a un equipo humilde llamado Celta de Vigo. El afirmó, “yo del Manchester United, pero me encanta la liga española”. Tras un difícil intercambio de palabras me dijo amistosamente que no me quedara por allí, que volviera a mi hotel.
Más tarde, cerca del mercado de especies, conocí a Mohamed que venía con su hijo y su sobrino de la oración. Los tres iban elegantísimos. Túnicas blancas y azul impecables, americanas perfectamente planchadas, sus jambias (daga de hoja curva típica en la toda la península arábica) reluciente en la cintura y bien peinados. Empezó preguntándome qué hacía en Saná, comentamos algunas trivialidades y terminamos hablando del caos que se había apoderado de Yemen.
Apoyados en un tienda del zoco Al Milh que tenía echado el cierre, Mohamed me dijo que en Yemen nunca hubo problemas entre dos facciones como está ocurriendo ahora, pero que hay demasiados intereses de otros países por controlar esta zona y ese es el motivó que está desestabilizando el Estado.
“Abd-Rabbu Mansour Hadi [el último presidente] fue débil, no aguantó la presión. Los rebeldes Huthi, que estoy seguro que son financiados por Irán, están aprovechando la situación. Son solo un tercio de la población, pero ese apoyo exterior les permitió dar un golpe de estado e intentar hacerse con el control, de otra forma no podrían”, aseguró.
Parece probado que en ambos lados hay intereses extranjeros que buscan controlar el país estratégico para el comercio en el mar Rojo. Irán busca aumentar su influencia en la zona. Arabia Saudí quiere estabilidad en el otro lado de su frontera. Y mientras tanto el resto de potencias no quieren problemas en Yemen que puedan afectar al comercio mundial del petróleo. Además, Al Qaeda, aliándose con los suní, no está dejando pasar la oportunidad que le brinda el caos reinante para hacerse fuerte en el sur del país.
La conversación estaba muy interesante, pero un grupo de soldados me miraban extrañados desde el fondo de la calle. No esperé a que vinieran a preguntarme qué hacía allí y me despedí de Mohamed. Abandoné el casco histórico y me dirigí a la mezquita de Al-Saleh.
Caminaba por Haddah St cuando me inquieté por el alboroto. Una decena de pick ups y utilitarios avanzaban por la avenida haciendo sonar enérgicamente sus cláxones. Por las ventanas de los vehículos soldados con diferentes uniformes mostraban sus armas y gritaban consignas.
Me eché a un lado y, con ayuda de mi guía, le pregunté a dos mujeres que pasaban por la calle qué estaba pasando. “Es una demostración de fuerza, lo hacen varias veces al día para que no olvidemos que siguen aquí”, me dijo una mujer de ojos pintados resguardada tras un velo negro. Esta imagen, sumada a las que ya había visto a lo largo del día, me hizo recapacitar. Era el momento de decir adiós a Yemen.
Callejeando por la ciudad nueva de Saná pensaba en la difícil situación que están viviendo. Los problemas históricos entre el norte y el sur de Yemen están siendo aprovechados por potencias extranjeras para ganar influencia en el país. Por si el conflicto político fuera poco hay una altísima tasa de desempleo, una gran población joven con un pobre futuro y una tremenda necesidad de desarrollo. Si el Consejo de Paz, que cuenta con el apoyo de la ONU, no consigue que las dos partes lleguen a un acuerdo las posibilidades de guerra civil son muy altas.
Cayendo la tarde y a punto de despedirme le pregunté a mi guía qué pensaba él de todo lo que estaba ocurriendo en Yemen. Frunciendo su mal recortado bigote, me pasó el brazo por el hombro y me dijo “yo nací a las afueras de Mogadiscio. Emigré aquí hace 24 años escapando de una guerra. Ahora, con toda mi vida en Saná, no me quiero ir, pero si la guerra estalla tengo que poner a mi familia a salvo en algún lugar”.
Ahmed sentenció: “deben producirse cambios importantes que satisfagan a las dos partes. Porque si el grupo suní o el chií imponen su posición, el conflicto armado no tardará en estallar, y una vez que empieza, nunca sabes cuando ni como acaba. Mira a mi querida Somalia, día a día continúa desangrándose”.
Esta crónica fue escrita a mediados de marzo de este año, poco antes de que se produjeran los atentados en las mezquitas de Saná y comenzara la ofensiva encabezada por Arabia Saudí en Yemen.
Lalo García, politólogo de formación y profesional del periodismo, trabajó en el ámbito de la comunicación y la cultura durante varios años. Actualmente escribe, fotografía y viaja. Algunas de sus crónicas las comparte en Donde hay un deseo.