1. En el principio son los nombres
“Ici, c’est la Bosnie: un pays qui plie, mais qui ne change pas” (“Bosna je ovo, budalo, zemlja koja se povija, ali ne mikenja”)
Ivo Andrić
Sarajevo, la guerra. Esa es la asociación más rápida para toda una generación de europeos –la mía– que creció con los titulares, los reportajes y las precarias conexiones en directo de enviados especiales al larguísimo asedio sobre la capital bosnia, entre 1992 y 1995. Pero es una asociación injusta, pienso al aterrizar en el humilde aeropuerto internacional de Sarajevo, cerca de Ilidža, aunque no sé si estaría aterrizando de no haber habido esa guerra y ese asedio. En cualquier caso –el avión está en tierra, pero no se ha detenido aún: el viento se estrella furiosamente contra las pantallas desplegadas en las alas, aminorando su inercia–, éste no tiene que ser un recorrido (otro recorrido, el enésimo recorrido) por el Sarajevo de la guerra.
No debe serlo. Sarajevo acumula siglos de historia, primero como asentamiento medieval, cristiano y eslavo, con el nombre de Vrhbosna (“el pico de Bosnia”, un nombre que persiste en la denominación oficial de la diócesis católica de Bosnia oriental), y después como ciudad próspera, fundada para ser la nueva capital de la Bosnia otomana, conocida como Saray-ovasi (en turco, “campo alrededor del palacio”) o Saray-bosna (“palacio sobre [el río] Bosna”) tras la invasión turca de la región a mediados del siglo XV. A lo largo de su accidentada historia, el pico y palacio de Bosnia ha visto florecer en sus valles, desparramarse por sus colinas, cruzar sus ríos, mezclarse en sus callejuelas y comerciar en sus mercados, gentes de todos los rincones, culturas, imperios y religiones. Generaciones de invasores y de invadidos, de perseguidos y perseguidores, de mercaderes y mercenarios de una u otra bandera, y de hombres y mujeres que han visto esas banderas pasar y sucederse, quizá sin sentirlas jamás como propias. Un cuarto de siglo después del último conflicto, Sarajevo no merece permanecer confinada, en el imaginario, a una guerra y un asalto prolongado que aspiró –sin conseguirlo– a reducirla a cenizas.
Los nombres y las genealogías son uno de los senderos por los que uno puede aproximarse a terreno desconocido. Suele ser formativo –aunque no siempre es concluyente, y en ocasiones resulta sinuoso– indagar en los orígenes de las palabras que nombran territorios, ya sean ciudades, regiones o países.
Bosnia es nombre de río: el río Bosna o Vosna, que nace en las cercanías de Sarajevo, en un manantial a las faldas del monte Igman, y desciende a lo largo de 270 kilómetros en dirección norte, hasta confluir con el Sava, que traza buena parte de la frontera bosnio-croata. Las referencias escritas más antiguas al río –Bathinus flumen– proceden de los romanos y se remontan al siglo I a. C.; se especula con la posibilidad de que esa denominación en latín sea una derivación del término ilirio Bass-an-as(-ā), que a su vez derivaría de una raíz indoeuropea significando “agua corriente”. Es sólo una teoría, pero tiene sentido. Para la primera referencia escrita –conservada– al nombre del territorio, no del río, hay que esperar al siglo X: bajo la denominación de Bosona (Βοσώνα), el “pequeño país” (χωρίον) aparece descrito y mencionado en uno de los tratados de Constantino VII, emperador bizantino, sobre el gobierno y la defensa del Imperio romano de Oriente, De administrando Imperio. “No hay país pequeño”, me reconvenía amablemente E., bosnia, después de una observación sobre el breve tamaño de los países balcánicos. Tenía razón, pero el suyo ingresó así descrito en la Historia, de la mano –de la pluma– de un emperador de Constantinopla.
La genealogía de Hercegovina, la inseparable compañera de Bosnia, es más reciente y más fácil de trazar. Los familiarizados con las lenguas germánicas reconocerán la raíz Herceg o Herzog, duque. Hercegovina es “la tierra del duque”, concretamente, de Esteban (Stejpan) Vukčić Kosača (1404-1466), señor feudal, duque de San Sava y gran duque del reino eslavo (y católico) de Bosnia, que manejó su territorio como un proto-Estado más o menos autónomo, vasallo nominal –aunque poco fiable– de potencias tan dispares como el reino cristiano de Bosnia bajo Turtko II, el imperio musulmán otomano de Mehmed II, y la corona católica de Aragón, Valencia y Nápoles bajo Alfonso V El Magnánimo, rex Hispanis. En la actualidad, la mayor porción de la región histórica de Hercegovina corresponde con la franja meridional del Estado bosnio: aproximadamente un 20% del territorio, con Mostar como principal población. Otra porción de la antigua región, Stara Hercegovina (Vieja Hercegovina), está integrada en el actual Montenegro.
No, definitivamente ni Sarajevo ni el montañoso país de nombre doble que capitanea merecen reducirse a la última masacre que ensangrentó caminos y puentes, calles, aldeas y ríos. Y, sin embargo, es imposible evitar la guerra. Casi un cuarto de siglo después, sus huellas visibles siguen asaltando al recién llegado desde los mismos pasillos del aeródromo de la capital bosnia. En las placas en recuerdo de los ocho soldados franceses muertos en los enfrentamientos por el control del aeropuerto, que pudo ser abierto por tropas de la ONU, tras complejas negociaciones internacionales con las fuerzas nacionalistas que lo bloqueaban. En los carteles de acceso prioritario para el personal de EUFOR (EUFOR Althea), la fuerza europea de estabilización y seguridad que sucedió a los dispositivos militares internacionales anteriores (UNPROFOR, IFOR y SFOR), y que permanece desplegada a día de hoy. Desde que el autobús abandona el desvencijado aeropuerto para dirigirse a la ciudad, en los bloques de cemento aún marcados por las esquirlas de obús, o en los edificios en ruinas que todavía nadie se ha molestado en –o nadie ha podido– reparar, décadas después del cese de las hostilidades.
No importa la determinación con la que el viajero pretenda resistirse a la atracción morbosa de la guerra, porque sus ecos resultan insoslayables –el autobús, mientras tanto, entra en la ciudad por la tristemente famosa “avenida de los francotiradores”, Sniper alley, zona de peligro, run or RIP; Holiday Inn, el hotel de periodistas, queda a un lado; la sede incendiada del Parlamento queda al otro–, porque éstos vuelven como un alimento mal digerido una y otra vez a la garganta. Sólo con esfuerzo se evita, y no siempre, que se adueñe sin discusión de todo el viaje –los museos, los memoriales, las placas, las idas y venidas en los nombres de las calles, los lugares vistos o recordados a fogonazos, de los incesantes telediarios de los años noventa–, que acabe por ocuparlo todo, anidando y agitándose en la misma mirada del viajero, esparciéndose silenciosamente como un oscurecer. Después, a medida que la ciudad se asienta ante los ojos del visitante, la sensación se atenúa ligeramente. Al fin y al cabo, a todo –y el sentido profundo de ese a todo causa verdadero vértigo al entreverse desde aquí–, a todo se acostumbra uno.
2. Una cita de Andrić
M. me cita en un pequeño restaurante tradicional bosnio, Žara iz duvara (La ortiga de la pared), que sin estar propiamente en el casco histórico de Sarajevo se encuentra lo suficientemente cerca como para que un turista recién llegado pueda encontrarlo sin problemas. Pero añade una indicación por si acaso, como si adivinara mi torpeza: “Justo detrás del mercado de Markale, donde la masacre”. El Markale, abreviatura de Markt halle (nombre original en alemán), es la sede del mercado cubierto de Sarajevo, inaugurado en 1894, durante la ocupación austríaca. La sobria construcción neoclásica, con tres arcos y la inscripción “Gradska trznica” (mercado de la villa) en el frontispicio, es uno de los numerosos edificios de estilo austro-húngaro que la Administración imperial erigió en el centro de la ciudad, al lado de la Baščaršija, el barrio histórico musulmán. En la coexistencia de ambos legados reside parte del encanto de la ciudad, que permite al visitante transitar de la cálida y ajetreada atmosfera estambuliota a los señoriales aires de la Viena decimonónica, en apenas unos pasos.
Durante la guerra de Yugoslavia, las cercanías del mercado, y en particular la zona de mercado al aire libre (Pijaca Markale) situado a unos metros, fueron bombardeadas, en horas de alta afluencia de clientes, desde posiciones serbo-bosnias (presumiblemente, desde el monte Trebević, al sureste de Sarajevo) en febrero de 1994 y agosto de 1995: se calcula que 111 personas murieron y 219 resultaron heridas. El Tribunal Penal Internacional para la ex-Yugoslavia (TPIY) tipificó las masacres de Markale como “actos de genocidio”, y condenó a los militares serbo-bosnios Galić y Sladoje, así como a sus superiores Radovan Karadzić y Ratko Mladić, como máximos responsables de las matanzas.
Como otros ataques especialmente sangrientos contra población civil durante el asedio, su autoría nunca fue oficialmente reconocida. En lugar de ello, los medios oficialistas serbios y serbo-bosnios prefirieron difundir el rumor de que los bombardeos habían sido realizados por las propias fuerzas bosníacas (musulmanas) que intentaban defender la ciudad. Todavía hoy, las discusiones sobre la autoría de esos ataques siguen despertando ásperas polémicas: la reciente concesión del Nobel de Literatura a Peter Handke devolvió por un momento a la actualidad, entre otras intervenciones y tomas de posición dudosas, su hiriente escepticismo, que para algunos raya el negacionismo delictivo, sobre la responsabilidad serbia de los bombardeos sobre el Markale.
El restaurante se encuentra efectivamente muy cerca de ambos lugares, en la misma manzana que el mercado al aire libre, rebosante de clientes y tenderos, de frutas y verduras. Durante la comida, M., bosnio adoptivo (que es una forma de ser doblemente bosnio, por circunstancia y por elección, en un país donde la elección, de haberla, suele consistir en dejar de serlo), deplora los tópicos y los lugares comunes que nutren la cobertura internacional de la situación en Sarajevo o en Bosnia, manoseados hasta la saciedad y que parecen circular sin fin, como si no hubieran tenido principio. La inmensa mayoría de piezas periodísticas que el lector europeo –occidental en general– puede leer sobre la región, sobre la guerra, sobre sus causas o sus consecuencias, son “refritos de otras piezas ya publicadas, aderezadas con un par de citas de Andrić”. La aseveración podría rezumar amargura, pero M. la acompaña con una sonrisa comprensiva y machadiana, mairenesca. Una sonrisa vagamente resignada, que matiza sin desmentir la denuncia –no sólo en lo que atañe a Bosnia–de un mundo saturado de informaciones que en demasiadas ocasiones sólo son las mismas, infinitamente repetidas. La queja no es original –tendría ocasión de escucharla, y de proferirla yo mismo, en otras ocasiones–, pero ello no la hace menos justa y, por tanto, menos digna de recordarse.
