No deja de ser curioso que la guerra no haya sido siempre lo mismo, a pesar de que siempre ha tenido como denominador común lucha por el espacio, recursos, gentes –con heridos, secuestros, violaciones, muerte y destrucción. La guerra, como fenómeno, tiene historia. No es el crimen, suscitado por este o aquel motivo: la guerra supone una determinada organización de un grupo o grupos contra otros y moviliza aspectos que atañen a lo social y a la vida más íntima. La filosofía y el espíritu de la guerra no han sido siempre los mismos. La guerra del Peloponeso no es la misma que la llevada a cabo contra Irak en 2003, o las más recientes, asistidas por drones y por computadoras desde lugares remotos, sin Áyax ni Aquiles. Siempre se ha lamentado la muerte en la guerra, sea del héroe, del hijo, del padre… Hay reconocimiento del enemigo como héroe en la Ilíada; y en textos mesopotámicos, de los antiguos chinos o los reunidos en la Biblia, se mencionan los males, pero también las maravillas de las guerras. La conciencia crítica de la guerra como mal en sí misma es una percepción moderna que se da a partir del cambio paradigmático de la Ilustración.
Los textos más antiguos sobre táctica militar se hayan en la China, como el de Sun Tzu, que fue traducido al francés en 1772 e influyó en Clausewitz. Griegos y latinos escribieron sus tratados al respecto. El tema es amplio, y abarca desde las guerras tribales más primitivas (como las estudiadas por Lévi-Strauss y otros antropólogos) a las llevadas a cabo por las expansiones de imperios como el romano o el español, de significados y consecuencias muy diversos. Pero para nuestro tema, que es el de la reacción crítica ante la guerra, hay que recordar que en todo lo que se conoce, la guerra ha provocado tanta repulsión como atracción. Es un extremo de lo social y de lo humano, un límite y también lo ilimitado por suponer el desfondamiento de los presupuestos en los que se funda la convivencia y el Estado. En su seno, pintores como Goya, Otto Dix o Picasso, han expresado lo más inextricable de su aspecto convulsivo y revulsivo.
En la historia occidental cristiana se ha dado una división entre pueblo y guerrero. Según el gran y un poco olvidado ensayista francés Roger Caillois (en La cuesta de la guerra, 1963), fue Jacobo Antoine Hipólito de Guibert (1743-1790) quien señaló, en su obra Essai Général de Tactique, la necesidad de transformar el concepto y la realidad de la guerra. De Guibert pensó –y esta fue su novedad, elogiada por Voltaire– que un buen ejército tenía que ser nacional, y por lo tanto el soldado debía ser ciudadano y el ciudadano, soldado. De aquí al servicio militar obligatorio hay un paso. Hombre progresista, supone que las guerras serán menos sangrientas y más técnicas, como corresponde a un tiempo influido por las Luces en todos los dominios sociales. Observa en su tiempo –él que era un militar importante– que los ejércitos europeos no están fundamentados en el honor y el patriotismo: son ejércitos de los gobiernos, pero no de las naciones. Pronto eso cambiaría: la democracia adviene al tiempo que la guerra total y la República, a diferencia del Antiguo Régimen, no diferencia entre los derechos del ciudadano y los del soldado. En 1791, Saint-Just pide con energía la abolición del ejército profesional y el establecimiento de la conscripción: los ciudadanos fueron reclutados en nombre de la nación, pero De Guibert ya no pudo verlo, y quien pensó esa novedad fue Clausewitz, cuyos escritos fueron publicados en 1832, inmediatamente después de su muerte, bajo el título De la guerra.
