Hacer dinero vía inflación -creación monetaria- redistribuye la riqueza, sin crearla, a base de comerse el ahorro y desincentivar la inversión exterior. Perfecto. Lo que cuesta más de digerir es el nuevo mantra de una derecha que no supo decirle al independentismo que su proyecto es injusto porque rompe las transferencias de rentas en la ‘unidad de justicia’ que, entre otras cosas, es un Estado. No supieron afear el núcleo de aquel «España ens roba» o de ese otro «la España subsidiada vive a costa de la Cataluña productiva»: romper la democracia para cortar la transferencia de rentas hacia el sur y que la oligarquía catalana pasara a gestionar sin intromisión un territorio relativamente más rico que el conjunto de España; ya luego verían dónde fijar la fiscalidad de la nueva República en cada item. Y, claro, si no atacaron como toca aquello del «expolio» de España ahora no dudan en aplaudir en manada el grito de «fiscalidad confiscatoria» de los youtubers. Puesto que la Constitución prohibe tal cosa, el pacto queda deslegitimado, roto, y cualquier ciudadano deviene ya amo y señor (asoma la ‘autenticidad’, el ‘origen’ y esas pamplinas de arcadia sobre las que se levanta siempre el liberalismo más solipsista, incluido buena parte del contractualista) para decidir cortar amarras con España y dejar de pagar impuestos. Conservando los derechos que les confiere la ciudadanía, por supuesto. Y como la palabra está para justificarse, aprovechan el inaudito respaldo social a su huida (inmoral pero racional, y seguramente todavía legal) para usar de coartada ejemplos, que siempre encontrarán, de despilfarro público. Y, no sé bien cómo una cosa lleva a la otra, pero acaba uno poco menos que oyendo defensas de la existencia de paraísos fiscales como resultado de la libertad de las jurisdicciones (aunque no tengan ni ejército, ni moneda ni recursos fuera de una Europa o una Commonwealth que las amparen, es decir, aunque sean Estados de mentira), que deben poder perfectamente enriquecerse aprovechando su opacidad, su laxitud regulatoria y/o su baja presión fiscal, en un juego que ni crea riqueza, ni suma cero, sino que resta. Esa sería la nueva y mejor racionalidad, libertad y democracia. Y si hablamos de quitar licencias en nuestro territorio a quienes operen en esos paraísos, o nos planteamos en serio qué derechos de ciudadanía debe esperar quien no contribuye a las arcas del Estado (no por labrarse una mejor vida en otro sitio, sino por irse a un agujero del sistema a hacer exactamente lo mismo que estaba haciendo), serás tachado de totalitario por los nuevos popes del liberalismo. Me explico en lo que sigue.
Empiezo aclarando que de unas premisas claras, de unos principios, mejor dicho, no se derivan unas consecuencias nítidas y preestablecidas. La realidad se impone y con ella hemos de ir lidiando a cada paso los que queremos que la política se encamine hacia mayores cotas de justicia sin que perezca el mundo. Simplemente parto de que la ciudadanía va ligada al pago de impuestos. En su propia almendra. Pagarlos confería en los orígenes el título de ciudadanía. Pagarlos y no opinar sobre lo que se hacía con ello llevó a la más poderosa colonia a rebelarse contra la más poderosa metrópoli: “no taxation without representation”, clamaron. La ciudadanía democrática, cuyo derecho más reconocible es el del sufragio activo y pasivo, está necesariamente vinculada al pago de los impuestos sin los que no podría existir el Estado. En este sentido, cabe pensar si el vínculo entre la fiscalidad y ciudadanía es total o si es (y debe ser) poroso. Ya anticipo que por fuerza del guión las fronteras siempre son porosas. Es obvio, por ejemplo, que los residentes sin ciudadanía española pagan aquí muchos de sus impuestos. Netamente los del consumo, incluso quienes están de paso y no vuelven. Y también pagan los directos quienes residen con mayores expectativas. Algo chirría a la democracia cuando, sin estar de paso y pagando en España sus impuestos, contrayendo por tanto un vínculo político evidente con el resto de españoles, los residentes no pueden votar (sí pueden influir porque tienen derechos civiles y viven y pueden expresarse aquí por mil canales) qué se hace con ellos. (Dejemos claro desde ya que con sus obligaciones fiscales corren también los exentos, no sólo porque pagan los indirectos, sino porque la exención la hemos decidido todos a partir del principio de progresividad fiscal). De hecho, para ajustar eso que nos chirría, entre los Estados no es raro firmar acuerdos para reciprocar el derecho a sufragio: si mis ciudadanos residentes votan allá, los tuyos pueden votar aquí. Claramente ocurre en las locales, donde cualquier europeo puede votar allí donde resida.