Refritos aderezados de citas de Andrić: la fórmula es certera. Yo mismo –me digo removiéndome en mi asiento, al oírsela a M.– he aterrizado en Sarajevo con una de esas citas grabada en la mente, como una impresión previa (un pre-juicio) de un país en el que aún no he puesto un pie: es la que precede este texto, “ici, c’est la Bosnie; un pays qui plie, mais qui ne change pas” (“esto es Bosnia; un país que se doblega, pero no cambia”). Procede de (la edición francesa de) Omer pacha Latas, la novela póstuma e inacabada (publicada en 1975) del novelista, que describe la vida en el Sarajevo decimonónico y otomano, “bajo el yugo otomano” según la fórmula consagrada. El título hace referencia a Omer Pachá (1806-1871), nacido Mihajlo Latas, comandante (séraskier) del Ejército otomano enviado a Sarajevo desde Estambul para restablecer el orden imperial, cuya llegada (históricamente documentada) a la ciudad en 1850 es el punto de partida de la novela.
Un pays qui plie, mais qui ne change pas. “Es una frase terrible”, comenta mi amiga R. cuando se la leo. No estoy seguro de estar de acuerdo con ella, aunque entiendo a qué se refiere. El rechazo a cambiar, la pretensión de permanecer fijo e inalterable, insensible a lo que ocurre alrededor, tiene algo de terrible y de sordo, desde luego. Y no es menos terrible la acusación de plegarse, de someterse –en el caso de Bosnia– a imperios venidos del este y del oeste. Plegarse sin cambiar, como asentir sin escuchar o sin compartir, es, además, una forma de hipocresía, de disimulo.
Pero es también una forma de resistencia silenciosa, de dignidad íntima y secreta. La única épica, quizá, al alcance de los que no han podido defenderse, cuando todo lo demás se ha perdido. “Pueden forzarte a decir cualquier cosa”, musita Julia a Winston en 1984, “pero no hay forma de que te lo hagan creer”. Julia expresa más una esperanza obstinada que una certeza: “dentro de ti no pueden entrar”. La distopía de Orwell, escrita en 1949, no da margen ni siquiera a ese triste consuelo, pero la ilusión de que siempre es posible una última trinchera frente al abuso victorioso, un santuario inviolable al abrigo de la Historia, reaparece y resuena universalmente –venceréis pero no convenceréis, espetaría Unamuno en 1936 a los militares que interrumpían su discurso, en el paraninfo de la Universidad de Salamanca– en cada impotencia, en cada humillación infligida sin respuesta, en cada combate desigual, en cada derrota sin remedio. La Bosnia de Andrić –o el tropo que Andrić rescata para su Bosnia natal, su versión local del grito unamuniano–, estérilmente orgullosa, eternamente vencida, tozudamente inmóvil en su impotencia, que se somete pero no cambia y que no cambia ni cuando se somete, es la fantasía compartida de todos los perdedores de la Historia, una suerte de espíritu burlón y justiciero dedicado a perseguir y atormentar silenciosamente a los vencedores.
Por supuesto, se trata de una construcción ideológica, y Andrić es plenamente consciente de estar participando en su producción, su reproducción y su difusión; de estar derramándola, a través de sus obras, sobre la Bosnia de su infancia y juventud. No cabe confundir las sociedades con los imaginarios (las leyendas, las mitologías) que se vierten sobre ellas, ni con los que ellas mismas adoptan, de los que se revisten o a los que acomodan. Pero no todas las sociedades adoptan las mismas mitologías, ni aceptan los mismos imaginarios. Los mitos con los que las sociedades se cuentan a sí mismas, o con los que admiten ser contadas, nos dicen algo sobre las sociedades mismas, de la misma forma que uno aprende a conocer a alguien, incluso al más fantasioso de los fabulistas, escuchándolo hablar de sí mismo lo suficiente.
El propio Andrić valora así su propia labor como intelectual, como guardián de imaginarios y fabricante de sentidos colectivos, poniendo esta reflexión en labios de su versión apócrifa del pintor Francisco de Goya: “He visto la guerra, la enfermedad, la muerte, la revuelta (..) y jamás he encontrado ni sentido, ni plan, ni objetivo a nada de ello. Pero he llegado a una conclusión (..): hay que auscultar las leyendas, esas huellas que dejan las comunidades humanas a lo largo de los siglos, y buscar en ellas, en la medida de lo posible, el sentido de nuestro destino…” (Conversaciones con Goya,1935). Eso parece hacer con su Bosnia natal, rescatar en las leyendas del folclore local –ese país magullado que se pliega sin cambiar– los posos en los que leer el destino colectivo. Se diría que Andrić y su Goya, surgido del pasado en una taberna de Burdeos, hablan por todos los intelectuales y por todos los artistas, embarcados en la ímproba y peligrosa tarea de tomar entre sus manos una realidad amorfa, absurda, y dotarla de un sentido reconocible, para sí y para los demás –un moldeado incierto, caprichoso por momentos, del que pueden salir tanto espejismos de la razón como ensoñaciones monstruosas.
Ivo Andrić nació en Travnik (Bosnia central), en el seno de una familia católica sarajevita, durante la dominación austro-húngara. Enviado muy joven a Visegrado, al este de Bosnia, regresaría a Sarajevo, a casa de su madre, al terminar sus estudios elementales; en la capital bosnia cursaría sus estudios secundarios y se implicaría en el movimiento nacionalista pro-yugoslavo Mlada Bosna (Joven Bosnia): allí compartiría militancia con el asesino del archiduque Francisco Fernando, Gavrilo Princip, cuyo espíritu (el de ambos, el asesino y el asesinado) se pasea aún hoy por el centro de Sarajevo. Más tarde Andrić completaría estudios en Zagreb, Viena –donde se doctoró– y Cracovia, pero las tres ciudades bosnias de su nacimiento, infancia y primera juventud (Sarajevo, Visegrado, Travnik) se convertirían en escenarios de su trilogía bosnia, formada por la ya mencionada Omer pacha Latas, El puente sobre el Drina (1945, quizá su obra más conocida, ambientada en Visegrado), y la Crónica de Travnik o Crónica bosnia (1945). Debido a la popularidad y el reconocimiento de su obra en el extranjero (es el único yugoslavo galardonado con el Nobel de Literatura), el imaginario bosnio que impregna sus novelas, de un orientalismo vivaz, coloreado con esa épica de la derrota permanente, se ha convertido en una de las puertas más accesibles por las que un extranjero, periodista o simple curioso que se interese por la región –como quien escribe estas líneas– puede colarse para empezar a explorarla.
3. Una ciudad cosida por los puentes
El autobús del aeropuerto se acerca al lecho del río Miljacka, tras dejar atrás los modernos edificios del distrito financiero de Marijin Dvor y las enormes pantallas luminosas del Sarajevo City Center (SCC), y ya no se separa de su lado hasta alcanzar su destino, que es la antigua sede del Ayuntamiento de la ciudad. El Miljacka es un río humilde, de escasísimo caudal (apenas cinco metros cúbicos por segundo, insignificante si se compara con los 500 del Sena o los 66 del Támesis) y aguas no especialmente cristalinas. La ciudad alargada se extiende en torno a su cauce, rodeada de las colinas de los Alpes Dináricos y custudiada por los montes meridionales Igman y Bjelašnica, Trebević, Jahorina y Romanija. Una leve llovizna acompaña el trayecto, y por la ventana del autobús, surcada de regueros acelerados de lluvia, se suceden los puentes de piedra, de hierro o de cemento, en su mayoría tan modestos como el flujo de corriente que salvan.
Si el imperio romano dejó una herencia de vías y calzadas que cruzan buena parte del Europa y que construyen, aún hoy, el armazón del sistema continental de transportes por tierra; el imperio otomano que lo reemplazó en Oriente, dejó en los Balcanes, y particularmente en Bosnia, una huella física igualmente duradera, en forma de puentes de piedra. Las imponentes vistas de los puentes de Mostar y Visegrado sobre los ríos Neretva y Drina son algunas de las imágenes más icónicas del país balcánico; un símbolo trágico, cruelmente irónico u obstinadamente esperanzado, según la perspectiva con la que se contemple. Y ese legado es especialmente marcado en la capital bosnia, indiscutiblemente el centro urbano más importante de los nuevos territorios otomanos desde su fundación en 1461.
Allí, en Sarajevo, el poder otomano construyó un total de trece puentes sobre el río Miljacka, que discurre plácidamente a mi derecha, aunque en un sentido contrario al del autobús. Muchos de ellos fueron originalmente construidos en madera a lo largo del siglo XVI, y posteriormente en piedra; algunos fueron severamente dañados a causa de inundaciones –el río es habitualmente manso, pero la ciudad recuerda durante generaciones sus crecidas más dramáticas: 1619, 1629, 1783, 1843–, y tuvieron que ser reparados o reconstruidos. Durante la ocupación austríaca, a finales del siglo XIX, varios fueron reemplazados por puentes de hierro (como el puente del emperador, Careva ćuprija, cuya última reconstrucción data de 1897; el del carbón, de 1886; o el de Skanderija de 1893, también llamado puente Eiffel porque se dice –aunque no hay prueba documental de ello– que fue diseñado por el estudio del célebre ingeniero francés), y se construyó alguno nuevo, como el puente Drvenija (1898). Otros son más recientes, como el puente para vehículos de la calle Hazme Hume, en Skanderija, o el nuevo puente peatonal Festina lente (en latín, “Apresúrate despacio”), construido en 2012 con un curioso bucle central con vocación de mirador, a la altura de la Academia de Bellas Artes y la Facultad de Derecho.
De los siete puentes en piedra de la época otomana, tres han llegado hasta nuestros días. El más impresionante, y el único que, quizá por su altura, se ha conservado íntegramente –los otros han tenido que ser reparados o reconstruidos en algún momento–, se encuentra a unos dos kilómetros del centro de la ciudad, remontando el curso del río hacia el este. Si el día y la estación acompañan, se puede visitar dando un agradable paseo salteado de verde, bordeando el río. Hecho fundamentalmente de mármol, el puente consta de un solo arco: es el puente de la cabra (Kocija ćuprija), construido en el siglo XVI por mandato del gran visir otomano de origen serbo-bosnio, Mehmed Pachá Sokolović (que también haría construir el famoso puente sobre el Drina). El folclore sarajevita, al que el puente debe su nombre –detrás de cada nombre hay una historia–, ofrece una versión más popular de su origen: dos hermanos pastores de cabras, que cruzaban cada día con su rebaño el río a través de un precario puente de madera, descubrieron un día en una de las orillas un cuantioso tesoro escondido, desenterrado por una de sus cabras. Con las riquezas descubiertas, uno de los hermanos hizo construir una magnífica mezquita, y el otro mandó levantar allí mismo el puente, igualmente majestuoso. La leyenda tiene una obvia moraleja moralista y piadosa –los dos hermanos se hicieron sabios y santos–, pero no es imposible hacer una lectura algo más gamberra, una velada lección de humildad a la atención de los grandes señores que confiaban su posterioridad a obras que verían pasar los siglos… pero que podrían haber salido del capricho de una cabra empeñada en escarbar en la tierra. Con cabra o sin ella, el puente custodia orgullosamente la llegada del río por el este de Sarajevo, y sería, hasta el desvanecimiento del poder otomano en Bosnia, un nodo central en el “camino imperial” entre la ciudad y la Sublime Puerta, paso obligado de visires y dignatarios, ejércitos y funcionarios en afanoso tránsito de una a otra.
Los otros dos puentes otomanos sobre el Miljacka son más céntricos y se ven al atravesar la ciudad desde el autobús, o al recorrerla con los tranvías que bordean el río. El primero es el más famoso. Pese a ser obra otomana, se le conoce como “puente latino” (Latinska ćuprija), por situarse a la altura del antiguo barrio de Latinluk, donde en su época se concentraba una colonia de mercaderes de Dubrovnik (Ragusa), mediterráneos y católicos –“latinos” pues, para la muy oriental mirada otomana.
