Cuenta Manuel Vicent en una columna publicada hace años, tantos que se antojan siglos, la historia de un mielero que entraba en el Tribunal Supremo de vez en cuando. En las alforjas cargaba productos puros de la tierra, que no sonaban al pasar bajo el arco detector de metales, y saludaba con tal confianza a los guardias que éstos daban por supuesto que se trataba de uno más de la casa. Describe Vicent el edificio como un lugar “donde se impone el silencio que deriva de gruesas alfombras, cortinajes densos, maderas oscuras, recorrido por infinitos pasillos por los que de vez en cuando cruzaba una secretaria con un sumario amarillo”. El mielero entraba en el despacho de un juez o del fiscal jefe, se quitaba la boina y vendía embutidos, queso y miel de la Alcarria. Y al abandonar el edificio, si alguien le preguntaba dónde había estado, el mielero habría levantado la boina para rascarse el cogote, sin dejar de alzar los hombros y las cejas. Se trataba, en suma, de un hombre de pocas palabras.
A la par que releo la columna de Manuel Vicent, topo en las redes sociales con un comentario de Alejandro Gándara que tal vez ponga peso en el otro lado de la balanza. Gándara acaba de leer Tribu. Sobre vuelta a casa y pertenencia, el ensayo de Sebastian Junger (Belmont, Estados Unidos, 1962) que acaba de publicar Capitán Swing. Junger defiende de forma eficaz el abandono de las promesas de la civilización. Para ello se sirve de hechos como el numeroso grupo de colonos que una vez conocida la forma de vida de las tribus indias, prefirieron ésta a la invención de Caín. O al menos optaron por imitarla en sus ropajes, sus armas y herramientas, como Áyax heredó la armadura de Aquiles. Junger, según interpreta Gándara, piensa que su elección se debe a que consideraron la sociedad india como más satisfactoria y mucho más libre. Lo que obvia Junger, de forma claramente intencionada, es la suma que sí se añadió conjuntamente a la reivindicación de vuelta a la naturaleza gracias a la sociedad occidental de los últimos tiempos, como la igualdad entre sexos, por ejemplo, y tal vez los derechos del niño y el respeto a los animales domésticos, márgenes de mejora que hacen de la sociedad india una sociedad también incompleta. Pero si Gándara apunta a un defecto en el ensayo de Junger, este es “el factor regresivo: el miedo a la incertidumbre, a lo desconocido, encarnado en un futuro que apuesta siempre al riesgo (de los cuales, efectivamente, la exclusión es uno de ellos)”. Dicho de otra manera, apuesta al y apesta a riesgo. Gándara da por supuesto que la vuelta a casa supone la conciencia de ir a un lugar seguro y palpable, algo que no es universal. Y aprovecha para denunciar la fantasía de unos tiempos pasados y mejores a los que es posible volver, una idea ciertamente reaccionaria y, a su juicio, anticrítica, porque el regreso es miedo y horda, mientras que el destino no está dibujado.
Sin embargo, el libro de Junger versa sobre lo que nos une. Lo que provoca miedo y horda lo deja al margen, y dado que se trata de un corresponsal de guerra, bien sabe a qué se atiene. Junger parte de un hecho real, actual, y que seguro estará presente en el futuro, como es el trastorno de estrés postraumático, es decir, las neurosis propias de la civilización y que provocan el aumento exponencial del consumo de pastillas para dormir. En el destino, lo que nos espera, dada la trayectoria, es también un oscuro miedo a no descansar, y horda, con la paradoja de ser horda compartiendo la soledad entre cuerpos. Junger se sirve del término tribu para referirse a un modo de sociedad en la que la presencia del otro sirva para sanar. Lo que sucede es que los ejemplos los encuentra en el pasado. A la hipótesis de Junger convendría añadir la belleza de libros como Una temporada en Tinker Creek, de Anne Dillard (Errata Naturae), en el que la protagonista se cura de los males que afectan a la respiración gracias a convivir con un entorno que se asemeja a la lectura de Hojas de hierba. En la tribu, según Junger, Dillard y el mielero de Vicent, se coopera. En la sociedad, cuyo destino Gándara sospecha no podemos definir, se compite. Y eso augura más fraude y más cobardía. Mientras que lo que nos reconciliará con la vida será o el diván vienés, o la comunidad donde el cooperativismo surja de forma natural, algo mucho más práctico y que, ya lo comenta Junger, se ha dado en la historia en tiempos en que la vida no permitía el lujo de acogerse a enfermedades burguesas, que son las que se curan gracias al psicoanálisis.
