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Yo, Daniel Blake, un inventario de los males sociales

 

Yo, Daniel Blake, la nueva película de Ken Loach, es un inventario de todos los problemas sociales de nuestro tiempo. En primer lugar, de la burocratización de los servicios sociales, su despersonalización y su inhumanidad. Los servicios sociales británicos que retrata Loach al alimón con su guionista Paul Laverty borran la ciudadanía tanto de quienes los necesitan como de quienes los atienden, de quienes los prestan. Y ello porque están diseñados desde la desconfianza y el recelo a quienes los utilizan, a quienes culpan de su situación, a quienes ponen bajo sospecha porque no se pueden valer por sí mismos y, por tanto, bajo su filosofía, suponen una carga que los demás no tienen porqué asumir si no es a cambio de muy estrictas condiciones.

 

La culpabilización de la pobreza es la premisa bajo la que funcionan unos servicios sociales que tampoco confían en los profesionales que los prestan y a los que se trata de borrar la vocación con la que comenzaron a desempeñar su labor. También a ellos se les controla para que no se salgan nunca del formulario, para que no se extralimiten, para que no manifiesten una mínima empatía y para que disciplinen a los pobres, para que les den lecciones, castigos, si llegan cinco minutos tarde a la cita con el trabajador social porque el transporte público se les ha dado mal o si escriben su currículum a lápiz porque ésa ha sido su herramienta de toda la vida en la carpintería.

 

Esa autoridad de los funcionarios (o trabajadores de la subcontrata del Estado) necesita el refuerzo de guardias de seguridad e incluso de la policía: porque la pobreza y la reclamación de los clásicos derechos de ciudadanía a veces se convierten en delitos. Y, además, requiere apelar a un ente extraño, al que decide si uno tiene derecho a una prestación, o no, que es invisible, que nunca se convierte en un interlocutor, al que nunca se le pueden pedir explicaciones, pero que a veces da miedo, mucho miedo. Porque parece que no hay derechos por escrito, no hay normas, uno depende de la arbitrariedad de la autoridad decisoria. Tampoco se sabe muy bien qué técnicos son los que valoran ni en función de qué criterios. La externalización de este tipo de funciones provoca que en su realización entren en juego criterios empresariales que pueden explicar esas actitudes.

 

El sentimiento de culpa, el miedo al castigo (económico, la suspensión de la prestación o el retraso en su percepción) y el total desamparo por no saber a quién recurrir hunden el ánimo de quienes tenían una vida humilde de clase trabajadora pero digna, y un bache, una enfermedad, puede poner en riesgo hasta su vida.

 

Junto a la burocratización, el sinsentido de las normas, otra crítica a los servicios sociales que vierte Loach es al “hágaselo usted mismo” que impera ya en todos los ámbitos de la vida: todo se lo puede hacer uno mismo gracias a internet. Es un gran avance, pero una gran condena a la exclusión a quienes no se las ven a diario con los ordenadores y con la red. Pensamos que internet democratiza la información y el conocimiento, pero nos olvidamos demasiado a menudo de la brecha digital. Y de la merma de puestos de trabajo que implica.

 

El funcionamiento de los servicios sociales, las dificultades de acceso a la red, provocan lo más duro de todo: que un bache, una enfermedad, la pérdida de un trabajo, un accidente común en la vida, sea la puerta de entrada a una más que probable senda hacia la pobreza, primero, y la exclusión social, después. Y más rápido de lo que uno pueda pensar: los salarios de amplias capas de la población sólo dan para vivir al día y dejar de contar con ellos un mes y otro y otro implica inmediatamente pequeños impagos tras los que luego pueden venir los importantes, como el de la propia vivienda. Después de un poco de lucha, llega el cansancio, la impotencia y la desesperanza, llega la vergüenza de pedir, de acudir a pequeños hurtos, a las organizaciones de beneficencia, la humillación de vender lo más preciado, pero muy depreciado, ante la desesperación que huele el comprador que luego obtendrá un margen sustancioso tras revenderlo.

 

Sí, el Estado puede proporcionar viviendas a quienes tienen problemas. En la película sucede. Pero muchas veces la proporciona lejos del ambiente de quien ha llegado a una situación límite, lejos de su red de apoyo, lo que intensifica la sensación de desarraigo y desvalimiento, porque hay que volver a empezar, algo siempre difícil, en condiciones muy malas. Y, en esta situación, las mujeres son más vulnerables, porque, ante esa debilidad, con frecuencia hay alguien que les ofrece comerciar con su cuerpo para sobrevivir, para dar de comer a sus hijos, a quienes nunca falta un plato de lo que sea aunque ellas no prueben bocado durante días. Como los mercaderes que comercian con objetos, los traficantes de personas también huelen la desesperación de las madres solas y pobres y no están dispuestos a renunciar al botín que les pueden proporcionar sus lágrimas.

 

Laverty y Loach no pasan por alto las consecuencias de la pobreza en la salud de los mayores y también de los pequeños, sobre todo, en la huella que una vida mísera dejará para siempre en los niños, una cicatriz que no se borrará de su cuerpo, y tampoco de su mente. Una infancia pobre será un trauma difícilmente superable y, seguramente, les empuje a repetir la vida de sus padres, puesto que lo que hace el Estado por las familias no es suficiente para impedir la reproducción de la pobreza generación tras generación.

 

El único hálito de esperanza que desprende Yo, Daniel Blake, es el apoyo mutuo que se prestan los más vulnerables. Aunque no cae en un exceso de complacencia ni de optimismo, puesto que el final muestra que no es suficiente. La cooperación entre los débiles es nada salvo el pequeño síntoma de que el humanismo no ha muerto. Lo que se necesita es otra cosa, que pasa por la redistribución de la renta y la riqueza por la vía de un Estado que intervenga en la recaudación de recursos para luego asegurar prestaciones destinadas a quienes la vida les ha jugado una mala pasada sin echarles la culpa ni tratarles como sospechosos y presuntos culpables a los que es mejor tratar de borrar de las estadísticas para salir bien en la foto de los datos macroeconómicos.

 

 

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