4. El Puente Latino
Por el extremo norte de ese puente se empezó a desgarrar Europa hace más de un siglo. Fue allí donde el nacionalista serbio (o yugoslavo, según quién y cuándo lo cuente) Princip asesinó a tiros al archiduque Francisco Fernando, heredero al trono imperial austro-húngaro, y a su esposa Sofía Chotek, en visita oficial a Sarajevo. Era el 28 de junio de 1914, Vidovdan (Día de San Vito), festividad nacional y religiosa serbia; hacía sólo seis años que Bosnia había sido formalmente “anexionada” al Imperio de los Habsburgo, aunque llevaba más de un cuarto de siglo bajo administración austríaca.
Princip era uno de los (al menos) cinco conjurados de Mlada Bosna que se habían desplegado a lo largo del recorrido previsto de la comitiva imperial, para atentar contra la vida del archiduque. Los dos primeros fueron incapaces de actuar en el momento decisivo; el tercero sí lo hizo, pero su bomba erró el objetivo y, en vez de alcanzar al dignatario, explotó entre la muchedumbre, causando múltiples heridos. A la cuarta ocasión –la impericia terrorista recuerda a la de Los justos, de Camus–, fue pues la vencida: aunque la narración habitual del suceso tiende a presentar como sorpresivo el fatal tiroteo, la verdadera sorpresa habría sido que el archiduque hubiera salido indemne de una visita mal preparada, dudosamente necesaria, políticamente inconveniente, temeraria en su planificación y en su ejecución –agravada por la obcecación del archiduque de proseguir a cuerpo descubierto su recorrido por las calles de Sarajevo, tras el primer intento de atentado–, y sobre la que pesaban notorias y persistentes amenazas terroristas.
La reacción de Austria-Hungría al asesinato, declarando la guerra a Serbia tras un ultimátum imposible, desencadenaría la Primera Guerra Mundial. Entre otras consecuencias, y tras decenas de millones de muertos, ésta conduciría a la caída de la milenaria dinastía Habsburgo y a la disolución del propio imperio austríaco. También a la desintegración definitiva del imperio de la Sublime Puerta, que había dominado Bosnia y los Balcanes durante varios siglos, a la caída de la dinastía Hohenzollern en Alemania, cuyo gobierno había instigado la declaración de guerra austríaca, y a la del zarismo en Rusia, aliada tradicional de Serbia.
Además de la inevitable placa conmemorativa del suceso, la famosa esquina alberga hoy el pequeño Museo del Atentado o del Asesinato de Sarajevo (su nombre oficial es algo más neutro: Muzej Sarajevo 1878-1918), que acoge exposiciones, además de sobre el atentado mismo sobre la vida en la ciudad durante la ocupación y la anexión por Austria-Hungría, y hasta el final de la Primera Guerra Mundial. Un monumento en honor del archiduque asesinado y su mujer fue instalado en el lugar del atentado en 1917, en plenas hostilidades. Sería retirado dos años después, tras el fin de la guerra, cuando el imperio austríaco que lo había hecho instalar se había volatilizado, y su antigua –efímera– provincia de Bosnia y Hercegovina se había integrado ya en la primera Yugoslavia, el “Reino de los Serbios, los Croatas y los Eslovenos” que dirigía una dinastía serbia. El puente adoptaría entonces el nombre del asesino Princip.
Aquella primera Yugoslavia monárquica no existe ya. Y la que le sucedió, tampoco. Tras su estallido en los años noventa, el puente regresó plácidamente, como un muelle sobre el que se deja de ejercer fuerza, a su denominación original otomana. En el lugar donde se encontraba el monumento al archiduque, una placa transparente recuerda y documenta hoy su emplazamiento: un recuerdo del recuerdo. Al baile de regímenes corresponde un baile simétrico de memorias, de monumentos y de placas, donde celebrados y denostados intercambian sus papeles: la esquina por la que se empezó a resquebrajar Europa es, también, un mirador privilegiado sobre la permanente reinvención, la curiosa reversibilidad, la paradójica provisionalidad de la Historia. Gavrilo Princip, que tendría ahora 126 años, moriría en prisión a los 23, en febrero de 1918: no vio concluir la masacre de alcance continental –ésta sí, incontestable e irreversible– que siguió a sus disparos.
Apenas medio kilómetro más allá del Puente Latino, en dirección al centro de la ciudad, se encuentra el puente del alcalde (Šeher-Ćehajina ćuprija). Allí se detiene el autobús del aeropuerto: el río surge a la derecha de la colina de Vratnik, abriéndose paso desde el valle que delimita el acceso este de la ciudad. A la derecha, el histórico barrio de Alifakovac ofrece, sobre los cuatro arcos del puente de piedra, una de las postales orientales más pintorescas de la ciudad, con el vistoso minarete de la mezquita de los peregrinos (Hadžijska džamija) y las tradicionales casas de teja roja esparcidas por las faldas del monte Trebević.
5. ‘Vijećnica’, Goytisolo y la batalla por la civilización
A la izquierda, se alza un ostentoso edificio con falsos aires de castillo y estilo vagamente morisco, pintado en líneas ocres y anaranjadas, que contrasta vivamente (entiéndase, que no encaja) con la sobriedad –o la modestia– del resto de edificios cercanos. Es Vijećnica (en bosnio, Casa consistorial), que fue primero sede del Ayuntamiento de Sarajevo, hasta 1949, y después de la Biblioteca Nacional bosnia, antes de ser incendiada y casi reducida a escombros por los obuses chetniks. Tras su reconstrucción y reapertura en 2014, Vijećnica inauguró una nueva vida como centro de convenciones y exposiciones y símbolo –uno de tantos– de la destrucción y la obstinada resurrección de la vida sarajevita; en realidad, de la torturada y sinuosa historia de la ciudad y de sus gentes, plagada de recovecos.
No es evidente a la vista de su estilo hispano-morisco, más o menos inspirado en el Alcázar de Sevilla, pero fueron los austríacos los que construyeron Vijećnica a finales del siglo XIX, entre 1892 y 1896. La grandiosa casa consistorial, proyectada inicialmente por el arquitecto checo Alexander Wittek, fue concebida para señalar la consolidación del poder imperial austro-húngaro sobre la antigua perla otomana, y hacerlo en el corazón mismo del barrio tradicional musulmán, la Baščaršija (del turco Başçarşı, “mercado principal”). Austria-Hungría había obtenido el beneplácito de la “comunidad internacional” de la época, reunida en el Congreso de Berlín (1878), para ocupar militarmente y gestionar en la práctica las provincias nominalmente otomanas de Bosnia y Hercegovina.
Para una adecuada exhibición de magnificencia y poderío de la nueva Administración imperial, las autoridades austríacas no repararon en gastos; se calcula que Vijećnica fue uno de los edificios de uso civil más caros de su época. Tampoco en daños colaterales: para su construcción, hubo que expropiar y demolir previamente un vecindario entero. Comprensiblemente, la mayoría de afectados acabaron resignándose –la Bosnie est un pays qui plie…– y aceptando las condiciones con las que las nuevas autoridades reales e imperiales los echaron de sus casas. Uno de ellos, Benderija, sin embargo, se negó obstinadamente a abandonar su vivienda, y su resistencia fue tan encarnizada que la Administración acabó ofreciéndole reconstruir su casa, piedra por piedra y ladrillo a ladrillo –…mais qui ne change pas–, al otro lado del río, frente al emplazamiento original. Sólo a cambio de esa reconstrucción, y de una cuantiosa compensación económica, Benderija aceptó ceder el terreno para el Ayuntamiento. Y así se hizo: frente a la suntuosa Vijećnica se alza desde 1895, desafiante, la réplica exacta de la casa de la discordia de Banderija: es la Inat kuća, la “casa del despecho”. Además de un lugar obligado del folclore local (“House is still there despite all governments and symbolizing stubborness of Bosnian man”, reza la explicación en inglés de la leyenda, a la atención de turistas y curiosos), hoy es un afamado restaurante de comida tradicional bosnia –que no renuncia a atraer por la Historia a aquellos que no se dejan atrapar por el estómago.
Tras la Segunda Guerra Mundial, Vijećnica fue reafectada como Biblioteca Nacional y Universitaria de la nueva república socialista de Bosnia y Hercegovina. Sus fondos incluían entre un millón y medio y dos millones de ejemplares, entre los que se contaban unos cien mil manuscritos y libros raros; e integraban los archivos de la Universidad de Sarajevo y el depósito de libros, diarios y publicaciones periódicas publicadas en Bosnia (Riedlmayer, 1996).
Se estima que entre el 80% y el 90% de los fondos resultaron destruidos por la artillería chetnik a finales de agosto de 1992. El brutal ataque contra la Biblioteca Nacional ejecutado por las fuerzas serbo-bosnias en aquel verano resulta, si cabe, aún más difícil de digerir si se tiene en cuenta que fue, al parecer, planificado y ordenado por un respetado profesor de literatura de la Universidad de Sarajevo, Nikola Koljević, uno de los expertos más reconocidos en Yugoslavia sobre Shakespeare. Así lo relata el autor bosnio-americano (bosníaco) Aleksandar Hemon, que fue uno de sus alumnos. Koljević, número dos de Radovan Karadzić en el verano de 1992, puso su exquisita cultura y su prestigio académico al servicio de un proyecto de limpieza étnica, criminal y genocida, dirigido a aniquilar la cultura y la memoria de buena parte de sus alumnos, a eliminarlos físicamente. Su caso, su figura, muestra bien que la frontera entre civilización y barbarie, de haberla, es mucho más confusa de lo que cabría desear, sobre todo cuando la segunda está impulsada por el fanatismo identitario, nacionalista, capaz de volver, con letal eficacia, el impulso civilizatorio contra sí mismo.
Koljević se suicidaría sin gloria en 1997, tras haber sido apartado de poder del núcleo dirigente de la entidad separatista de Karadzić. No fue el único intelectual ni académico serbo-bosnio implicado en las operaciones de limpieza étnica sufridas en Sarajevo y en el resto de Bosnia y Hercegovina durante la guerra. Ahí está, por ejemplo, Biljana Plavšić, declarada chetnik e ideológa racista, también número 2 de Karadzić y presidenta de la entidad serbo-bosnia entre 1996 y 1998, condenada tras la guerra por genocidio y delitos de lesa humanidad. Plavšić, reputada profesora de Biología en la Universidad de Sarajevo, defendía la limpieza étnica como un “fenómeno natural”, y justificaba “científicamente” el genocidio contra lo bosníacos por su supuesta inferioridad genética: en 1994, afirmaba que “[los musulmanes bosnios] son material genéticamente defectuoso que adoptaron el islam. Y por supuesto, con cada nueva generación [el defecto genético] se concentra más. Se vuelve cada vez peor… está en sus genes” (cit. en Inić, 1996). Plavšić fue reemplazada en 1998, al frente de la entidad serbo-bosnia, por Nikola Poplasen, otro intelectual ultranacionalista y profesor en las Universidades de Sarajevo y Banja Luka. El incendiario Vojislav Šešelj, líder del Partido Radical Serbio (SRS), antiguo aliado de Milosević, propagandista de la “Gran Serbia” e igualmente condenado por el TPIY, es natural de Sarajevo y fue profesor de Ciencias Políticas en la Universidad de Michigan: entre sus intervenciones más tristemente famosas, por las que fue procesado, destacan las llamadas públicas a “limpiar” de croatas las poblaciones de Hrtkovci (Voivodina, Serbia) y Vukovar (actual Croacia), tras las cuales cientos de croatas fueron efectivamente expulsados o asesinados por milicias afines a su partido, en 1991… Si los intelectuales demócratas europeos fallaron en la antigua Yugoslavia a su misión histórica de defender los valores universales de humanismo y ciudadanía allí donde estaban realmente amenazados, los intelectuales balcánicos al servicio del nacionalismo contribuyeron muy activamente, desde sus púlpitos y sus cátedras, sus plumas y sus tribunas, a poner a punto una espiral de odio que se cobraría la vida de cientos de miles de personas, y quebraría la de millones más: una pesadilla de la civilización convertida en monstruo, al servicio de la destrucción y la muerte. Los que se opusieron a tan infernal maquinaria y mantuvieron una mirada lúcida, o simplemente libre, sobre el conflicto, en Bosnia, en Serbia o en Croacia, serían apartados, silenciados, ridiculizados o perseguidos, cuando no condenados al exilio.