El primer intelectual en términos modernos, Voltaire, había escrito una sátira magnífica de los motivos de la guerra en media página de su Diccionario filosófico, pero no fueron pocos los que echaban de menos el antiguo estatuto de la guerra y del guerrero, como Joseph de Maistre (escritor tan sutil como reaccionario). Oigámoslo: “Se mataba, sin duda, se quemaba, se asolaba, incluso se cometían, si queréis, miles y miles de crímenes inútiles, pero sin embargo se empezaba la guerra en el mes de mayo; se termina en diciembre; se dormía bajo techo; el soldado sólo combatía al soldado. Las naciones jamás entraban en guerra, y todo lo débil era sagrado” (en Caillois, op. cit.). En el siglo XX, la defensa ilustrada del guerrero antiguo frente al profesional, la llevó a cabo Ernest Jünger, un escritor notable, complejo, que participó en las dos grandes contiendas. Tras un siglo de guerras terribles, nosotros avanzamos en el XXI satisfaciendo, sobre todo la juventud, nuestro instinto guerrero, en los “burdeles” imaginarios de los videos juegos de guerra, a veces interactivos, en los que nuestras pulsiones depredativas obtienen sus presas virtuales. ¿Lo imaginario y lo real están muy separados en nuestra mente? Algunos dirán rápidamente que sí, que tras las batallas de esos juegos no hay cadáveres esparcidos por la habitación, y esa información determina nuestra realidad subjetiva. Cierto, pero ese imaginario bélico hace del otro nuestro objetivo a abolir: supone en alguna medida una educación de nuestra sensibilidad, de nuestro erotismo (no necesariamente positivo) y de nuestros miedos, tan ancestrales como recientes. Añado que esta pasión por la ruina, por la belleza bélica, tuvo en la guerra franco-prusiana –como nos cuenta Laurence Betrand Dorléac en un texto contenido en su edición de Les desastres de la guerre 1800-2014– un comienzo de frivolidad, cuando la agencia Thomas Cook, el creador de la primera oficina turística, organizaba viajes para los curiosos extranjeros a través de un París destruido en parte. La estética de la ruina, de lo caído. Hoy hacemos ese tour desde la televisión, tumbados en el sofá.
Las guerras han supuesto, en cualquier momento de la humanidad, la posibilidad de redistribuir las fuerzas y las disposiciones. Por otro lado, son un paroxismo de la vida, una explosión (es la idea de algunos pensadores del XX, como Bataille, heredero sublime de Freud) en la que el individuo puede llegar a sentir, perdiendo precisamente su individualidad, un espacio sagrado, así sea perverso. Los extremos de las manifestaciones humanas se apoyan a veces en elementos semejantes, como la fiesta y la guerra, que suponen la experiencia de lo sagrado: disipación de los recursos, derroche de la energía psíquica. Como en la fiesta, las leyes de lo social se suspenden y se adaptan o se transforman en las condiciones de la guerra. Todo es posible bajo una nueva y transgresora legitimidad. Lo fuerte se debilita bajo el peso colectivo y bullente del soldado, y toda la articulación que sostenía los preceptos de lo social se disipa o se hunde en el fango: un nosotros avanza haciendo estallar lo que creíamos firme y duradero y sobre lo que habíamos levantado lo que denominamos cultura y civilización. La guerra, por muy focalizada que se dé, es la puesta en cuestión de todo pacto social, y de todo límite humano. Ciertamente, al otro lado de la simetría, está la piedad y la compasión (amor es una palabra demasiado pasional e intensa), dirigidos hacia la afirmación del otro, no como una transgresión que supone la muerte o destrucción del otro, aunque pueda rozar, en su desenvolvimiento, estos extremos.
El otro en la guerra es fundamental, pero supone el triunfo de Tánatos, como vio en un análisis lúcido Sigmund Freud al comienzo de la Primera Guerra Mundial, quien propuso una visión de la vida humana como una tensión entre dos principios: Eros y Thanatos. Hay en el acto de la guerra una pulsión de tabla rasa aliada a una afirmación extática. Su complejidad excede este texto y mis conocimientos, pero parece evidente, hoy como ayer, lo que el filósofo Thomas Hobbes pensó respecto al Estado: neutralización de la condición natural guerrera del hombre, aceptemos o no si hay una naturaleza primera, en los términos de Hobbes o de Rousseau. El Estado entendido como resultado de “que un hombre esté dispuesto, cuando otros también lo están tanto como él, a renunciar a su derecho a toda cosa en pro de la paz y defensa propia que considere necesaria, y se contente con tanta libertad contra otros hombres como consentiría a otros hombres contra el mismo” (Leviatán, 1651). Debajo de ese pacto late un mundo difícil de mirar, que, de hecho, según Goya, No se puede mirar, como reza uno de sus aguafuertes sobre la guerra.
Desde el XIX, junto al guerrero de profesión, el mercenario o de casta, nacen las naciones armadas y el ciudadano guerrero. Nada se civiliza por ello, sino que la milicia inunda la totalidad de los espacios. Y esa ubicuidad y sus facetas serían recogidas por los artistas, tanto en dibujos y grabados como en oleos de grandes dimensiones –con el primer y aislado antecedente de Jacques Callot (Les misères et les malheurs de la guerre, 1633)– desde comienzos del siglo XIX, sumándose pronto la fotografía, como veremos luego. En cuanto a la literatura, por su significado especial podemos escoger en ese mismo siglo, entre un número muy grande de obras, La cartuja de Parma de Stendhal y La guerra y la paz de Tolstói. Es célebre la escena del escritor francés en la que Fabrice encuentra a un soldado muerto, atravesado en el camino. Se acerca al cadáver y ve su rostro desfigurado por una bala, y observa que ha fallecido con un ojo abierto. “Lo que sobre todo le causa horror” –dice el narrador– “es ese ojo abierto”. ¿Qué ha visto ese ojo? ¿Y qué ve Fabrice en ese ojo que no ya no ve? ¿Qué hay en esa mirada opaca y fija que no deja de inquietarnos?