¿Esto implica quitar la ciudadanía española a quien emigra para ganarse (mejor) la vida? No, en absoluto. Sin umbrales. Si un informático cobra 50.000 lereles en Madrid y le pagan 400.000 en Londres, se irá probablemente buscando mejor vida (no nos metamos aquí -se me escapa como casi todo- con la City y las dependencias británicas y demás artimañas que favorecen que ahí se paguen semejantes sueldos) . Y el Estado garantizará ese derecho a sus ciudadanos. Lo mismo si se va a la India; es más, si le pilla ahí una pandemia probablemente querrá -exigirá, incluso- que el Estado ponga todos los medios para traerlo lo antes posible aquí, donde los recursos sanitarios multiplican sus opciones de supervivencia. Luego, si acaso, ya se ajustarán cuentas con la Seguridad Social. Otra vez: el Estado, para proteger a sus ciudadanos, que tienen derecho a labrarse una vida digna, no puede limitar en absoluto que alguien se desplace buscando una vida mejor.
Del mismo modo, buscando ofrecer esa vida digna, facilita, por ejemplo, la naturalización (nacionalización) del cónyuge de un ciudadano español. Pero, para protegernos al resto de españoles (de lo que algunos llamarían, creo que desafortunadamente por varias razones, la tasa de absorción de nuestro mercado de trabajo), no concede naturalizaciones por matrimonios de conveniencia. Porque la intención cuenta a la hora de entender qué derecho se está garantizando. Y no es lo mismo proteger la unidad familiar que desatender la política migratoria o la viabilidad de la Seguridad Social. Del mismo modo, Rubius no se va a labrarse una mejor vida… se va a un Estado gorrón, con su silla y su pantalla, aprovechando las fallas de una economía digital por regular, a hacer lo mismo desde un lugar donde la fiscalidad no pretende ser leal ni adecuada a su renta per cápita ni a los servicios públicos a prestar. Y eso, el resto de democracias, los Estados que requieren de cuantiosa financiación para sostener sus sistemas de bienestar y legitimarse ante sus ciudadanos, no lo pueden permitir si han de defender a sus ciudadanos y si han de velar por su propia supervivencia. De hecho, llevamos años intentando ponerle coto a esas prácticas. Respecto a la opacidad de las prácticas bancarias que facilitaban el blanqueo, algo se ha conseguido: la exigencia de las organizaciones internacionales, el ‘shaming and naming’ que avergonzaba a las jurisdicciones tramposas, la amenaza de sanciones a los intermediarios -bancos, auditorías, entidades financieras, abogados- que ocultaban con testaterros a los titutales reales de cuentas bancarias, todo ello ha conseguido que varias jurisdicciones, como Andorra, que salió así de varias listas negras en 2018, vayan introduciendo prácticas comunes («know your costumer») para conocer y registrar a los clientes últimos o beneficiarios finales de cada cuenta y cooperar con otras entidades, incluidas las administraciones, que soliciten información. Se intenta con esto arrinconar a los grandes delincuentes que hay tras muchas tramas de blanqueo, aparejadas a la evasión fiscal, como terroristas, narcos o tratantes. El problema es que la misma trama sirve a grandes capitales para evadir impuestos y blanquear luego su fortuna por otras vías. Quizás por eso hay que reconocer que el cumplimiento formal de los mínimos exigidos es eso: mínimo y formal. Pero algo es algo. Dicho esto, más allá del blanqueo aparejado a la evasión fiscal, está el problema de la elusión fiscal de quienes fuerzan la ley -o sus vacíos- gracias a la fragmentación de jurisdicciones, para elaborar ‘planificaciones fiscales’ a todas luces fraudulentas. Es más, por la vía rápida, hay evidentes casos de dumping fiscal. Y en este último sentido faltan muchos paraísos fiscales en la mayoría de listas negras oficiales (Europa, por cierto, se encargó de no incluir a los suyos, como Chipre, Malta, Holanda o Luxemburgo): los que ponen una presión fiscal muy por debajo de lo que resultaría razonable según el nivel de rentas y de servicios prestados, los que hacen ‘dumping fiscal’ a base de tirar por tierra los tipos y las bases imponibles. Andorra, como tantos otros, aparece por aquí. La única forma de luchar contra esto es ir armonizando bases imponibles, ajustadas a cada sociedad. Del mismo modo que la Organización Internacional del Trabajo se empeña en poner fin a otras externalidades (muy productivas, sin duda), como el trabajo esclavo o el infantil, la comunidad internacional debe hacer frente a las externalidades que nos arrojan esos gorrones que tiran sus tipos por tierra. Europa también trató de poner coto a esto en su seno… de momento con poco empeño. Me refiero al proyecto BICCIS para una base imponible consolidada común. Por ahí, por ahí.