Aunque la Biblioteca Nacional fue la institución cultural que sufrió un mayor ensañamiento, otras instituciones y otras bibliotecas de la ciudad soportaron también los ataques de las fuerzas de Radovan Karadzić y Ratko Mladić, dirigidos en realidad a borrar de la faz de la tierra los indicios, los restos y la memoria, y con ellos la idea misma de una Bosnia mestiza, pluralista y multicultural, antítesis de sus delirios integristas: la Biblioteca del Instituto Oriental de Sarajevo, la del Museo Nacional o la Biblioteca Gazi Husrev-Beg fueron también bombardeadas, y sus colecciones dañadas en mayor o menor medida.
El bombardeo de Vijećnica se convirtió en sinécdoque de todas las agresiones al patrimonio cultural bosnio durante la guerra. Por la enormidad del asalto, por el cinismo de la agresión –de nuevo, las fuerzas asediantes pretendieron desviar sobre los asediados la responsabilidad del bombardeo– y por los daños causados, desde luego; pero también porque las imágenes del Ayuntamiento en llamas, y prácticamente reducido a escombros tras los bombardeos, dieron la vuelta al mundo.
Miljenko Jergović, el escritor sarajevita, dedica al incendio de las bibliotecas uno de sus cuentecillos (nouvelles, reza la edición francesa) sobre la vida durante la guerra, agrupados bajo el título de Sarajevski Marlboro (El jardinero de Sarajevo, en su edición española). La experiencia de una ciudad asediada, sometida a bombardeos e incendios constantes, le permite adquirir un tono casi docto sobre estos últimos: “si la llamarada se eleva de repente, salvaje y descuidada como la melena de Farrah Fawcett, y se apaga aún más súbitamente, dejando que el viento disperse sobre la ciudad las cenizas y los restos de las hojas calcinadas, puedes estar seguro de que es la biblioteca de alguien la que acaba de arder”. Y sigue: “Como has visto danzar una infinidad de esas antorchas gigantes durante los trece meses de bombardeos, te dices que Sarajevo reposaba sobre libros. Incluso aunque no sea cierto, quieres creerlo mientras tus dedos acarician los tuyos, que aún están intactos…”.
En parte por la ostentosa mezcla de alevosía, saña y cinismo del ataque, en parte por la amplia difusión internacional de los bombardeos, y en parte también, quizás, porque la imagen de libros o bibliotecas ardiendo sigue siendo una muestra inequívoca de barbarie y guerra a la civilización, que ni el más audaz de los equidistantes se atreve a discutir, el incendio y la destrucción de fondos de Vijećnica conmocionó y movilizó a figuras relevantes de la cultura internacional. Muchos se indignaron desde columnas y tribunas. Algunos –pocos– se implicaron personalmente en la tarea de rescatar lo que fuera posible del patrimonio amenazado, y en hacer llegar a la audiencia occidental toda la crudeza de los crímenes en curso.
En Sarajevo se recuerda, por ejemplo, la figura de Juan Goytisolo. Atendiendo a la llamada de Susan Sontag, el escritor barcelonés, entonces afincado en París, se desplazó a la capital bosnia para cubrir para El País el asedio en el verano de 1993. Además de en forma de crónicas en el periódico, sus reportajes se publicarían en forma de libro ese mismo año, bajo el título de Cuaderno de Sarajevo. En ellos late la indignación ante la carnicería que se estaba desarrollando a su alrededor, en total impunidad, y ante el olvido, la indiferencia, la incompetencia o la parálisis de las potencias occidentales. Al describir el pulso de una ciudad obligada a sonreír –como decía Alberti del Madrid republicano– con plomo en sus entrañas, Goytisolo piensa en España y en la guerra civil. Por sus páginas encendidas desfilan los espectros de la conflagración española, las amargas denuncias de Machado sobre la pasividad internacional y las columnas de refugiados de Argelès huyendo de la represión franquista, los bombardeos sobre Madrid, el naufragio de la frágil República española, permitido o inducido por el apocamiento, el desinterés y el encogimiento de hombros de las democracias vecinas, escudadas entonces –como en la primera fase de la agresión chetnik contra Sarajevo y Bosnia– en la falsamente ecuánime retórica de la “no intervención”. Goytisolo describe la crudeza del fin del mundo sarajevita; alerta y fustiga la sordera y el silencio extranjeros, atronadores; y denuncia la inacción de los intelectuales comprometidos, que contrapone al activismo que otra generación de intelectuales ejerció a favor de la España republicana.
El paralelismo con la España en guerra, con la República abandonada, es recurrente en las páginas del Cuaderno. Y aunque pueda discutirse el rigor histórico de la comparación, la pertinencia de su cometido está meridianamente clara: se trata de recordar al despreocupado lector español, que lee (que leímos) sobre Bosnia desde una distancia psicológica mucho mayor que la estrictamente geográfica, que Sarajevo no es un allí lejos, sino más bien un cualquier sitio, por no decir un potencial aquí mismo. Que es Guernica o Madrid o cualquier otro nombre que resulte familiar y no abstracto; que es la historia permanente del horror premeditado, fríamente planificado, deliberadamente ejercido, y culposamente tolerado por quienes tenían los medios para detenerlo.
Sin dejar de apoyarse en el recuerdo de la “guerra de España”, Goytisolo carga también contra la apatía de escritores, artistas, filósofos, figuras de la cultura y el pensamiento contemporáneos, ante la tragedia bosnia. Pero probablemente exagera e idealiza el contrapunto, el compromiso de “los intelectuales”, como gremio, en la guerra civil española, y ello le lleva a desesperarse ante la ausencia y desvinculación de Europa (de su intelligentsia, aunque no sólo) del último gran conflicto europeo del siglo XX. Después de Bosnia, se han sucedido los ejemplos que invitan a rebajar las expectativas y las esperanzadas depositadas en “los intelectuales”, y en particular en su capacidad colectiva para posicionarse sensatamente en cualquier conflicto complejo que involucre a fuerzas capaces de generar dádivas y producir y hacer circular narrativas favorables a sus intereses. Los llamamientos más o menos genéricos al gremio para que se “comprometan” corren el riesgo de caer en el vacío, de saldarse con éxitos triviales y gregarios, perfectamente prescindibles –“…humaredas perdidas, neblinas estampadas”, de nuevo Alberti–, o abiertamente contraproducentes.
La celebración de “los intelectuales”, de su compromiso y de su tino, es casi siempre una celebración a posteriori, donde unos pocos –los justos, los que se recuerdan, los que se consiguieron orientarse, pese a los intereses, las intoxicaciones y las comodidades; se atrevieron a ir contracorriente, y acertaron– salvan el prestigio de muchos otros que la Historia piadosamente no retiene: los que, lejos de denunciar lo inaceptable, contribuyeron a alumbrarlo, a justificarlo, a enaltecerlo o a desdramatizarlo ante sus audiencias. Los que, viéndolo venir, lo acompañaron por temor a verse arrasados a su paso, o lo dejaron pasar sin combatirlo. Los que se dejaron llevar por una u otra narrativa interesada. Los que pusieron su pluma o su arte, su cátedra, su púlpito al servicio de un estandarte, los que vendieron sus credenciales o las alquilaron al mejor postor, los que no creyeron necesario movilizarlas en defensa de la decencia silenciada. Los que se equivocaron de bando, por pasión, por prejuicio o por mal cálculo. Los que escogieron por malas razones, independientemente de su elección. Los confundidos, los cínicos, los frívolos, los inconscientes. Los que estaban ocupados en otras causas, que parecían más dignas o más urgentes. Los que no llegaron a entenderlo, y los que lo entendieron demasiado tarde. Visto con (más) perspectiva, eso es lo que ocurrió –volvió a ocurrir– en Bosnia y en Yugoslavia. La tarea de los intelectuales, como la entendían Andrić y su Goya, de moldear una realidad amorfa, y dotarla de un sentido reconocible al mismo tiempo que está ocurriendo, se salda con más fracasos que éxitos. Y aún entre estos últimos, son pocos los éxitos que sobreviven cuando la bruma se ha disipado. Pero ese es el caso del indignado Goytisolo, de su Cuaderno de Sarajevo y de sus esfuerzos por hacer presente el drama sarajevita en las abotargadas retinas occidentales, españolas en el caso de sus reportajes para El País. El de Goytisolo (como el de Susan Sontag, Christopher Hitchens y el de unos pocos más que denunciaron, con ellos, la carnicería balcánica), es uno de los nombres que nos salvaron a todos, y que recordaremos –recordamos– para exigir a los intelectuales nuevos, en nuevos conflictos y nuevos olvidos, el coraje y el tino que demostraron en Bosnia figuras como la suya.
Pero esto no iba a ser un nuevo paseo (otro recorrido, el enésimo recorrido) por las huellas de la última guerra en Sarajevo. Al adentrarme en la antigua Biblioteca Nacional, me pregunto si (cómo) puede realmente no serlo. En su interior, una suave melodía desciende del exuberante corredor circular que rodea el atrio en columnata: un músico vestido de negro toca discretamente la flauta, como si uno y otra formaran parte del mobiliario. Es imposible no asociar la escena con los conciertos del “chelista de Sarajevo” Vedran Smailović en 1992; la quietud de la nueva Vijećnica, reconstruida y resplandeciente, contrasta con la desolación de las ruinas sobre las que Smailović interpretaba el Adagio de Albinoni –en el Ayuntamiento y en otros edificios reducidos a escombros por la artillería chetnik.