La Gran Guerra (1914-1918) fue pródiga también en testimonios novelísticos, y uno, quizás no definitivo en términos literarios, no de los más memorables, pero sí por su repercusión, fue la novela Sin novedad en el frente (1929) de Erich Maria Remarque, un verdadero best seller en muchas lenguas europeas, en la cual su autor se propuso tanto la crítica de la guerra, signada por un automatismo nihilista, como abrir un espacio hacia la paz social a esa generación destrozada. Esta obra tuvo pronto, en 1930, una versión cinematográfica de enorme éxito, un filme dirigido por Lewis Milestone. Su exhibición en Berlín fue abortada por matones nazis dirigidos por Joseph Goebbels. De un calado literario en ocasiones mayor fueron las novelas de Arnold Zweig, Ernest Hemingway o Richard Aldington. O las memorias de Robert Graves (Adiós a todo eso, 1929), donde al tiempo que refleja el horror, con una prosa tan exacta y literaria como la de las memorias, sobre el mismo periodo, de Gerald Brenan, exalta el espíritu vivificador de la guerra. El arte se propuso estar en el lugar del testimonio, o, lo diremos de otra forma: el arte como la posibilidad de ver lo que nuestros ojos, literalmente, no ven.
En otro orden, y en relación al aspecto central de nuestro tema, menciono una obra tan singular como tajante en su actitud crítica: Los últimos días de la humanidad (1915-1922), de Karl Kraus, que fustigó con una agudeza que supone el análisis moral de la lengua, todos los aspectos del belicismo de la Gran Guerra, abarcando a políticos, asesinos, intelectuales, periodistas… todos, en definitiva, los que sumaron sus palabras y hechos al belicismo. “Los últimos días de la humanidad –afirma Adan Kovacsics en su reciente ensayo Guerra y lenguaje (2007)– es un drama, pero sobre todo una obra lingüística que reproduce las voces de la guerra”. Las voces de la guerra, ¿no fue eso lo que oyó con sus ojos el gran sordo español, Goya? Las voces, también, poco después, del totalitarismo, cuyo análisis temprano llevó a cabo Victor Klemperer en La lengua del Tercer Reich (1947, pero escrito desde el inicio del nacionalsocialismo), además de en su monumental Quiero dar testimonio hasta el final: Diarios 1933-1941. Pero no debemos cerrar los ojos ante los hechos, quiero decir, ante la ciega fascinación respecto a la contienda. Como ha estudiado Modris Eksteins en La consagración de la primavera. La gran guerra y el nacimiento de los tiempos modernos (2014), “La mayoría de los intelectuales, a pesar de orgullosas proclamaciones de independencia y toma racional de decisiones, respondió a las lealtades nacionales enraizadas y se comportó de manera acorde con esto”.
Los vanguardistas, desde su nombre mismo, no fueron ajenos al entusiasmo por la guerra, y sólo hay que oír la bufonada terrible del dadaísta Hugo Ball: “La guerra es nuestro burdel”. Son conocidas las posturas de Ernest Jünger y Drieu la Rochelle, que glorificaban el belicismo, hasta el punto de que el autor de Gilles agradecía que la guerra sacara al pueblo del letargo afirmando los valores fuertes. Otro escritor francés atraído por la violencia, Henri de Montherlant, autor de El caos y la noche, encontró en la guerra, según su confesión, la única realidad que le permitía admirar a los hombres. (Y qué duda cabe que en ella se dan probablemente los momentos de mayor generosidad y desprendimiento, de heroísmo). Las iglesias, nada ajenas a la santificación de las guerras para extender el terreno a la metafísica (véase Tuez-les toust! (2016), de Elie Barnavi y Anthony Rowley, una obra sintética y valiosa), también vistieron a sus Cristos de caqui y les pidieron que acabaran con todos, como ese obispo de Londres que demandaba que mataran a todos los alemanes, a los buenos y a los malos, a los viejos y a los jóvenes (ya Dios reconocerá a los suyos…). El mismo y sensible lírico Guillaume Apollinaire, padre teórico del arte moderno, y que participó en la guerra como soldado, siendo herido de gravedad en la cabeza, exaltó su belleza, como lo hicieron muchos pintores, tanto en relación con la primera, como con la Guerra Civil Española o la Segunda Guerra Mundial, siempre bajo el signo de la idealización, de la exaltación propagandística de una causa o una nación, es decir: desde la abstracción o la idea; todo lo contrario de la crítica, cuyas imágenes ofrecen el dolor y la destrucción concretos, eso que el ojo muerto del solado del La Chartreuse parece haber visto, siquiera por un instante, para siempre. Es cierto, luego, desde la extensión del tiempo y la reflexión, la mayoría de esos intelectuales, escritores y artistas, se arrepintió, horrorizada, ante los hechos y sus consecuencias. Alguno, heredero de Goya, como Otto Dix, dejó un testimonio duro (del sarcasmo a lo revulsivo) de lo que primeramente había vivido con una ilusión exaltada y sostenida por lo irracional.
