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Mientras tantoYo también soy una hormiga

Yo también soy una hormiga


Me transformé de humano a rata y de ésta a hormiga en menos de tres horas. Descubrí que no podía ser de otro modo si quería sumarme al pelotón de insectos que de buena mañana pululan por el paseo marítimo de mi ciudad accidental. Ignoro si estas convulsiones y transformaciones que sufre mi mente desde hace mes y medio continuarán mucho más tiempo, si seré capaz de llegar a la fase 3 del cronograma oficial en busca de la nueva realidad o bien si la cabeza se apiadará de mí y aliviará el dolor que con mucha frecuencia me causa este carrusel anímico.

La jaqueca fue de campeonato poco después de haber escuchado en la radio con disciplina cívica los ochenta minutos de sabatina de mi gobernante. ¿No hay alguien entre su nutrido grupo de asesores o el mismísimo gurú de cabecera, el Rasputín vasco, que le sugiera acortar el minutado de sus comparecencias semanales? ¿Es pedir mucho? Si quiere mi opinión no ayuda ni a su imagen ni a su credibilidad ese discurso tan repetitivo, incluso si le agradezco que ya no me tutee más. Llegará un momento que me anunciará su última lista de la compra de alimentos en el súper próximo a su búnker o el cinco que presentó Estudiantes contra el Madrid en el Ramiro de Maeztu cuando él era baloncestista. Claro que como afirma Fernando Savater en una entrevista en Vozpopuli «este Gobierno tiene una relación poco amistosa con la verdad». Qué elegante frase la del filósofo vasco para evitar la contundencia.

Pero yo no pinto nada. Fíjese bien, mi gobernante: soy jubilata y ex canalla plumífero, perdí amistades en el poderoso grupo de comunicación donde trabajé por una estupidez mía y una intolerancia de ellos, arrojé la agenda de contactos al mar hace ya tiempo de manera imprudente y no sé bien si soy humano asocial, que por misterios de la naturaleza se transforma a veces en roedor y luego en hormiga. Al camión de la basura conmigo entonces. Llevaré mascarilla y guantes antes de la defunción porque soy un ciudadano que cumple con las reglas establecidas.

Habían pasado veinticuatro horas de la primera jornada de semilibertad que el poder generosa y juiciosamente concedió a la ciudadanía. Me sentía muy frustrado por no haber querido disfrutarla. Decliné bajar al circuito deportivo peatonal por un absurdo prejuicio de élite más que por miedo. Me engañé el día anterior al catalogarme como enfant terrible, un humano rebelde más bien sin causa, yo, que acepto percibir una pensión, que tengo una economía desahogada, pago religiosamente mis impuestos y con mis documentos administrativos en orden, incluido el bonobús.

De mañana no pasa, me dije antes de meterme en la cama y leer un par de páginas de una interesante novela de un joven autor santanderino. Soy lento leyendo. Opté por ponerme tapones por si los vecinos de abajo tenían su tradicional conciliábulo nocturno. Bajaré sea como sea, concluí. Logré dormir cuatro horas de un tirón. Me despertó una molesta sequedad de garganta. Fui al baño antes de entrar en la cocina. No me gusta mirarme al espejo. No soy vanidoso, pero desconozco la razón por la que esta vez lo hice. El terror se apoderó de mí cuando descubrí reflejada la cabeza de una rata cabezona negra peinada a raya y con un tronco y extremidades de humano, supuestamente yo. Tenía un aire de roedor despistado pero bienintencionado. No puede ser. Estoy delirando como otras noches pasadas, grité. Noté que hablaba con un lenguaje  como el de los humanos y que la voz era la mía.

