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Yo, yo. Y yo. Josep Pla, ‘El cuaderno gris’ y la primera persona

 

Hace un año yo no sabía lo que era el periodismo. Creía, por supuesto, que lo sabía. A fin de cuentas, durante cinco años había asistido a diario a las clases de una facultad en las que supuestamente se enseñaba. También había pasado un par de veranos como becario en un periódico nacional, seis meses en una radio universitaria, llevaba más de media vida leyendo prensa y hasta tenía una bitácora con el poco imaginativo subtítulo Blog de prácticas de periodismo.

 

Para mí, una obra periodística era básicamente una noticia contada siguiendo la estructura de pirámide invertida, respondiendo a las cinco w (¿qué?, ¿quién?, ¿cómo?, ¿cuándo? y ¿dónde?) en el primer párrafo –a fin de cuentas, a saber recitarlas de memoria fue una de las pocas cosas que aprendí en la universidad– y ensartando los siguientes en una estructura de forma casi maquinal. Mucho de tarea mecánica, poco de imaginación, casi nada de magia. Palabras y frases colocadas una tras otra, como piezas en una línea de montaje de las inventadas por Ransom E. Olds (la gente le atribuye el diseño a Henry Ford, pero en realidad fue el viejo Olds quién se sacó de la manga el avance más importante del siglo XX. La historia, sin embargo, la escriben los vencedores y él apenas logró crear 5.500 Oldsmobile Curved Dash el año antes de que la maquinaria de Ford le arrollara y le arrebatara su puesto en el Olimpo de los inventores con su cadena de montaje mejorada).

 

Evidentemente, también consideraba periodismo un reportaje, un texto no constreñido por una estructura tan rígida pero igualmente mecánico: una entradilla bonita, dos o tres párrafos de declaraciones intercalados con texto explicativo y un cierre redondeado a base de recordar algo del primer párrafo. Y poco más. Por supuesto, ambos, noticias y reportajes, debían estar redactados en tercera persona para evitar cualquier contaminación que manchara la pátina de objetividad del texto.

 

Recuerdo la primera vez en que me planteé en serio si un escrito en el que se dejara clara la participación del periodista era plenamente un texto periodístico, digno de aparecer en prensa diaria. Fue un jueves de finales de 2012, puede que ya casi viernes, una de nuestras maratonianas jornadas de cierre de Madrilánea, la revista digital del Máster de ABC. Yo andaba a vueltas con alguna de mis piezas sobre Leganés –diría que era La Policía seca La Gotera–, cuando se acercó una por entonces casi desconocida compañera, Iara M. Búa, a pedirme por favor que si podía revisar su texto, una pieza sobre dos artistas que se ganaban la vida tocando flamenco en el Metro de Madrid.

 

Acepté. Con cierto orgullo, para qué negarlo. Lo leí. El texto estaba impecable salvo por el hecho de estar repleto de referencias a la propia Iara, cosa que me escandalizó. “Quítalas”, le dije casi horrorizado. “No parece periodístico”. Ahora, releyendo su texto tras muchos meses, veo que al final las quitó. Fue un gran error por mi parte. ¿Por qué no iba a ser algo periodismo aunque la forma de contarlo no se correspondiera a las encorsetadas estructuras que el oficio mantiene desde hace décadas, desde los tiempos en los que era imprescindible contar primero lo más importante para que un fallo del telégrafo o un inesperado corte del teclista de la linotipia dejase al texto sin lo esencial?

 

Hace un año no hubiera podido escribir este ¿ensayo? repleto de yoes, mies, primeras personas del singular. Hace un año es posible que hubiera leído El cuaderno gris sin haberme dado cuenta de que era una obra periodística.

 

No quiero decir con esto que todo lo que el escritor catalán Josep Pla escribió en El cuaderno gris fuera verdad. Probablemente no lo fue. (“No os creáis nada de lo que dice Pla. Era un gran mentiroso”, nos dijo Pedro Sorela, nuestro profesor de Posibilidades del español, en cuanto se enteró del libro que el director del máster nos había pedido que leyéramos como una suerte de trabajo de fin de curso). Es posible, incluso, que gente mucho más leída que yo califica como la obra cumbre de Josep Pla no sea más que una sarta de mentiras mezcladas con medias verdades y anécdotas aderezadas por el paso del tiempo. A fin de cuentas, Pla dice que escribió la obra entre el 8 de marzo de 1918 y el 15 de noviembre de 1919, cuando él apenas contaba con veintiún años de edad, pero la obra no fue publicada hasta 1966. Tiempo suficiente como para que el escritor, ya un venerable sexagenario, la hubiera sometido a un intenso proceso de maquillaje –algo admitido abiertamente por él–, que incluía pedicura (adorno) y manicura (recorte) de gran parte del texto. De hecho, poca duda puede caber de que muchas de las innumerables y sesudas reflexiones que el autor reparte por el libro proceden más del otoño de su vida que de su primavera. A fin de cuentas, está demostrado que en El cuaderno gris Pla rellenó páginas a partir de textos provenientes de otras obras suyas anteriores, como Coses vistes o Primers escrits.

 

Reflexiones estériles al margen sobre su verdad, pasemos a cuestionar su veracidad. Parece –quizás porque yo lo quiero creer así– que la mayor parte de las anécdotas glosadas por Pla son reales, lo que convierte al libro, innegablemente, en una obra periodística. A fin de cuentas, ¿qué es el periodismo sino contar lo que pasa? Y es indudable que el El cuaderno gris es una obra sobre lo que pasa alrededor de Pla durante ese año frenético en el que tuvo que hacer un parón en sus estudios de derecho para quedar recluido en Palafrugell natal mientras media Cataluña cogía la gripe y la Primera Guerra Mundial daba sus últimos coletazos.