Tras la guerra, el edificio fue reconstruido con la ayuda de la Unión Europea, especialmente de España, Austria y Hungría, según reza la placa de la entrada; y funciona fundamentalmente como centro memorístico, de exposiciones y conciertos de la ciudad. Éste no iba a ser un nuevo paseo (otro recorrido, el enésimo recorrido) por las huellas de la última guerra en Sarajevo, pero Vijećnica acoge el centro de información bosnio del TPIY, y en su planta baja se puede visitar, desde 2018, la reconstrucción de la sala de juicios número 2, en las que el Tribunal condenó, entre otros, al general serbo-bosnio Dragomir Milosevic por el asedio a la ciudad. Una exposición en la primera planta celebra el movimiento partisano bosnio, encarnado en el ZAVNO BiH (Zemaljsko antifašističko vijeće narodnog oslobođenja Bosne i Hercegovine, Consejo Antifascista para la Liberación Nacional de Bosnia y Hercegovina), y la Bosnia multicultural, integrada en la Yugoslavia socialista, que quiso alumbrar al término de la Segunda Guerra Mundial. En las paredes, en bosnio y en inglés, se puede leer el fragmento decisivo de la proclamación de ZAVNO BiH en su primera sesión, celebrada el 25 de noviembre de 1943: “los pueblos de Bosnia y Hercegovina (..) expresan su voluntad de que su país, que ni es [sólo] serbio, ni croata, ni musulmán [bosníaco], sino a la vez serbio, croata y musulmán, sea libre y fraternal; que en él se garantizará la plena igualdad entre de todos los serbios, musulmanes [bosníacos] y croatas”. Más de ochenta años después la proclama sigue de actualidad, porque el objetivo sigue pendiente. Comprensiblemente, la pared omite la continuación de la proclama, que menciona la disposición de los pueblos bosnios a participar, en igualdad con los demás, en la construcción de una “Yugoslavia democrática, popular y federal”. En el sótano, otra exposición recorre la historia de Bosnia y de Sarajevo en esa segunda y fenecida Yugoslavia –incluida su sangrienta desintegración–, en la Yugoslavia monárquica que le precedió, y durante la administración austríaca (1878-1914) durante la cual emergió, como flamante Casa consistorial del Sarajevo austro-húngaro.
Hoy ya no es Ayuntamiento (aunque se conserva un Plenario para las grandes ocasiones); la nueva vida de Vijećnica es la de un icono renacido, reapropiado, de la ciudad. La reapertura del falso castillo morisco en 2014, otrora encarnación kitsch del imperialismo austríaco y de su ostentosa dominación extranjera sobre la Bosnia otomana –est un pays qui plie…–, lo consolida como símbolo de la resistencia secular bosnia, y su capacidad para absorber y sobrevivir a sus señores de turno –…mais qui ne change pas. Esto no tenía que ser un nuevo paseo (otro recorrido, el enésimo) por las huellas de la última guerra, me repito mientras abandono el majestuoso atrio, y desciendo los escalones de la entrada; pero es difícil no atender el “never forget” que silenciosamente emana de cada piedra, de cada columna, de cada vidriera, de cada nota del olvidado flautista del corredor.
6. De Viena a Sarajevo, el reverso del ‘croissant’
Desde Vijećnica y la propia Baščaršija, que se encuentran a su falda, la colina de Vratnik (del eslavo vrata, puerta) se alza en dirección noreste; el río la rodea por su derecha. El barrio en la colina, accesible a través de estrechas callejuelas empinadas, es uno de los más antiguos de la ciudad. Sarajevo había sido una “ciudad abierta” –es decir, sin grandes murallas, dispositivos defensivos ni de control de accesos– desde su fundación en el siglo XV, hasta que la incursión austríaca en territorios otomanos, en el marco de la “guerra al Turco” o la “Gran Guerra Turca”, se saldó en 1697 con el asalto, saqueo e incendio de la ciudad –entonces repleta de construcciones de madera– a manos de las tropas austríacas del príncipe Eugenio de Saboya.
Hay quien pretende que Sarajevo, entonces el centro comercial y cultural más pujante de la región, y verdadera capital de la Europa otomana, no llegó nunca a recuperarse de aquel asalto, que la redujo prácticamente a cenizas. Tampoco lo hizo la Sublime Puerta; ésta iniciaría entonces un proceso de lento declive que duraría más de dos siglos, que convertiría al temible imperio en el “hombre enfermo de Europa”, una sombra de sí mismo cuyos despojos se repartirían progresivamente las potencias europeas en el tránsito del siglo XIX al XX.
Esa Gran Guerra Turca (vista desde Occidente; los turcos hablan de Guerras a la Liga Santa, Kutsal İttifak Savaşları) comprende en realidad varios conflictos armados que se prolongaron a lo largo de la segunda mitad del siglo XVII, y suponía ella misma una continuación de la larga historia de enemistad entre las potencias cristianas y “el Turco”, desde que éste desembarcó en el continente europeo desde Anatolia. En cierto imaginario colectivo europeo (más bien, europeo occidental y culturalmente católico), el principal episodio ligado a ese largo enfrentamiento es el segundo asedio de Viena por las fuerzas otomanas, en 1683. El primero se había producido un siglo y medio antes, en 1529, siendo sultán Suleimán El Magnífico, y archiduque de Austria el alcalaíno Fernando de Habsburgo. La intervención del hermano de este último, el rey-emperador Carlos I de España y V de Alemania, kaizer Karel, fue entonces crucial para liberar la ciudad imperial.
El asedio de 1683 fue más traumático que el primero y se prolongó durante los dos meses de verano. Llegó a término, felizmente para los vieneses, un 12 de septiembre, cuando las fuerzas de refuerzo de la coalición cristiana (predominantemente austríacas, polacas y alemanas) trabajosamente reunidas por el emperador Leopoldo I de Habsburgo y lideradas por el rey polaco Juan III Sobieski, alcanzaron las inmediaciones de Viena y sorprendieron a las tropas turcas –considerablemente más numerosas– en su propio campamento al norte de la ciudad, derrotándolos en la batalla del monte Kahlenberg. La “pinza” entre las tropas de refuerzo y los defensores de la ciudad permitió desbaratar el cerco otomano sobre Viena y detuvo el avance de la Sublime Puerta, que llevaba tres siglos progresando inexorablemente en Europa. Las tropas otomanas habían puesto pie en territorio europeo por primera vez en 1361, con la toma de Edirne (antigua Adrianópolis), y su avance fue excepcionalmente rápido: menos de cuarenta años más tarde, sus victorias sobre serbios (batalla de Kosovo Polje, 1389) y húngaros (batalla de Nicópolis, 1396) le aseguraban ya el control sobre la mayor parte de los Balcanes. Tras tres siglos a la ofensiva, la marea otomana sólo empezó a remitir en Europa después de haber llegado por segunda vez a las puertas de Viena.
El episodio del sitio de Viena, y el pillaje que practicaron las tropas otomanas en su camino a la capital, acabaron de apuntalar la imagen del Turco (y de todo lo que cayó bajo su órbita) como malo oficial de la Europa civilizada, encarnación de la barbarie y el atraso, el fanatismo y la crueldad. Un papel ingrato en el imaginario que aún representaría durante largo tiempo, y que las propagandas nacionalistas en la antigua Yugoslavia, sobre todo serbias, pero también croatas, movilizarían aún con sorprendente eficacia, contra los bosnios musulmanes (tachados de turcos en las soflamas más radicales) a finales del siglo XX.
Es sabido que el levantamiento del cerco sobre Viena está en el origen del croissant, el bollo de origen austríaco pero nombre francés –porque lo popularizó, supuestamente, María Antonieta a su llegada a la Corte de Versalles–. El ejército turco había pretendido culminar el asedio tomando la ciudad por sorpresa durante la noche, mientras sus defensores dormían, y para ello habían cavado túneles, durante semanas, desde sus posiciones hasta el interior de la capital. Según la tradición, fueron los panaderos, que permanecían despiertos de madrugada, quienes descubrieron la operación y pudieron dar la voz de alarma, despabilar a sus vecinos y desbaratar la estrategia otomana. El croissant o medialuna nació como recuerdo dulce de una hazaña amarga, con la que los ciudadanos podían vengarse –desayunándoselo simbólicamente cada mañana– del Turco que había llegado a sus puertas. Para la memoria colectiva europea, más o menos compartida al oeste de Viena, la anécdota del croissant clausura simbólicamente la fase más aguda de un conflicto secular entre dos imperios que se veían como heraldos de dos religiones del Libro, y que seguirían frecuentándose, enfrentándose y mirándose de reojo en los Balcanes, hasta su simultánea desaparición –como siameses enemigos– a principios del siglo XX, víctimas de la Primera Guerra Mundial.
Aunque capturara un lugar de privilegio en el folclore y el anecdotario europeo más amable –y más turistizable, susceptible de nutrir guías para turistas–, la invención de croissant no marcó el final de la guerra. Ésta proseguiría aún, hacia el sur y el este, durante más de una década. Tras levantar el asedio a Viena, una nueva Liga Santa creada bajo el patrocinio del Papa Inocencio XI (que incluiría al Imperio austríaco, la Mancomunidad de Polonia y Lituania, la Rusia zarista y la Serenissima y muy pragmática República de Venecia) infligió a los turcos serios reveses en las batallas de Mohács (Hungría) en 1687, y de Zenta (actual Serbia) en 1697, antes de obligar al Imperio otomano a firmar la Paz de Karlowitz (1699-1702), que marcó la retirada otomana de Hungría y puso definitivamente a la defensiva a la Sublime Puerta en Europa oriental.
En Zenta, las tropas cristianas habían sido lideradas por el príncipe austríaco, aunque francés de nacimiento, Eugenio de Saboya (que también intervendría, entre otras campañas, en la guerra de sucesión española de 1700-1714, al servicio del pretendiente Carlos de Habsburgo). Tras su victoria allí, Eugenio de Saboya emprendió desde Osijek (actual Croacia, a 115 kilómetros de Zenta), con 6.500 hombres, una breve y rápida (menos de dos semanas) campaña de terror por la Bosnia otomana, durante la que saqueó e incendió Sarajevo –vae victis–, antes de regresar triunfalmente a Viena. La destrucción de la capital bosnia, cuando la guerra ya se había decantado, fue no sólo la culminación de la larga pugna por la hegemonía en el centro y este de Europa entre los Habsburgo y los hijos de Osmán, sino también –quizás, sobre todo–la represalia y el desquite del vencedor, en las carnes sarajevitas, por la humillación sufrida ante una potencia que había hecho huir al emperador Habsburgo, refugiado en Linz, y puesto en jaque a la orgullosa Reichshaupt und Residenzstadt Wien.
Durante su campaña bosnia, Eugenio de Saboya envió emisarios a Sarajevo exigiendo la rendición incondicional de la ciudad a su paso; por toda respuesta, los notables sarajevitas que los recibieron los hicieron asesinar. Cuando las tropas del príncipe llegaron a una ciudad ya abandonada por la mayor parte de sus habitantes, el 22 de octubre, procedieron a un saqueo sistemático de los despojos que no se habían podido evacuar, y la ciudad fue después metódicamente incendiada, bombardeada por artillería y reducida a escombros. El propio Eugenio de Saboya lo anotaba así en su diario: “por la tarde [del día 23] la ciudad empezó a arder. (…) El día 24 permanecí en Sarajevo. Dejamos que la ciudad y todos sus alrededores se consumieran en llamas. Nuestro grupo de asalto, que perseguía al enemigo, regresó con un cuantioso botín y con muchas mujeres y niños [prisioneros], después de matar a muchos turcos (sic)…” (cit. en Malcolm, 1996).