Los principios y la realidad. En un debate que comienza fijando los principios, a calzón quitado, hay que estar abierto a las objeciones prácticas frente a propuestas más o menos especulativas. Entre ellas, la que vengo apuntando de condicionar la ciudadanía (de todos o parte de los derechos que la ciudadanía granjea –y recordemos, por cierto, que es la española la que abre las puertas a la ciudadanía europea, cosa que no ofrece la andorrana) de todos aquellos que se desplazan únicamente movidos por eludir sus obligaciones fiscales. (Reconozcamos como poco que si el 20% de la audiencia del Rubius se genera en España, al menos por ese 20% debería tributar aquí; no él, sino todos los grandes capitales y las grandes empresas que prestan aquí parte de sus servicios en esta nueva economía digital, con o sin establecimiento permanente). Sin embargo, no estimo razonable ignorar alegremente los principios de partida. Tolerar los desajustes entre residencia y voto, nacionalidad y residencia o fiscalidad y nacionalidad es necesario para salvaguardar derechos liberales; pero hay niveles de saturación que desvirtúan el principio democrático hasta hacerlo insostenible o directamente inviable. Y tampoco considero admisible que, obcecados en denunciar puntuales despilfarros de dinero público, acabemos negando y dejando de afrontar como problema capital el dumping que nos están haciendo unas cuantas jurisdicciones. Más allá de si, una vez ponderada nuestra renta per cápita, España es la cuarta o quinta jurisdicción con mayor presión fiscal de la OCDE; y más allá de discutir sobre la conveniencia de bajar el tipo fiscal –siempre que se haga sin deslealtad hacia el resto de Estados- para acoger mayor proporción y, a la postre, mayor cantidad de riqueza (me parecerá perfecto oír argumentos: el PP quiso bajar impuestos nada más llegar y cayó pronto en la cuenta de que ahogaría las cuentas, ojo), convengamos al menos en que a un pudiente youtuber se le estrecharía su capacidad adquisitiva si se desplazara a un país europeo de rentas más altas que la nuestra pero con la misma o mayor presión fiscal, que los hay y muchos. Y si nos convencieran de que a nuestro nivel de rentas le correspondería idealmente un tipo máximo en el IRPF, pongamos, del 30%, convengamos también en que lo que hace Andorra –país que, como vemos estos días, acumula cada vez mayor porcentaje de rentas altas-, jugando con tipos del 10%, es un ataque a la línea de flotación de la financiación de los demás Estados. O sea, a la democracia.
Se deduce fácil, por lo demás, que la decisión de tantos youtubers de irse no deriva de la presión fiscal ponderada según el nivel de renta (esa ponderación les beneficia, repito, pues aquí es mayor su capacidad aquisitiva que en Alemania): deriva de la presión fiscal en términos absolutos (parangonable aquí a cualquier otro Estado social europeo), y de que tienen al lado a Andorra, que nos hace trampas a todos, en términos de tributación efectiva, cuando no todavía de opacidad. De ahí que la propia UE barajara quitar licencias para ejercer a entidades financieras, o abogados y demás intermediarios, que se aprovechen de la opacidad, la desregulación y la laxitud que tantas pequeñas jurisdicciones (¿inviables fuera del paraguas de otras más grandes?) introducen en el concierto internacional: agujeros del sistema que vienen fetén a inversores y gorrones, en claro fraude de ley. Es la suya una casa de conveniencia. Y algo tendrá que decir el derecho si el Estado ha de protegerse y protegernos.