Aunque Jacques Callot nos mostró, en las 18 planchas de 1633, antes que nadie, la particularización de la destrucción y dolor de la guerra, su manera de ofrecernos esas imágenes, sin duda de un valor grande, está lejos de haberse apropiado de la radicalidad de los hechos, de lo que ahí sucede. Callot nos cuenta de manera metódica desde el reclutamiento al final del movimiento, en el que el príncipe distribuye dádivas, pasando por los episodios de muertes, dolor, venganzas, etcétera. Los personajes son pequeños en relación a los contextos, reales a pesar de sus deformaciones, pero no parecen interpelar emocionalmente al espectador. Al contemplador de estas obras, el hombre del XVII, contemporáneo de Molière, les haría pensar en la medida que suponían la reflexión sobre un tema. Por otro lado, Callot es un caso extraño, una sensibilidad y conciencia aislada que mostró las penas y miserias de la invasión de la Lorena por las tropas de Luis XIII, que enfrentó a reformistas y contrarreformistas. Obra minuciosa y compasiva, aunque insisto que algo alejada de la conciencia más sensible, por sus procedimientos y actitud burlesca debió de influir en Goya. De cualquier modo, es su gran antecedente. Algunos críticos franceses han unido en ocasiones a Géricault con Goya. No hay duda de que hay en obras como en Coracero herido (y sus borradores) una sensibilidad especial hacia el sufrimiento, pero está muy lejos de Goya. Lo está, no por su tema, más cerca en la prodigiosa La balsa de la Medusa (1819) sino por las torsiones de los cuerpos, el dramatismo dinámico, etcétera. Y, naturalmente, está cercano al español en sus estudios sobre los rostros de los locos, llevados a cabo entre 1821 y 1824.
La desolación de la campaña de Napoleón en Rusia fue un momento clave para la conciencia sobre lo terrible de la guerra, aunque no por eso, como hemos visto, íbamos a aprender: ya hemos indicado, aunque sea de pasada aludiendo a Freud, a Bataille y Caillois, el difícil fondo de nuestros fundamentos emocionales. Tampoco los alemanes aprendieron del fracaso de Napoleón en su incursión rusa, que había movilizado a más de un millón de hombres frente a las grandes extensiones de nieve, desierto blanco no exento de espejismos. Géricault dio testimonio de este abatimiento en diversas obras menores, dentro ya de una perspectiva romántica ajena a la exaltación heroica. Sin embargo, tal vez sean más notables en su aspecto de crítica y visión del “desastre”, obras como Retirada de Rusia (1938), de Bernard-Édouard Swebach; y, sin duda, Episodio de la retirada de Moscú, 1835, de Joseph-Ferdinand Boissard de Boisdenier. No asistimos a un testimonio, porque es una obra ejecutada más de cuarenta años después del suceso, y en este sentido es una lectura histórica, en la que Boissard expresa la compasión ante la fragilidad de la naturaleza (dos soldados y un caballo, tal vez muertos, en un escenario de nieve y soledad). No es la pintura del héroe clásico, caro a David, sino la figura corriente, individualizada en lo que tiene de común con cualquiera: la vida y la muerte. Fraternidad ante la orfandad del dolor y de la carencia, en la proximidad de la muerte, frente, tal vez, al orgullo y lo desmedido de empresas como las de las guerras napoleónicas (1803-1805) y tantas otras antes y después, aunque con significados distintos.