 

Para más inri, Pla lo cuenta de una forma tremendamente realista (pese a las sospechas que el lector pueda albergar de que todo o parte es una patraña). Dicho realismo lo consigue gracias a cuatro técnicas. A saber: un uso intensivo de los adjetivos –es habitual que utilice tres o más adjetivos para reseñar hasta el detalle más nimio–: “La vida en estos pueblos es espantosa, asfixiante, horrible. En este país sólo tienen densidad, peso, sabor e importancia las cosas, los intereses, las manías personales”, dice para describir la vida en Palafrugell. “Nos acercamos al equinoccio de otoño y, por la tarde, se oye roncar al mar, desde la villa”, escribe para dibujar con palabras una tormenta que azota el pueblo. Es un ruido sordo, remoto, un mugido disperso. El temporal de levante, habitual, está a la vista. Llueve, con más o menos fuerza, durante todo el día. Las rachas de viento soplan cargadas de humedad, alternando la dureza con el desmayo lloriqueante”.

 

La segunda, relacionada con la primera, es que es capaz de contar –de hecho, lo hace habitualmente– algo general a partir de un detalle o de una anécdota, lo cual sirve para dotarlo de verosimilitud, puesto que habla de personas de carne y hueso y no de conceptos abstractos. Así, en un momento dado aprovecha una descripción de su amigo Trica de Llançà para glosar el comportamiento de los palafrugellenses (no sin cierta dosis de ironía fina, que también impregna toda la obra):

 

“Mi amigo Trica de Llançà habrá sido uno de los precursores ampurdaneses más activos del comunismo. Pero resulta que ya no lo es. Pasó su juventud proclamando lo que todo el mundo quería oírle:

 

—Se tienen que hacer partes iguales, partes iguales…

 

Casualmente su mujer heredó una casita, un trozo de viña y un huertecillo. Y los del pueblo, claro, le dijeron:

 

—Trica, se tiene que hacer a partes iguales, partes iguales…

 

Y así, el pobre Trica, se habrá pasado la segunda parte de su vida teniendo que decir, indignado y efervescente, cada dos por tres:

 

—¡Y una puñeta partes iguales, y una puñeta!

 

Está claro que éste es un sistema de pasar el rato como otro cualquiera pero, a la larga, cansa e invita a escurrir el bulto de uno o de otro modo. En los pueblos vale más no tener ninguna idea que cambiar de opinión. Esto último no lo perdonan ni los amigos”.

 

La tercera es que cuenta lo que pasa. Todo lo que pasa, lo bueno y lo malo. Si una clase de la universidad le aburre, lo dice. Si un libro no le gusta, lo cuenta  (al contrario que en las actuales revistas o suplementos culturales, donde todos los textos hacen salivar al periodista que los analiza, que llega a parecer más un vendedor que un cronista). Si alguien no le cae bien, no lo oculta (“A mí no me han gustado nunca los tipos extraños, extravagantes, bohemios, genialoides o misteriosos. Para misterios ya hay bastantes con los que se presentan en cada momento. Son tipos que me cansan”). Pla ni siquiera esquiva lo más negro o lo más impopular de sus pensamientos: “Las mujeres feas son, generalmente, agradabilísimas. ¡Pero hay tan pocas que lo quieran reconocer!”, afirma en otra ocasión. 

 

La cuarta es, por supuesto, el propio Pla. Pla lo impregna todo –no conviene olvidar que se trata de su diario–, y es esa misma presencia la que dota de credibilidad al relato, ya que, en el fondo, nada nos provoca mayores simpatías que otro ser humano, su voz y sus vivencias. Por eso arrasan los realities en televisión. Esto, sin embargo, lo pasamos por alto en el periodismo diario, ya que tendemos a huir de la primera persona en aras de tratar de alcanzar el ideal de objetividad. Hemos despreciado el yo porque creemos que implica tomar partido, sin darnos cuenta de que alcanzar la objetividad plena es imposible por mucho que tratemos de ocultar nuestro papel como transmisores de lo que sucede, de lo que pasa.

 

La presencia del yo no implica no ser objetivo. O, al menos, no más que ocultar nuestra participación como observadores o incluso parte interviniente en lo que sucede. Pla, por ejemplo, no se inclina hacia ningún lado cuando describe los enfrentamientos verbales entre germanófilos y anglófilos en las postrimerías de la Primera Guerra Mundial, pese a que cuenta en primera persona cómo ve esos enfrentamientos sucederse en las mesas de los cafés, y cómo los segundos se baten en silenciosa retirada al mismo tiempo que los ejércitos del Káiser comienzan a verse doblegados por los aliados en los campos de batalla europeos.

 

Ocurre de igual modo cuando recoge cómo sus amistades discuten sobre la reciente revolución comunista en Rusia. Allí, Pla narra cómo su amigo Coromina deja claro que “el capitalismo es caótico, desordenado, irracional, caprichoso, dilapidador y tacaño”. Otro amigo, Gori, le contesta razonando que “la naturaleza, la vida humana es igualmente caótica, irracional, desordenada, injusta, sanguinaria, caprichosa, delirante, incomprensible, cruel, triste”, dando a entender que el capitalismo es inherente a la vida humana y, por tanto, lo mejor a lo que podemos aspirar. Pla observa y cuenta ambas posturas. Y me pregunto yo: ¿No es eso objetividad?  

 

 

 

 

Unai Mezcua es periodista. En Twitter: @UMezcua

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