Las razzias de ciudades y poblaciones eran más norma que excepción en aquella época, sobre todo en zonas fronterizas: las propias regiones austríacas de Carintia y Estiria habían sufrido periódicos asaltos y saqueos otomanos en las décadas precedentes. Pero es perturbador constatar, paseando por las mismas calles en las que se alzaba el Sarajevo medieval, que la otra cara de la liberación de Viena, un hito que tiene algo de fundador en la memoria común europea, fue un saqueo tan terrorífico como el que habían temido –y evitado– los habitantes de la capital imperial, en otra gran ciudad europea: un Sarajevo fríamente reducido a escombros y cenizas, asolado por la artillería, el fuego y el pillaje de las tropas austríacas. La capital bosnia, eminentemente comercial, contaba en el momento del asalto con una población multiconfesional, pero mayoritariamente musulmana, de unos 30.000 varones adultos (en torno a 80.000 personas en total; para referencia, se estima que Barcelona contaba con poco más de 30.000 habitantes en aquella época), con unas 120 mezquitas –la inmensa mayoría de las cuales fueron incendiadas y destruidas–, una iglesia católica –arrasada por el fuego; no volvería a haber otra, la actual iglesia de San Antonio de Padua, hasta el siglo XIX–, una ortodoxa –sometida a pillaje– y una sinagoga –todo el vecindario judío fue severamente dañado por los bombardeos–. Tras la expedición punitiva austríaca, el peso de la población católica pasó a ser anecdótico: una parte importante de los vecinos católicos de Sarajevo abandonaron la ciudad con las tropas de Eugenio de Saboya, y fueron realojadas en territorios bajo control austríaco.
Sarajevo volvería a sufrir daños severos en 1878, durante el despliegue del ejército austro-húngaro en Bosnia y en su capital (donde tuvo que hacer frente a resistencias significativas), de conformidad con las resoluciones del Congreso de Berlín. La de Eugenio de Saboya fue sólo una de las “cuatro destrucciones de Sarajevo” que registra la literatura (Roksandić, 2007). Pero la lógica de ocupación y conquista, incluso la del pillaje, resulta menos chocante –menos inhumana– que la de la mera destrucción, el terror descarnado o la pura voluntad de exterminación que parecen dominar la vertiginosa razzia de 1697 (y que, tres siglos después, se reencuentran, en un contexto distinto y en una escala mayor de ensañamiento y de odio, en el larguísimo asedio chetnik de los años noventa). Del prolongado pulso entre Oriente y Occidente por el alma europea, el imaginario compartido en el Continente –al menos en su parte occidental– apenas retuvo un vago recuerdo de hasta dónde llegó la marea otomana. Pero ese duelo entre imperios dejó una huella fatídica en Sarajevo, una ciudad tristemente habituada a que las mismas desgracias, los mismos jinetes de un apocalipsis recurrente –visires despiadados, séraskiers renegados, príncipes saqueadores, razzias austríacas u otomanas, obuses chetniks, desidias y vacilaciones occidentales– desciendan de las colinas con unos u otros ropajes, uniformes, estandartes, banderas, religiones. Coartadas.
La indefensión de Sarajevo evidenciada por el saqueo de 1697, suerte de reverso siniestro –y olvidado– del amable croissant vienés, motivó la posterior decisión del visir bosnio, Ahmed Pachá Rustempašić Skplejak, de fortificar el acceso oriental de la ciudad. Surgió así, a lo largo del siglo XVIII, la “ciudad amurallada de Vratnik”, cuya muralla defensiva debía tener –según las instrucciones del pachá– una profundidad de dos metros, una altura de casi tres, y una longitud equivalente a “una hora de marcha”, con tres Puertas (la de Visegrado, la de Ploča y la de Sirokac) para acceder a la ciudad. Cinco bastiones, en el interior de la zona amurallada, reforzaban las capacidades de defensa de la ciudad. De estos bastiones se conservan dos, el Bastión Blanco (Bijela Tabija), hoy monumento nacional, y el Bastión Amarillo (Zuta Tabija), reconvertido en un agradable mirador con terraza. La Administración austríaca haría construir un tercer complejo militar en la zona en vísperas de la Primera Guerra Mundial, tras la anexión oficial de Bosnia en 1908: son los cuarteles de Jajce, severamente dañados durante la guerra, y hoy cerrados al público.
7. La bandera en el Bastión, los cuarteles de Jajce y la huella de Dayton
Son casi las cinco de la tarde cuando suena la llamada del almuédano desde los altavoces del alminar de la pequeña mezquita blanca (bijela džamija) de Vratnik. En uno de sus voladizos me resguardo de una lluvia tibia que me ha sorprendido sin paraguas. Y que no tiene visos de detenerse pronto, concluyo al cabo de unos minutos de contemplar el murmullo de las gotas sobre la hierba del jardín, de la fuente y de las tejas de la mezquita. Así que abandono mi voladizo en cuanto amaina un poco, para continuar callejeando bajo la lluvia por la colina, hasta lo alto del Bastión Blanco. A las seis, se oyen desde allí las campanas de alguna iglesia de la ribera sur del río Miljacka, que llaman a misa. Humea levemente la Charsía, y ascienden de la ciudad tenues ladridos y cláxones de los coches que hormiguean dócilmente por el lado del río, hasta la Vijećnica anaranjada. Se distinguen los primeros puentes de la ciudad sobre el río: el del alcalde, el del emperador, el puente latino. El cielo se ha abierto finalmente tras más de una hora lloviendo apaciblemente, pero sin parar. La ciudad no se ha inmutado, pero el velo gris que hace un rato envolvía el horizonte se va desvaneciendo, y los rayos del sol de tarde se derraman perezosamente sobre la ciudad mojada.
* * *
El Bastión Blanco o Fuerte de Vratnik, construido por los otomanos en el siglo XVI, posiblemente sobre la fortificación medieval anterior de Hodidjed, del siglo XIV (Hodžić, 2017), controla el acceso oriental a Sarajevo. Se alza en lo alto de la colina de Vratnik y desde allí domina tanto la ciudad, que hormiguea y se desparrama bajo sus ojos, como las montañas entre las que se abre trabajosamente camino el río, antes de ganar la ciudad.
En tiempos debió constituir una formidable fortaleza desde la que detectar, neutralizar y desalentar las presencias hostiles procedentes de las montañas, y las revueltas burbujeantes en el centro neurálgico de la ciudad. Aunque sus capacidades defensivas estaban lejos de ser infalibles: tanto durante la invasión otomana del siglo XV, de lo que entonces era Vrhbosna, como durante la conquista austro-húngara de Bosnia tras el Congreso de Berlín, los intentos de ofrecer resistencia al agresor o defender la ciudad desde el Bastión se saldaron con ostentosos fracasos. Más tarde, el Bastión acogería posiciones de las bienintencionadas, pero mayormente impotentes, fuerzas de interposición de Naciones Unidas (UNPROFOR) durante el asedio chetnik sobre Sarajevo. Hoy se conserva un vasto recinto amurallado de piedra caliza, de forma rectangular y de unos cuatro metros de altura, salpicado de grafitis. Los restos de un torreón de observación –con cinco aperturas a través de la piedra– son apreciables en la esquina más cercana al cauce del río.
El conjunto fue declarado monumento nacional bosnio en 2009 y su acceso cuesta cinco marcos convertibles (2,5 euros), pero el conjunto está precariamente acondicionado. Las murallas están pintarrajeadas con inscripciones variadas (especialmente por su cara interior), las malas hierbas crecen a su aire en el interior del recinto, y una cerca metálica impide –dificulta– la entrada por otro sitio que no sea el acceso principal. Una vez dentro del recinto, una cuerda suspendida entre postes de madera, de la que cuelgan unos pequeños carteles de STOP, desaconsejan al turista que se aventure en los rincones más azarosos de la construcción (por ejemplo, para pasearse por la parte exterior de la muralla, colándose por las aberturas). El efecto disuasorio es escaso: la tentación de las vistas es demasiado fuerte.
Una gran bandera bosnia ondea a la entrada del recinto amurallado, el bastión propiamente dicho, que es también el punto más elevado de la colina. Se diría que reina, desde la majestad que conceden las alturas, no sólo sobre el espacio alrededor, sino también sobre el tiempo detenido: sobre la ciudad que se despliega a sus pies, sobre el conjunto del valle, el cauce del Miljacka, los verdes montes que los tutelan y los rodean, y desde una cumbre en la que ya se alzaba una fortaleza antes de que existiera una ciudad otomana.
La imagen es poderosa –la bandera al viento, los valles y el río, la ciudad incansable, las ruinas de un fuerte que ha atravesado los siglos–, pero conviene contener el lirismo. La enseña que se mece orgullosamente al ritmo de las corrientes de aire fue creada ex novo y aprobada (como el resto de símbolos del Estado) en 1998 por la Oficina del Alto Representante para Bosnia y Hercegovina, un nombre aséptico, deliberadamente gris, para una función que responde más propiamente al título de “gobernador”. El Alto Representante encarna la autoridad política suprema, con plenas capacidades ejecutivas, nombrada por –y responsable ante– las potencias que adquirieron la responsabilidad de pacificar y restablecer la convivencia en Bosnia, y que en consecuencia tutelan la vida del país balcánico desde el fin de la guerra a través del llamado Consejo de Implementación de la Paz, según lo establecido en los Acuerdos de Dayton. El diseño escogido por el Alto Representante de la época, el español Carlos Westendorp (último ministro de Asuntos Exteriores de Felipe González), geométrico y cuidadosamente despojado de todo símbolo identitario, reemplazó a la bandera de 1991, blanca con el escudo azul de los reyes medievales de Bosnia en el centro, con flores de lis y franja diagonal blanca, rechazada por las comunidades bosnio-croata y serbo-bosnia. El diseño actual funciona hoy como enseña tanto del conjunto del Estado de Bosnia y Hercegovina, como de una de sus dos entidades federadas, la llamada Federación de Bosnia y Hercegovina, que agrupa a los territorios con mayoría bosníaca (musulmana) y bosnio-croata del país: el 51% del total. El 49% restante es administrado por la otra entidad prevista en la Constitución (anexo IV de los Acuerdos), la Republika Sprska, de mayoría serbo-bosnia, que emplea –sin sorpresa– una bandera similar a la serbia, con los tres colores eslavos, rojo, azul y blanco, dispuestos en franjas horizontales.
Los límites entre una entidad y otra (inter-entity boundary lines, IEBLs) se basaron, como punto de partida, en las líneas del frente de guerra al inicio de las conversaciones, y estuvieron sujetas a intensas negociaciones en Dayton. La geografía política finalmente acordada dibuja una Federación vagamente triangular en la región central de Bosnia, que limita con Croacia en su franja dálmata; y una Republika Sprska dividida en dos partes, al norte y al sur del país y de la Federación, que limitan con Croacia y con Serbia respectivamente. Formalmente, ambas entidades se superponen en el (disputado) distrito de Brčko, que goza de un estatuto especial (Geoghegan, 2014), en el extremo noreste del país. Sarajevo, por su parte, es capital tanto del país como de las dos entidades (sólo de iure en el caso de la Republika Sprska, que tiene su principal centro en Banja Luka), pero la ciudad, aunque mayormente en territorio de la Federación, está atravesada por el límite inter-entidades (o entre “ethnicities”, un término tan impropio como integrado en el vocabulario de la región), que separa los barrios de Sarajevo oriental (Istočno Sarajevo), bajo jurisdicción serbo-bosnia, del resto de distritos.