Hay un desplazamiento, entre finales del XVIII y comienzos del XIX, con oscilaciones y matices importantes, de la exaltación de la razón y la afirmación acentuada del mundo exterior (Ilustración) hacia la subjetividad y la interioridad (Romanticismo), que no excluye, sino que transforma, el testimonio de lo real: el mundo no deja de existir, sino que su existencia se vincula de manera profunda con los sentidos que constituyen mi irreductible percepción. El sueño comienza a ser la otra vida de esta vida. Y Goya dirá, en frase ambigua, que “el sueño de la razón produce monstruos”, que sirve tanto para inclinarnos a pensar que el adormecimiento del razonamiento es productor de males (clasicismo ilustrado), como que la razón, puesta a soñar, produce monstruosidades (romanticismo crítico).
Francisco de Goya es el precursor de lo que podríamos denominar, en términos sociales, conciencia crítica de la imagen. Hay un antes y un después de ciertos grabados y dibujos suyos, sobre todo los denominados Desastres. La historia es conocida por todos. A petición del general Palafox, Goya viaja entre los días 2 al 8 de octubre de 1808 a Zaragoza, donde se hospeda unas semanas, y es testigo de diversos sucesos de los famosos sitios de la Guerra de la Independencia Española. El fin es hacer un álbum patriótico, y no podemos dudar del rechazo a la invasión napoleónica por parte de Goya. Durante el viaje fue testigo de numerosos sucesos, y también oyó contar relatos sobre asedio, además de contemplar paisajes destruidos: las huellas del paso de las tropas napoleónicas y las reacciones. Los grabados, en material muy deficiente, como parte de su producción en esta época debida a la escasez, fueron realizados entre 1810 y 1815, tal vez hasta algo más tarde para algunos episodios, sobre los bocetos previos de 1808, de los cuales se conservan la mayor parte. Se hicieron dos copias de los 82 grabados, pero permanecieron desconocidas hasta que en 1863 fueron publicados por la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando. Su influencia, por lo tanto, es tardía en relación a su consecución. La fidelidad a los apuntes, como ha mostrado la crítica, es grande y las diferencias señalan al despojamiento anecdótico, parcial, a favor de lo genérico del tema: los lados de los opuestos van desapareciendo y fundiéndose, y lo absurdo y terrible se alza como condición universal de la guerra. Los personajes pertenecen al mundo de la soldadesca francesa y al pueblo. No son individuos reconocibles en una identidad única; su identidad pertenece a ese común en el que nos es fácil reconocernos. Pero no son las figuras de Callot, distantes; los personajes de Goya tienen algo de fotografía esbozada, si se me permite la imagen, y han entrado en nuestras vidas. Esos dibujos y grabados apelan tanto a los sentimientos del que contempla las obras como a su capacidad para observar el dolor y lo absurdo, el descoyuntamiento de la condición humana bajo el “gigante de la guerra”. Aunque, ahora ese gigante está conformado por casos: son ejemplos, facetas, “cosas vistas”, como tituló Victor Hugo sus notables memorias y diarios, que, por cierto, se inician con una crítica de otro Bonaparte, Louis.
El Goya de los Desastres podría ser el antecedente del fotógrafo de guerra. Percibimos en sus grabados un “yo estuve allí”, por un lado, y por el otro la instantaneidad de la imagen. Además, se trata de una mirada narrativa. Los Desastres, con su serie última relacionada con el absolutismo de Fernando VII, pueden leerse como un texto narrativo, hasta el punto de que muchos de sus títulos vienen del grabado anterior, y lo necesitamos para entender qué no dice, como si los grabados fueran secuencias. Son, sí, un reportaje, como lo fueron en otro sentido, los “pliegos de cordel”. Con esta obra y Los fusilamientos del 3 de mayo se abre la modernidad crítica visual en España y en Europa: consciencia de los hechos históricos desde una óptica no ideológica: en rigor, no pinta en nombre de la patria, del rey, del héroe o del soldado, sino de un ser humano despojado y entregado a los excesos de otros. No es extraño que, junto con los descoyuntamientos y decapitaciones, aparezcan numerosas violaciones y niños muertos o violentados por el terror. No es un relato anecdótico, sino una visión reflexiva de una energía sencilla y duradera, cuyo antecedente podemos encontrar en Rembrandt. Me pregunto qué habría escrito Mariano José de Larra, a quien influyó y con quien compartió el espíritu más lúcido de la época, si hubiera podido contemplar estos grabados.
