Nunca me había parado a pensar que nuestra vida pende de un hilo hasta esta mañana, en la que el ascensor ha hecho un extraño ruido, ha metido una buena sacudida y las luces han parpadeado. Por un momento me he visto a oscuras atrapada en esas cuatro paredes, sin oxígeno… Sin otra compañía que un montón de bolsas. Mi vida pendiendo de un hilo, no exagero. Si al menos hubiera estado conmigo el vecino del quinto, ese de patillas y aire entre intelectual y tipo duro a lo Sergi López… todo se habría hecho más llevadero, el encierro, mi claustrofobia, mi agonía… Pero no, ahí estaba yo, de nuevo sola, con mis bolsas y con todo el miedo desparramándose por mi imaginación. Pufff, menos mal que tras otro traqueteo, no menos tétrico, y cuando estaba ya a punto de apretar el botón de alarma, gritar histérica y telefonear a los bomberos -todo a la vez-, el ascensor ha continuado su camino con la agónica normalidad de siempre, con su cansino y rutinario ritmo…
Lo que está claro es que los ascensores, vengándose con esos sustillos, son testigos mudos de tantos y tantos momentos de nuestra vida, buenos y malos, que ni una moleskine repleta de recuerdos y detalles. Nos han visto aburridos, ilusionados, cargados de maletas a punto de emprender una gran aventura… También nos ha visto llorosos, de despedidas, furtivas o para siempre, protagonistas de abrazos y algún que otro beso robado, justo antes de que la puerta se abriese. Cuántos discursos ante el espejo ensayando cómo pedirle al jefe una subida de sueldo. Por no hablar de esas miradas seductoras, ensayadas, ante esa nueva cita, tras haber comprobado que nuestro aspecto era tan arrebatador como pensábamos: la cita de nuestra vida. La enésima. ´Otra más, que ilusa`, pensará ya harto el paciente espejo del ascensor.
Los ascensores y yo siempre hemos tenido una extraña relación, no sé si de amor o de odio, pero seguro, sí bastante particular. No es la primera vez que la puerta se cierra de golpe cuando estoy a punto de entrar. En la oficina también me pasaba: tenía que entrar corriendo casi abriéndome paso entre mis compañeros, y no porque estuviera deseando ponerme a trabajar , sino porque tenía la impresión de que la puerta me iba a cortar en dos como una guillotina, descuartizándome sin piedad, ahí, delante de todos, compañeros, extraños…Lo peor era cuando al abrirse la puerta aparecía el jefazo de turno, toqueteando su súper smartphone. Y claro, te alegrabas entonces de no estar en Nueva York y trabajar en uno de esos rascacielos tipo Chrysler, 77 plantas, 4 minutos eternos de incomodísimo bis-a-bis. En esos momentos, ya sabéis, sólo se te ocurre mirar al suelo y contemplar las manchas de la moqueta y sino, escudriñar bien los zapatos, propios y ajenos -más éstos, los zapatos ´hablan`, y mucho-, no sé, cualquier cosa con tal de evitar ese cruce de miradas tan desconcertante, tan violento. Otras veces, ya las menos, tratas de improvisar un clásico “que frío hace hoy” o el pírrico “bufff… ya va quedando menos para el fin de semana”, mientras el jefazo de turno sigue a lo suyo, obnubilado con su teléfono, tecleando como un descosido, sin hacerte ni puto caso. Mis jefes eran así. Bueno, casi todos: siempre hay clases y clases y ya, después, estábamos los demás, nosotros, la plebe. Chusma.
Y es que, si lo piensas bien, se puede ver a los ascensores como una metáfora de este mundo tan acelerado que nos ha tocado vivir, metáfora de una vida donde ascender es el único leiv-motiv pero donde el bajonazo está siempre ahí, esperando, pendiendo del capricho de esos invisibles engranajes internos que se cuecen en la sala de máquinas… Una metáfora de toda nuestra vida, que sube, que baja y que, de vez en cuando, aburrida y gastada, te pega una buena sacudida y te deja ahí, parada y a oscuras… Preguntadle sino al C.C.Buxter de “El Apartamento”: subimos, bajamos y de vez en cuando, nos quedamos estancados, atrapados entre dos pisos, esperando que alguna Shirley Maclaine -al final, las más modestas ascensoristas son las personas claves en nuestra vida- nos rescate y nos arroje fuera de esa mediocridad vital. Nos haga despegar de nuevo!
Lo malo es que en la realidad no siempre hay una dulce Fran dispuesta a sacarte del apuro; o lo que es peor, hay más de un Fred MacMurray por ahí jodiéndoles la vida, enamorándolas y ellas, obnubiladas se olvidan de ti, dejándote ahí plantada, en un ascensor vacío, con un raqueta de tenis en la mano y unos pocos restos de fríos spaghetti bien liftados en el cordaje… Spaghetti para nadie, para nada. Inútiles.
Sí. Como decía Holden Caulfield, el maldito cine nos aparta de la vida, nos sube por las nubes de nuestras fantasías y después, el aterrizaje es, invariablemente, demasiado forzoso… La vida es otra cosa y no precisamente una película de Billy Wilder en la que, al final, los protas se quedan siempre en el mismo piso… Es otra cosa… Ah! y por cierto: yo iba al noveno, ¿y usted?
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Foto: Shirley MacLaine, Jack Lemmon y ´El Apartamento`, de Billy Wilder.