No sabía qué hacer, aunque la sequedad de garganta persistía. Me dirigí entonces a la cocina y al encender la luz me encontré el escenario de otras madrugadas: tres ratazas jugando a las cartas y un grupo de crías cantarinas al fondo en una esquina del fregadero. Al verme el trío no se sorprendió y hasta me animó a sentarme con ellas o ellos, porque no sabía, y aún lo ignoro, si son machos o hembras. Cuando se lo pregunté a un@ me contestó en un español con acento cubano: «Eso carece de importancia. Recurrimos al sexo cuando estamos aburrid@s o para proteger la especie. A veces utilizamos métodos de reproducción artificial». «Usted, por ejemplo, qué cree que es ahora mismo, mitad rata, mitad macho», preguntó un@ que parecía la más desenvuelt@. Miré un poco cohibido al pantalón del pijama y respondí: «Creo que soy macho». «Pues eso es lo importante, que usted lo crea, que se identifique con algo, aunque a lo mejor no esté en lo cierto», afirmó la mism@ en un tono filosofal que me dejo inquieto.

Me pareció un trío roedor muy amable, muy conversador, bien educado y muy informado de la rabiosa actualidad. Desde luego estaban al tanto de todo lo que concerniese a la pandemia. No quisieron entrar en demasiados detalles cuando les pregunté cómo habían llegado hasta mi cocina, acompañados de un grupo de crías cantarinas. «Carece de importancia», cortó en seco la rat@ filósof@. Habían nacido en Santiago de Cuba, viajado hasta La Habana y desde  allí en un carguero a Florida. «No tenemos nada que ver con la gusanera», subrayó la filósof@. Me contó que prosiguieron marcha a Nueva York, pues allí les habían asegurado unas compañer@s podían gozar de plena libertad y llenar sus tripudas panzas  de abundante comida arrojada a los contenedores de los restaurantes céntricos y lujosos.

«Decidimos largarnos de la Gran Manzana hace un par de semanas cuando nos enteramos de ese camión de mudanzas en cuyo interior habían apilado un montón de cadáveres», afirmó la filósof@. «Nos pareció vomitivo, denigrante para los seres humanos». Intervino entonces otr@ del trío para criticar al alcalde de la ciudad por supuesta negligencia: «A nosotr@s nos encanta el gobernador Andrew Cuomo. Éste sí que podría hacerle sudar tinta al psicópata de la Casa Blanca. Biden y Sanders son old dogs. Joe está acabado después de esas últimas denuncias de acoso sexual…». Interrumpí entonces para comentarles que algunas encuestas colocan a Biden por delante de Trump. «Huuum. No sé qué decirle. El voto del norteamericano medio es muy volátil y hasta simple. Muchos son muy estúpidos como demuestra que permitieran que Donald llegara a la presidencia. Todo dependerá de la economía», dijo la tercer@. Me llamó la atención la familiaridad con la que hablaban de esos políticos.

La madrugada discurrió y tomamos unos cuantos tragos de whisky, lo cual hizo que me relajara y les explicara mi deseo de bajar esa mañana a integrarme en el batallón de ciudadanos semilibres. Confesé mi malestar que experimenté el día anterior al verlos como hormigas caminando o corriendo, además de violando los protocolos dictados por el mandamás. «Está clara una cosa, señor», sentenció la rat@ filósof@. «Si usted baja de esa guisa como ahora, causará el pánico y será detenido por la brigada antivirus y quién sabe si ejecutado en el acto. Nos cuenta que ayer le parecían hormigas todos esos que se lanzaron a la calle desde primera hora. Así pues, ya sabe. Usted mismo».

No entendí completamente lo que trataba de decirme, aunque temía que era algo importante y que estúpido de mí no captaba el significado de sus palabras. Me despedí educadamente del trío roedor y me dirigí caviloso al dormitorio. Eran las 6.45 y mi cuerpo conservaba esa imagen poco tranquilizadora. Me concentré un buen rato haciendo mindfulness. Expresé en silencio mi firme voluntad de bajar a la calle, de desear ser de nuevo un humano. Me entró el sueño. Habrían pasado no más de veinte minutos cuando descubrí que ya no era rata. Mi cuerpo se había reducido hasta el tamaño de un insecto, de una hormiga con una cabecilla minúscula humana. No sentí ni asco ni miedo. Bien al contrario. Exclamé: ¡Yo también soy hormiga!». Y alegremente corrí como pude hasta la calle y me uní a mis compañer@s hormigas.

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