Quiero detenerme, antes de alcanzar el siglo XX, así sea con algunas frases, en algunos momentos de otros artistas, también de algunos fotógrafos, porque lograron dotar a sus obras de una dimensión especial que nos hace inquietarnos no solo por lo que pintan sino por lo que somos en la medida en que apelan a una conciencia moral. Toda obra importante supone (potencialmente) un enriquecimiento del espectador, pero no de la misma manera. Hay obras, como las que estamos mencionando que, al igual que mucha fotografía de guerra, que estudió con lucidez la ensayista y narradora norteamericana Susan Sontag (en Sobre la fotografía y, sobre todo, en Ante el dolor de los demás) son molestas (no procurar instruirnos deleitando…): nos están recordando siempre el poso oscuro de nuestra condición, cuyo rastro y rostro es la Historia. Debemos mencionar, sin pretender ser exhaustivos, a Horace Vernet (1789-1863), que al parecer fue guía de Goya en su visita a París, y sin duda a Antoine-Jean Gros (1771-1835). En febrero de 1807 las tropas francesas y rusas sostuvieron la batalla más sangrienta de la campaña de Rusia, en los llanos de Eylau, al norte de Polonia. El Emperador decidió que se celebrara y Vivan Denon, escritor, coleccionista y director Museo Central de la República, futuro Louvre, convocó un concurso pictórico: fue ganado por Gros, que pintó gentes reales, no idealizadas, cualidad que hizo decir años más tarde a Delacroix, autor de Escenas de las masacres de Scio (1824) que Gros había pintado cadáveres y heridos verdaderos. Ahora bien, como aclara Sébastien Allard (‘De la Bataille d´Eyleu aux massacres de Scio’, texto recogido en Les desastres…) “el realismo de Gros es el de la idea. Afronta el horror de los combates, los expone en primer plano, a la altura del espectador, pero, inscribiendo su obra en la propaganda imperial, la trasciende justificando el sacrificio colectivo por el gesto magnánimo del héroe”. La denuncia de Géricault tampoco alcanza el extremo del espíritu de la obra de Goya, sino que se compadece del estado y abandono de los veteranos y de los soldados que regresan de la guerra desfondados y sin recursos. Son seres reales, retratos personalizados, anti-héroes. La necesidad del Imperio de integrar la guerra en un discurso exaltadamente patriótico, hace aguas en algunas de estas obras que señalan la herida de la historia.
La batalla de Eylau inspiró a muchos artistas, como Simeón Fort (1793-1861), autor de varios paisajes de batallas, vistos a lo lejos, sin apelar a las emociones salvo a las que devengan de la percepción misma del espacio, frío, como si el hielo se hubiera convertido en personaje. A Louis-François Lejeune (1775-1848) se debe un cuadro de grandes proporciones titulado Batalla de Somosierra en Castilla el 30 de noviembre de 1808 (1810), que cito por la fecha y el contexto, para señalar la distancia con Goya. Cerremos esta pequeña sala del Imperio y sus guerras con un soberbio retrato del Emperador: Napoleón 1º en Fontainebleau, el 31 de marzo de 1814, es decir, ante las puertas de la abdicación y del exilio. Todo lo pretendido y todo lo perdido, aliado a un orgullo frío, se hace patente en esta obra maestra de un impacto psicológico lento y terrible, y de una ejecución magistral.
Susan Sontag pensó la fuerza y ambigüedad del testimonio fotográfico con la lucidez que a veces le caracterizaba. Más arriba he mencionado al paisaje de guerra como posible personaje, en ese caso concreto, la nieve: un suelo que hace muro, utilizando una imagen del poeta Luis Rosales. La fotografía, ya muy avanzado el XIX y hasta nuestros días, es un ojo que nos obliga a ver un instante. Si algo radical hay en ella es ese acento del tiempo, que al tiempo que se manifiesta nos abre una pregunta sobre su fragilidad. El pintor y fotógrafo inglés Roger Fanton fue enviado en 1855 a Crimea, en guerra con Gran Bretaña (1854-1856), y está considerado como el primer fotógrafo de guerra. Fanton hizo numerosos clichés, más de trescientos, pero no de las batallas, a las que tuvo dificultades para acceder, sino de las tropas y de los espacios, queriendo trasmitir una cierta normalidad, sobre todo a las familias de los soldados enviados a matar y matarse en un lugar tan lejano a su país… Una de las más célebres es El valle de la Sombra de la Muerte (1855), que debió provoca en algún espectador de la exposición, celebrada a su vuelta, una desolación que no estaba en el propósito del autor ni de la familia real británica… Pero en cambio, Jules Couppier (?-1860) sí que plamó el terror al mostrar, por primera vez en la fotografía, los cadáveres de los combatientes (Cementerio de Malegnano, al día siguiente de la batalla. 7 de junio de 1859). Después de Couppier, otros fotógrafos, como Felice Beato (1836-1909), Alexander Gardner (1821-1882) o Timothy H. O ‘Sullivan (1840-1882) dejaron el diafragma abierto a la verdad última de la guerra.