Invisible, el límite inter-entidades atraviesa como una cicatriz el paisaje que parece dominar la bandera azul y amarilla del Bastión Blanco: a menos de dos kilómetros remontando el cauce del río, y a menos de cinco en dirección al monte Trebević –detrás de la cumbre, me ha advertido el chico que me ha recibido en el hotel; no es fácil que los taxis de la Federación me lleven hasta allí– empieza el territorio “serbio”, de la Republika Sprska, en el que la enseña azul y estrellada se evita todo lo que se puede, y es reemplazada por una simbología excluyente panserbia, recordatorio permanente de que la continuidad y la integridad del Estado bosnio sigue pendiendo de un hilo, y siendo abiertamente cuestionada por la clase política nacionalista serbo-bosnia, orgullosa heredera de los criminales de guerra Radovan Karadzić y Biljana Plavšić.
Ambas entidades, la Federación de Bosnia y Hercegovina y la Republika Sprska, poseen una amplísima autonomía (que incluye educación, seguridad interior, comunicaciones y telecomunicaciones, entre otras), aunque formalmente están subordinadas al gobierno federal. Este gobierno está dirigido por una Presidencia tripartita (con un miembro de cada comunidad; un esquema que recuerda a la Presidencia colegiada, y perfectamente inoperativa, que asumió la dirección de la Yugoslavia socialista tras la muerte de su caudillo y fundador, Josip Broz Tito), y controlado por una Asamblea Parlamentaria bicameral, compuesta por una Cámara de Representantes (Predstavnički dom), electos por sufragio universal, y una Cámara de los Pueblos (Dom Naroda, Senado), con representantes de las dos entidades federadas.
Sobre esta estructura, más o menos típica de un modelo federal, sobrevuela la Oficina del Alto Representante, que es la verdadera clave de bóveda del entramado institucional bosnio. Según lo estipulado en los Acuerdos de Dayton (anexo X) y las decisiones posteriores de la comunidad internacional tomadas en Bonn (diciembre de 1997), el Alto Representante es plenipotenciario, es decir, puede destituir a cualquier funcionario, anular cualquier decisión de cualquier otro nivel político, tanto legislativo como ejecutivo, tanto federal como federativo (de entidad federada) o local, e imponer decisiones en situaciones de bloqueo institucional. Bosnia y Hercegovina es, pues, un protectorado sometido a la tutela de un gobernador extranjero –actualmente, el austríaco Valentin Inzko–. Aunque la actividad y la presencia mediática del Alto Representante se ha reducido en los últimos años –hasta rayar la indolencia, opina M.–, su capacidad ejecutiva permanece intacta. Y con ella, su responsabilidad última (la de la comunidad internacional) en la evolución del país, tanto por lo que se hace como por lo que se deja hacer.
La barroca complejidad del dispositivo –alto representante, entidades, presidencia tripartita– da idea de la magnitud de las dificultades y la extrema fragilidad de los equilibrios políticos, diplomáticos y militares que permitieron detener la guerra en curso desde 1991. El artefacto resultante es ineficaz, disfuncional y precario, pero se ha mantenido trabajosamente, sobre todo por la imposibilidad de superarlo, durante casi un cuarto de siglo: en la parálisis de la política bosnia, se encuentra, curiosamente, el secreto de la longevidad de un modelo político insostenible, que tenía más vocación de transición que de permanencia.
Tras las jornadas de Dayton, los acuerdos fueron ratificados definitivamente el 14 de noviembre de 1995 en París: Franjo Tudjman, presidente croata; Slobodan Milosević, líder serbio y presidente de los restos de la Federación Yugoslava (básicamente Serbia y Montenegro), y Alija Izetbegović, líder bosnio musulmán y presidente (nominal, con un control muy reducido del territorio) de la República de Bosnia y Hercegovina, estampaban su firma bajo la atenta mirada de Bill Clinton, Helmut Kohl, Jacques Chirac, John Major, Felipe González y Viktor Chernomyrdin, entonces ministro de Exteriores ruso. Los signatarios representaban a tres Estados balcánicos, pero también –sobre todo– a tres poblaciones enfrentadas en el interior del nuevo Estado (pero viejo espacio) bosnio: la guerra a la que se ponía término era tanto una guerra entre Estados surgidos de la desmembración yugoslava, como una sangrienta guerra civil entre comunidades, en el interior de la antigua república yugoslava de Bosnia. El primer Alto Representante para Bosnia, el sueco Carl Bildt, asumía el cargo el 14 de diciembre de 1995; en 1997 le sucedería Carlos Westendorp, que sería el que moldearía realmente el cargo, al ser el primero en disponer de los poderes “ampliados” en Bonn.
* * *
Desde los miradores abiertos hacia la ciudad en la espesa muralla de piedra del Bastión, se divisa, sobre un promontorio cercano de menor altura, el complejo militar de Jajce (Jajce kasarna), de construcción mucho más reciente (1912-1914, durante la anexión austríaca) que los Bastiones otomanos. Su fachada es igualmente visible desde la ciudad, desde los puentes sobre el río y desde las calles de la Baščaršija. Los cuarteles han vivido en primera línea las turbulencias del siglo XX balcánico. Rápidamente operativos incluso antes de poder ser terminados, sirvieron durante la Primera Guerra Mundial como punto de concentración y estacionamiento de las tropas austríacas, antes de ser enviadas al frente serbio, al este. Una de las leyendas que circulan por Sarajevo pretende que el mismo Adolf Hitler estuvo destinado en esa época entre sus muros. Durante la Segunda Guerra Mundial, los cuarteles fueron centro de operaciones y detención (de serbios principalmente) de las fuerzas ultranacionalistas croatas (la Ustaša) que habían ocupado la mayor parte de Bosnia, bajo la protección y el apoyo de las tropas del Reich y sus aliados italianos.
Tras la victoria partisana, el cuartel pasó a ser la base principal del Ejército Popular de Yugoslavia (Jugoslovenska Narodna Armija, JNA) en Sarajevo. Como tal operó en la primera fase de la guerra de Bosnia, entre las tropas “yugoslavas” (en realidad, fundamentalmente serbias y montenegrinas, tras la deserción de la mayor parte de tropas originarias de otras repúblicas) y las fuerzas bosníacas (musulmanas) y bosnio-croatas, hasta el acuerdo de retirada de la JNA del territorio bosnio. En ese acuerdo, firmado en 1992, se cedió el cuartel a la Defensa Territorial (TO) bosnia, embrión del Ejército bosnio, la Armija Republike Bosne i Hercegovine (ARBiH), o simplemente Armija (pronúnciese Armía).
En la segunda fase de la guerra y durante el asedio serbo-bosnio a Sarajevo (1992-1995), el cuartel, entonces base operativa del Ejército bosnio, sufrió fuertes bombardeos por parte de las fuerzas serbo-bosnias (en buena medida, antiguas unidades del JNA) desde las colinas colindantes, especialmente desde el monte Trebević, quedando neutralizado y severamente dañado.
Baile de banderas, baile de nombres. El cuartel fue originalmente bautizado Príncipe Eugenio de Saboya, en arrogante evocación del verdugo austríaco de Sarajevo; después, Gavrilo Princip; y actualmente (desde 2002) Safet Hadžić, en memoria de uno de los primeros organizadores de la resistencia bosníaca (musulmana) contra la agresión serbo-bosnia, asesinado en 1992. Fue declarado monumento nacional en 2009, como el Bastión Blanco. Pero a diferencia de éste, la mayor parte del complejo militar de Jajce está abandonada. Numerosos edificios permanecen parcialmente destruidos, los destrozos del mortero son aún visibles un cuarto de siglo después del conflicto –a falta de fondos de reconstrucción–, y el acceso al perímetro está prohibido a la población civil. Y pese a todo, su sobria e imponente fachada austríaca sigue en pie, prácticamente intacta, cuando se alza la vista desde los puentes más céntricos del Miljacka, desde las calles más principales de la Baščaršija. Dominando Sarajevo, como lo hace desde hace más de un siglo, en unas o en otras manos, con unos u otros nombres, desde la vieja colina de Vratnik.
8. El descenso del ‘séraskier’
Alcanzada desde el este, Sarajevo es una ciudad que se desciende. Una ciudad que bulle o duerme arrullada por el Miljacka, pero que permanece vulnerable a los pies de quien la observa desde las colinas. La Puerta de Visegrado (Višegradska kapija), que se alza desde 1739 en la de Vratnik, es una de las tres que mandó construir el pachá Skopljak para fortificar el acceso a la ciudad, tras el saqueo de 1697. Una vez se alcanza la colina de Vratnik, se domina su altura, y se cruza la Puerta que guarda la ciudad, Sarajevo se va desvelando paulatinamente al viajero, en una acusada pendiente descendente que culmina alcanzando el bazar, la Baščaršija, al lado del cauce del río.
El acceso oriental era el principal durante el período otomano, en el que Bosnia entera miraba hacia su levante. El “camino imperial” (Carska Dzada) desde Estambul, recorrido en su momento por visires y otros dignatarios en sus visitas a la capital bosnia, atraviesa el río a la altura del Puente de las Cabras, tras haber dejado atrás ciudades como Visegrado –a la que debe su nombre– y Pale, y entra en Sarajevo por esa robusta Puerta del siglo XVIII. En la muralla de piedra que la flanquea, por su lado interior, una placa más reciente, adornada con una estrella roja, conmemora (sigue conmemorando) la liberación de Sarajevo al término de la Segunda Guerra Mundial y, más concretamente, la llegada a la Puerta y la entrada triunfal en la ciudad de “los combatientes de la 16ª Brigada Musulmana [partisana]” el 5 de abril de 1945, tras la retirada de las tropas ustaši y del Eje. Por el lado exterior, otra placa, aún más reciente, recuerda una escaramuza ocurrida en ese mismo lugar casi medio siglo después, que causó la muerte de un soldado de UNPROFOR.
Aunque el evento no cuenta con placa conmemorativa, también fue esa Puerta la que vio llegar al imponente (para los lugareños, en todo caso) ejército otomano en 1850, bajo el mando de Mihajlo Latas, “cristiano de Lika” (actual Croacia, entonces territorio austríaco), desertor del Ejército austríaco, musulmán converso y reconvertido en Omer Pacha, séraskier (comandante en jefe) del sultán Abdül Mecid I, enviado desde Estambul para disciplinar a los belicosos beys (nobles locales) de Bosnia. No hay placa, pero un monumento de mayor alcance vela por la memoria del acontecimiento: la llegada de las tropas imperiales, históricamente documentada el 3 de mayo, es el punto de partida y la escena inicial de la novela sarajevita de Andrić, llamada como el personaje que la abre, Omer pacha Latas.