La tesis de Junger ya aparece recogida en el clásico Ensayo sobre el exotismo, de Víctor Segalen (La línea del horizonte). Junger menciona cooperación, Segalen estética de lo diverso, para a continuación sacar la naturaleza humana al exterior. De alguna manera, el libro trata sobre la naturaleza exohumana que es, necesariamente, la que nos pone en contacto con los demás. Tanto Junger como Segalen consiguen, por diferentes vías, dotar al otro, a él, de una tercera dimensión. En una época en la que cualquier forma de viaje se ha transformado en una versión más o menos sofisticada del turismo, el otro se ha aplanado: lo conocemos a través de dos dimensiones, las de las pantallas o las de los cristales, aunque estos sean los de las ventanas del hotel o del autobús, y las pantallas las de los portátiles y los smartphones. Segalen baja lo divino a lo humano, aboga por conocer al otro, al diferente, en una relación horizontal. También se enfrasca en la búsqueda y no en las certezas, pero sí que sabe que, sin el respeto, no conoceremos la identidad del otro. Por si esto no fuera suficiente, el miedo a que el otro no conozca nuestras identidades debería bastar para tomar en consideración las hipótesis de Junger y Segalen.
Entre las últimas publicaciones descubrimos un libro que se enfrasca de lleno en esto, casi sin querer. Porque cabe dudar que Mathias Enard estuviera pensando en la tercera dimensión del otro mientras escribía Brújula (Literatura Random House). Y este es, sin embargo, el mayor logro del libro, su principal virtud literaria. El texto se demora tanto como los recuerdos de un anciano que en la última noche revisa su mayor amor, su amor imposible, el que no le ha permitido volver a enamorarse. Con esta mujer compartió viaje por Oriente Próximo y aquí saltan todas las alarmas. Estamos frente a una revisión, eso sí, del orientalismo. Y de eso es tan consciente Enard que, en el momento en que el nombre de Edward Said sale a la palestra, los personajes deciden echar la marcha atrás: “Said había planteado un tema incómodo pero pertinente, el de la relación en Oriente entre el saber y el poder”, comenta el narrador. La novela presenta la relación de un viaje en el que los protagonistas visitan los lugares afectados por hologramas sensibles que ellos generan al recrear el pasado. La memoria es algo más bien triste y el consuelo es la música. La obra contiene muchos valores, que ya se han declarado en cientos de críticas, pero es tan tranquila y hermosa como peripatética. Que es, al fin y al cabo, lo que pretende. De hecho, Enard ejecuta un ejercicio de estilo de larguísimo aliento, al escribir como piensa el narrador, siguiendo el dictado de Montaigne de que uno piensa como orina. Pero orine como orine, Enrad y su narrador piensan en los demás como seres de tres dimensiones: el recuerdo en condicional de los mejores días de su vida, en contacto con personas que sanaban todo con la mirada, expresa al mismo tiempo bienestar y locura.
Enard, como Segalen, como Junger, como Dillard, a la hora de la verdad, casi como cualquiera con la cabeza en su sitio, si tiene que elegir entre el mielero de Vicent y el hombre sin atributos que Gándara supone en el futuro, opta por el mielero. Una profesión que, por cierto, ya ha desaparecido. Pero queda inventar un sustituto directo en el destino, un nuevo mielero, sin estrés postraumático, ni miedo ni horda, a no ser que caigamos en la máxima expresión del existencialismo, y refugiándonos en el tópico de que el destino no nos lo hacemos, nos atengamos al fraude y a la cobardía.
En cualquier caso, la lectura de los libros apuntados nos reconforta, pero Gándara hace bien en avisarnos de que no debemos bajar la guardia, y mucho menos en lo exohumano. Sobre todo, teniendo en cuenta que la lectura, una forma más de posibilidad de concebir la tercera dimensión del hombre, baste el ejemplo el paréntesis en la vida de Dillard semejante a la lectura de Hojas de hierba, empieza a caer en encasillamientos inexplicables. Digo esto después de leer una reseña de una novela en la que se supone que se indaga en la naturaleza del hombre moderno, pero para la que se utilizan expresiones como: “ideada a base de estructuras codificadas, nebulosas y tensas conexiones rizomáticas”, “un artefacto construido por transcodificación” o “subvertir taxonomías”. Por mi parte, yo alzo la boina, como el mielero, me rasco el cogote, pongo gesto de interrogación y me marcho a ver si encuentro una tribu en la que curarme de la deriva social y literaria, antes de que se me venga encima la horda y el miedo, o de averiguar qué me trae el destino.
Ricardo Martínez Llorca es autor de los libros Tan alto el silencio (Debate), El paisaje vacío (Debate, premio Jaén), El carillón de los vientos (Alcalá), Después de la nieve (Desnivel), Cinturón de cobre (Pre-textos), Al otro lado de la luz (La línea del horizonte), Hijos de Caín (Xplora) y El precio de ser pájaro (Desnivel). Ha colaborado en distintas revistas de viajes y literatura y en la Escuela Contemporánea de Humanidades. En la actualidad es crítico literario en Quimera, Revista de letras y La línea del horizonte. Dirige la sección ‘Viajes y libros’ en Culturamas. En FronteraD ha publicado, entre otros artículos, Al final de la frontera. Una literatura, Entre años salvajes, guerreros alpinos y un leñador. ¿Existe la literatura de montaña?, “Más allá de vuestras leyes hay una pradera”. Acerca del arte y la filosofía de caminar y Janet Malcolm. Un caso de conciencia, o Chéjov, Freud, el periodismo y el asesino.