Hagamos unas incursiones rápidas pero representativas en el siglo XX hasta desembocar en Pablo Picasso y Guernica, tan estudiado como manoseado. El pintor George Grosz (1893-1959) fue soldado en la primera guerra, pero pronto tuvo que ser hospitalizado por enfermedad nerviosa, y declarado no apto para el servicio en 1917. Ya en Berlín pinta su famoso cuadro Explosión (1917), donde la visión de una ciudad, vista desde arriba (de influencia estética futurista), bombardeada, se alía a una atmósfera, roja, de sueño: una pesadilla de sangre; se trata de un cuadro que se abre, como una granada, en una explosión fija. Pero el pintor más singular de este periodo para nuestro tema es otro. La crítica lo ha señalado desde hace años muchas veces: fue el alemán Otto Dix (1891-1969), quien recogió el testigo de la visión crítica con los cincuenta grabados titulados La guerra (1929). Dix fue voluntario, en 1914, en la Gran Guerra, y estuvo en ella hasta el final (1918), otorgándosele la Cruz de Hierro. Sin embargo, su experiencia y su reacción posterior fue la constatación del horror. Expresionista y dadaísta, sus imágenes presentan en muchas ocasiones rostros casi pegados a los nuestros. En Goya hay un desplazamiento hacia una llamada a la emocionalidad, a lo subjetivo que inicia el XIX, además de concebir la naturaleza social como primeramente humana, no estamental o articulada en símbolos, y en Otto Dix se da un paso más hacia interiorización: esos rostros están en nosotros tanto o más que en el cuadro. Es obvio que Dix no sólo se inspira en Goya sino, por poner solo un ejemplo, en Brueghel. Y, por otro lado, en muchas otras obras críticas y satíricas de Dix nos parece asistir al encuentro entre Brueghel, Goya y alguien que no fue pintor: Gogol. La obra del maestro alemán, quien en 1933 fue destituido de su cátedra por el gobierno nazi, fue considerada por el nacionalsocialismo “arte degenerado” y fue expuesta por los nazis como representante de este marbete. La pura coherencia inspiró en 2001, comisariada por Sally Radic, la exposición que, bajo el título de La guerra, presentó obras de estas tres conciencias críticas que lograron, en el límite de la estética, revelar lo terrible: Jacques Callot, Francisco de Goya y Otto Dix. Son obras que se producen en extremo del lenguaje, sobre todo en Goya y Dix, frente al desafío de lo histórico. Quiero decir que hay una tensión entre voluntad de documento y pintura, entre denuncia y búsqueda formal, y por lo tanto muchas de estas obras suponen una experiencia inestable en los límites del lenguaje visual.
El Guernica fue pintado en los meses de mayo y junio de 1937. Aunque utiliza aspectos de la técnica cubista, no es un cuadro cubista; en realidad, Picasso usa libremente modos diversos de su pintura. Es sabido que Picasso hasta entonces se había preocupado poco por la política, y que había sido algo indiferente a la República Española. Su posterior cercanía al comunismo fue tan exterior como evidente. La complejidad de Picasso incluye su ambigüedad respecto a lo social y político, pero parece indiscutible que fue afectado por el bombardeo del pequeño pueblo de Guernica (7.000 habitantes), el 26 de abril de 1937, donde fallecieron a causa de la intervención alemana, bajo la aquiescencia de Franco, 1.654 personas, además de dejar 889 heridos. Picasso estaba rodeado de artistas y escritores franceses con una fuerte conciencia política (Malraux, Eluard), y algún español, como Juan Larrea o José Bergamín. Éste, en compañía de Juan Larrea, Renau, Sert y Max Aub, le encargó en nombre de la República una obra para el pabellón español de la Exposición Internacional de París. Una vez expuesta, la obra no gustó nada a las autoridades españolas: ¿eso era un apoyo a la causa republicana? Ciertamente, no era un cartel (pensemos en Aidez Espagne, de Miró, o en los muchos de Renau). Picasso, que felizmente rehusaba la interpretación de sus obras o cedía a muchas sugerencias, sin duda con una ironía no exenta de juego, no quiso ser un publicista, aunque tuvo alguna tentación. Era un pintor de verdad y sabía que una obra se debe a sus propios presupuestos, que ha de ser fiel a sí misma para ser fiel a su tema. Dora Maar, su amante entonces, pintora y fotógrafa notable, nos dejó un testimonio fotográfico maravilloso de varios de los momentos de la consecución del Guernica. Indiquemos sólo la desaparición del puño cerrado y levantado del guerrero, que había estado en el diseño inicial, y que se convierte en una mano abierta y exangüe del mismo guerrero yaciente que ocupa toda la parte baja de los más de siete metros lineales del cuadro.
