Un grupo de adolescentes palestinas entran en una escuela para mujeres a las nueve de la mañana. Yenín. Foto: Iara M. Búa
Yenín. Su luz de la mañana era blanca. Se colaba a través de los cristales de la ventana. Eran diáfanos, sin persianas, con cortinas de tela ligera y de colores claros. La luz entraba en la habitación de manera suave, como si fuera una ola que se deshace antes de fundirse en la arena de la playa, rompiéndose entre sus piedras. Venía acompañada del sonido de las voces de los árabes llamando a los fieles a rezar. Sonaban como una melodía; parecía que estuvieran cantando, aunque solo hablaban. Eran las ocho y media de la mañana, del mes de mayo, 2012. Su luz entraba siempre a la misma hora. Era mi mejor despertador.
Pero en las crónicas de los de periodistas, huéspedes de la ciudad palestina, no estaba escrito cómo era su fotograma de la mañana, ni las voces de los árabes que parecían piezas extraídas del lenguaje de una partitura. Su campamento de refugiados pasó a la historia porque el 11 de abril del 2002 se produjo la Batalla de Yenín. Las Fuerzas de Defensa Israelíes entraron en el campo. Dispararon a civiles. El portavoz de las Fuerzas de Defensa Israelíes dijo que era “una plataforma donde se concentraban terroristas que atacaban a los israelíes de los alrededores”. Allí había miembros de las Brigadas de Al-Aqsa, un grupo considerado terrorista por Israel. Y héroes en Yenín.
Uno de los miembros que había combatido en las brigadas era Zakaria Zubeidi, amigo de Juliano Mer, fundador del Teatro de la Libertad en el que me alojaba. Aunque no llegué a conocer a ninguno. El primero estaba en una de las cárceles de la Autoridad Palestina (ya ha sido puesto en libertad), y el segundo fue asesinado en el 2011. A día de hoy, Israel sigue investigando quién fue el culpable. Como contaba antes, era mayo del 2012. Desde aquella los acontecimientos en mi vida se precipitaron como si formaran parte de un huracán infinito. Con ritmos frenéticos.
Saber era un chico de 18 años al que le daba clase de teatro. A él y a un grupo formado por cuatro palestinos más. Era un artista y una persona con carácter provocativo. Solía venir a clase con el pelo rapado, gafas de sol de marca americana, camisa de cuadros pegada al cuerpo y pantalones cortos, con zapatillas de colores fosforitos. Llamaba la atención entre los vecinos del pueblo. Yenín es una ciudad muy conservadora, no estaba permitido para los hombres que enseñaran las piernas de rodilla para abajo. Pero a él le daba igual. Recuerdo que vivía solo en una pequeña casa humilde, en una habitación, con una gran televisión, un sofá y una alfombra. Un día me invitó –a mí y a Sarah Tuck (fotógrafa del teatro)– a cenar pollo en la casa de su madre. En la puerta había una foto de su difunto padre.
–Lo mataron durante la Segunda Intifada (duró hasta el 2005) –dijo Saber. Traducía las palabras de su madre, del árabe al inglés.
La comida siguió. Para los palestinos era normal hablar de la muerte. Formaba parte de sus conversaciones cotidianas. Casi todos habían perdido algún familiar o amigo. Igual que los israelíes. Al finalizar el café árabe, Saber nos acompañó a nuestras habitaciones de invitadas del teatro. No porque fuera peligroso, sino porque en Palestina las mujeres nunca caminan solas por la noche. Recuerdo el sonido de la rueda de su bicicleta sorteando los baches del asfalto, las calles y carreteras estaban plagadas de agujeros en Yenín. Saber no iba montado en ella, sino que caminaba a su lado, arrastrándola por el manillar con la mano.
–A mi padre lo mataron antes de que entrara en la ambulancia. Aunque ya le habían disparado antes, por la mañana. Fue a dar un paseo por el pueblo, estaba sentado y un israelí vestido de paisano le disparó en la pierna. Entre varios vecinos consiguieron llevarle a casa. Mi madre estaba dentro con mis hermanos. Yo también estaba. Ella le vendó la pierna y llamaron a la ambulancia. Uno de mis hermanos le ayudó a incorporarse. Al salir del portal de casa, y comenzar a andar hasta el vehículo, le volvieron a disparar. Murió.
Diez metros. Fue la distancia en la que su padre perdió la vida. Tras los disparos cayó al suelo en un lugar que ahora está marcado con una placa. Y su nombre escrita en ella. Saber contaba la historia con una normalidad impertérrita, mientras seguía tirando del manillar de su bicicleta. Los palestinos están acostumbrados a hablar sobre la muerte.
Esa historia la viví hace casi un año. He escrito sobre Yenín, pero nunca sobre este recuerdo. Salió hoy del desván de mi memoria porque hoy fui a leer el periódico a un restaurante indio de mi barrió, Lavapiés (Madrid). Dentro se escuchaba una música oriental. Mire por la ventana, la luz del exterior era casi blanca. Me recordó a Yenín. Y a mi despertador de las ocho y media de la mañana. Puede que mi memoria también se haya vuelto impertérrita.
Saber, en una actuación posterior a nuesta conversación. Foto: Iara M. Búa