Las interpretaciones del Guernica, algunas muy perspicaces y sensatas, han señalado las influencias, préstamos o citas, como queramos, que abarcan el arte sumerio, etrusco, prehispánico, románico, gótico… además de una presencia amplia de la pintura europea desde los siglos XVII al XIX. En cuanto a las conceptuales, Juan Larrea, que lo vio pintar, hizo de esta obra un crisol esotérico de interpretación histórica y profética. Ilyá Ehrenburg, por su parte, percibió en el Guernica una anticipación de la guerra futura. Jean Claire, quien nos ha dado algunas páginas lúcidas sobre el pintor malagueño, la interpretó como una Natividad invertida: no el nacimiento, la muerte. Ciertamente, el espacio podría ser perfectamente el de un pesebre. En la obra hay siete figuras: dos animales, un toro y un caballo, un guerrero muerto (no es un solado moderno) y cuatro mujeres. Se trata de un espacio interior de una casa, modesto, con algún ventanuco alto. El toro carece de fiereza, y el caballo, herido, expresa un enorme dolor. Salvo la muchacha que, desde una ventana alta, introduce en el espacio del dolor una lámpara de esperanza, todos gritan su desolación: las bocas desgarradas y los rostros elevados al cielo. Es un cuadro monocromo: del blanco al negro pasando por una gama de grises. Una suerte de grabado inmenso que encarna la destrucción y el dolor humano y animal. En los aguafuertes de Goya se alcanza a veces esa abolición de los bandos (no en la Historia) en beneficio de un horror humano, no así en Los fusilamientos del 3 de mayo, donde el pueblo español está de un lado, en una suerte de crucifixión iluminada en la parte izquierda de la obra, y del otro lado, una estructura uniforme, anónima, de soldados franceses que ejecutan el fusilamiento. En el Guernica, que probablemente sea una obra de una complejidad muy inferior de la que muchos interpretes ergóticos han pretendido con un arsenal de fichas, no hay contrarios. Es cierto lo que muchos vieron desde el principio: solo hay una realidad, a pesar de que Picasso pintó también una sátira de gran versatilidad y acidez: los dieciocho grabados de Sueño y mentira de Franco (1947). En el Guernica no hay aviones o soldados enemigos, sólo la herida, la muerte, el mal. El antiguo guerrero, que enlaza con el de todas las épocas, yace muerto con una espada rota, inmemorial, en la mano. La madre, con el niño muerto ente sus brazos, es un signo arqueado de imprecación, un alarido proporcional en su ascenso a la caída de su propio cuerpo. En el lado derecho, otra mujer, con los brazos alzados al cielo, clama su consternación, que nos recuerda fácilmente al hombre con la camisa blanca y los brazos acentuadamente levantados en Los fusilamientos… En el cuadro de Goya se alía el desafío y la desesperación, que el pintor ha querido privilegiar con una iluminación potente realzada por la blancura de su camisón. En el cuadro de Picasso, hay una lámpara en el centro del cuarto, arriba, un sol que es al tiempo, quizás, un símbolo de la explosión. Es también un ojo abierto a “lo que se puede ver”, a “yo lo vi”. El ojo abierto del soldado muerto que obsesionó a Fabrice del Dongo, la llamada a la emoción crítica y que no deja de interpelarnos: su mirada muerta, gracias a esas obras, está viva en nosotros y nos puede ayudar a mirar en las guerras actuales (Ucrania, Gaza), el horror concreto que no podemos justificar.
Bibliografía
Les désastres de la guerre. 1800-2014, Sous la direction de Laurence Betrands Dorléac. 2014.
Valeriano Bozal y Concepción Lomba: Goya y el mundo moderno. 2008.
Eva Kacher: Otto Dix, 1891-1969. 2010.
Jean Clair: Lección de abismo. Nueve aproximaciones a Picasso. 2005.
Roger Caillois: La cuesta de la guerra. 1963.
Modris Eksteins: La consagración de la primavera. La gran guerra y el nacimiento de los tiempos modernos. 2014.
Adan Kovacsics: Guerra y lenguaje. 207.
Susan Sontag: Ante el dolor de los demás. 2003.