Los pregoneros de Estambul –explica Andrić– habían anunciado previamente por toda la ciudad que el mariscal y su ejército iban a hacer su entrada en Sarajevo un viernes de abril, que entrarían por la Puerta de Visegrado y descenderían a la ciudad por Kovači. Para ello, hoy habrían tenido que recorrer primero la actual calle de la Aduana (Ulica Carina). El contraste entre la comitiva y el paisaje debía ser llamativo, porque las construcciones son –y eran– modestas y sin pretensiones: sencillas casitas bajas, de uno o de dos pisos. El alminar de la mezquita homónima asoma por la izquierda, y sinuosas callejuelas, con empinadas escaleras de piedra y barandillas verdes, se abren por la derecha y permiten remontar aún más la colina. La calle desemboca en el humilde Mejdan de Vratnik (del turco meydan, plaza). No es una verdadera plaza, más bien un ensanchamiento de la calle, como si ésta tomara aire antes de proseguir –y acelerar– su descenso hacia el río. Ya no llueve, pero las calles están mojadas, el cielo sigue cargado de nubes oscuras y el monte Igman se divisa o se adivina, junto con la ciudad que hormiguea por sus faldas, difuminado por las brumas. Las frutas y legumbres de una frutería –tomates y berenjenas, ciruelas y mandarinas– relucen al resol de la tarde. Dos parroquianos apuran apaciblemente su café en la única mesa al aire libre de la desvencijada cafetería de la esquina. Una mujer conjuntada en tonos violeta –vestido de color morado, pañuelo rosa recogiendo el cabello, zapatillas deportivas con cordones rosa fosforito–, sale de la panadería con bolsas de pan en una mano y una niña firmemente amarrada en la otra, que trota apresuradamente detrás de ella. Otros dos ancianos reposan en silencio en uno de los bancos del memorial a las víctimas de la guerra en Vratnik, con la mirada absorta y el aire indiferente, ajenos a la lista alfabética de nombres grabados en cuatro placas detrás de ellos, nacidos antes o después, pero invariablemente fallecidos entre 1991 y 1995. Más adelante, las cajas y el género se amontonan en otra tienda de frutas y verduras, protegidos por toldos y parasoles de playa que parecen fuera de lugar en esta tarde plomiza, en esta ciudad sin mar; el tendero, ocioso, saluda amigablemente a un paisano que cruza tranquilamente por el medio de la plaza, sin detenerse. Vratnik, uno de los barrios más antiguos de Sarajevo, tiene un aire de pueblo plácido y lento, no tan distinto al que impregna la vida, por ejemplo, de tantas ciudades pequeñas del interior de las Castillas. En Vratnik, la privilegiada situación en la colina permite, además, asomarse por el borde de la plaza para sentir, sin por ello sucumbir, el hormigueo de la ciudad que bulle allá abajo.
Paseando por las inmediaciones del mercado, uno puede recrear sin demasiada dificultad la llegada triunfal de los hombres de Omer Pachá. Vecinos de toda condición (pero especialmente ociosos, mendigos y niños, apunta o imagina Andrić), de distintas religiones pero parecida prevención ante el despliegue de tropas, se arremolinaban, curiosos y fascinados, a ambos lados de la calle para asistir al espectáculo. Todo un acontecimiento para las lentas, rutinarias vidas de la mayor parte de los congregados. Ante ellos, el avance pausado y solemne del séraskier y sus hombres, con sus uniformes relucientes, sus miradas arrogantes y sus magníficos caballos, todos “cuidados y peripuestos como si acabaran de salir de sus lechos en Estambul, y como si una vez bañados, afeitados y bien emperejilados se encontraran de repente allí, sobre el empedrado de las empinadas calles de Sarajevo…”. Una puesta en escena cuidadosamente diseñada para admirar e intimidar por igual: la primera función de un ejército imperial que desfila en perfecta formación por calles extrañas y destartaladas que podrían volvérsele hostiles, es estética y psicológica: la de explicitar su poder como una evidencia indiscutible, sin necesidad de ejercerlo, ni menos aún de explicarlo.
La comitiva habría proseguido por la actual calle Jekovac. Las aceras, en general pequeñas, se vuelven ridículamente estrechas en algunos tramos; el transeúnte tiene que circular por la calzada, que por suerte está escasamente transitada. Los edificios relativamente modernos, de no más de dos plantas, conviven con otros de factura más antigua, cuyo maltrato es difícil de saber si se debe a la guerra, que se manifiesta en tantas otras heridas abiertas sobre la piel de la ciudad, o a la mera combinación de desidia y paso del tiempo. La ciudad se abre un poco más a cada paso; es posible que la silueta que se dibuja detrás de los edificios –la bruma no se ha levantado del todo– no fuera tan distinta hace un siglo y medio.
Con alguna salvedad: si el seráskier descendiera hoy a Sarajevo desde la Puerta de Visegrado, si volviera a hacer el camino que describe Andrić en su novela, divisaría a la altura de esa calle Jekovac dos torres oscuras, con forma de prisma y una especie de voladizo sobre ellas. Se perciben con claridad, pese a encontrarse a varios kilómetros de distancia de la colina, en el barrio financiero de Marijn Dvor, en el acceso oeste a la ciudad (al lado, en realidad, del hotel Holiday Inn): son Momo y Uzeir, como cariñosamente los llaman los sarajevitas, en referencia a dos personajes de una famosa comedia radiofónica yugoslava de los años ochenta; las dos torres gemelas de la ciudad, unos rascacielos de 75 metros de altura –lo que les hace destacar sobre el resto del skyline– construidos en 1980, que hoy acogen a numerosas instituciones y compañías internacionales –entre ellas, las delegaciones de la OSCE, la OCDE y ACNUR, de Cruz Roja y Media Luna Roja.
Situadas en plena Sniper alley, las torres fueron uno de los blancos preferidos de los ataques de mortero y los francotiradores chetniks durante el asedio a la ciudad. Las imágenes de los edificios agujereados, con sus estructuras a duras penas manteniéndose en pie, y con plantas enteras en llamas, son algunos de los símbolos de la agonía de la ciudad que más circularon por noticieros y periódicos de todo el mundo. Como en el caso de Vijećnica, ello volvió igualmente simbólica –y prioritaria– su reconstrucción: tras una inversión de más de 45 millones de marcos convertibles bosnios (22 millones de euros), Momo y Uzeir recobraban el pulso en 1999.
9. El derviche y el pachá, el poder y la muerte
El descenso desde la Puerta de Visegrado prosigue, hoy como cuando la ciudad se congregaba para recibir al séraskier Latas, por la antigua calle de Kovači. Se llamaba así, kovači, a los forjadores y los artesanos de la piedra, y más en particular, a los artesanos de las lápidas medievales bosnias (pre-otomanas), las stećci; no está claro si la calle debe su nombre a un antiguo bazar otomano de herreros y maestros canteros ubicado en su localización, o si es una denominación toponímica que hace referencia a una presencia aún más antigua de artesanos de stećci. En cualquier caso, la zona alberga un antiguo cementerio medieval, con tumbas que se remontan en algunos casos al siglo XV. Tras una larga época en desuso, y tras haber sido acondicionado como jardín durante la etapa austro-húngara, el terreno acoge desde 1992 el impresionante Memorial de Kovači. Allí descansan los restos mortales de numerosas víctimas musulmanas de la guerra, así como los del presidente bosnio durante la guerra, el bosníaco Alija Izetbegović. Descendiendo por la calle Jekovac, se abre de repente una vasta extensión de terreno verde, delimitado por casas de teja roja, cubierto por legiones y legiones alineadas de estacas blancas de piedra. En muchas de ellas, está esculpido el verso 154 de la sura Al-Baqarah del Corán, en bosnio: “I ne recite za one koji su na Allahovom putu poginuli: ‘Mrtvi su!’ Ne, oni su 1 živi, ali vi to ne osjecate” (“Y no digáis que aquellos que perecieron en el camino de Alá están muertos; no, están vivos, aunque no os deis cuenta”; un verso que recuerda al versículo de Juan, 11:25, “Jesús le dijo: yo soy la resurrección y la vida; el que crea en mí, aunque muera, vivirá”). Una flor de lis, símbolo bosnio y bosníaco procedente de la Bosnia pre-otomana, suele concluir la inscripción, en la parte inferior de la estaca. Las fechas de nacimiento varían, pero las de deceso se sitúan entre 1992 y 1995.
La vista sobre la ciudad es privilegiada desde esta altura. El monte Trebević, con su teleférico, queda a la izquierda. Sobre la neblina que recubre los edificios más lejanos, y aparte de los inevitables minaretes diseminados por toda la ciudad, se siguen distinguiendo, además de las siluetas de Momo y Uzeir, el edificio del Parlamento y los demás rascacielos modernos de Marijin Dvor, así como la torre de telecomunicaciones de Hum (Toranj Hum), sobre la colina del mismo nombre. Más allá se difuminan contra el cielo, ya sin casas, los perfiles azulados de los montes del suroeste de Sarajevo, Bjelašnica e Igman.
En otro de sus cuentos, Miljenko Jergović aventura que los lugares de sepultura de la gente honrada de Sarajevo están así de elevados, en la pendiente de las montañas, para que se pueda indicar y seguir con la mirada, apuntando con el dedo, los escenarios de la vida de los sarajevitas enterrados: “nació”, apunta de un tal Rasim, “en el barrio de Kovači, fue a la escuela al lado del puente allí abajo –y señalarás Drvenija–…, se enamoró de la bella Mara que vivía en Bjelave… y se escondieron en Ilidža…, que a duras se distingue allí entre las brumas, pero que aún se divisa…”. Jergović contempla Sarajevo desde el cementerio de Alifakovac, al otro lado del río; las extensiones fúnebres parecen velar sobre la ciudad a sus pies, y esa tutela simbólica de los muertos sobre los vivos, de los que descansan bajo la pendiente sobre los que se consumen viviendo a lo largo de la ciudad desparramada, vertida sobre el valle, tiene a la vez algo de reparador y de inquietante. Al menos cuando se viene de una cultura –occidental, católica– en la que la muerte y todo lo que la rodea tiende a confinarse lejos, en espacios cerrados y poco visibles, de forma que se mantenga fuera del paisaje –y desde luego, del paisaje urbano– el mayor tiempo posible; como si hubiera riesgo de contagio, como si bastara no verlo para que dejara de acechar a los vivos. Un reflejo de niño pequeño, de quien confunde el negarse a mirar, con el poder de hacer desaparecer.
No es así en los alrededores de Kovači, al lado –en la colina contigua– de Alifakovac. Enfrente del camposanto, al otro lado de la estrecha calle por la que desciendo, se encuentra una casa desde la que el paisaje cotidiano es exactamente el descrito y la muerte reposa, pues, en primera línea. Es una casa de dos pisos, de teja anaranjada y paredes de color claro, que pasaría inadvertida si no fuera por los estandartes bosnio y turco –el triángulo y las estrellas; la media luna y la estrella– que lucen en su entrada, y que cuelgan, alternándose, en las ventanas del mirador. Se trata de una casa de derviches (tekija en bosnio, tekké en turco) de la orden Mevleví, o de los derviches giróvagos, por la danza giratoria que caracteriza su meditación. Esta casa de derviches con vistas al cementerio es, además, la heredera de uno de los escenarios principales en los que discurre otra gran novela de la literatura bosnia y yugoslava contemporánea –que descubro por recomendación de E.–, y muy oportunamente titulada así, El derviche y la muerte, de Meša Selimović. Heredera, porque la tekija original, erigida en 1462 por el gobernador bosnio otomano Ishaković, fue destruida, como tantas otras, durante el asalto austríaco de 1697, para ser reconstruida posteriormente, y vuelta a derruir en 1957 por el régimen comunista.
El derviche del título –y protagonista de la novela– es el frágil Ahmed Nurudin, cheikh (autoridad religiosa) de la tekké –hoy en la calle Jekovac; entonces situada en su emplazamiento medieval, un poco más abajo en la colina, en el lecho del río en Bentbaša–, al que la narración sigue en sus ansiosos merodeos por la ciudad. El místico Nurudin vive apartado del mundo, absorto en sus meditaciones y en sus rituales. El encarcelamiento sin juicio de su hermano, sin embargo, lo arranca de su retiro espiritual, que discurre confortablemente en la casa de derviches, para arrojarlo al polvo y al barro de la vida de los hombres, a sus corrupciones y sus miserias. Testigo de la confesión del protagonista, el lector acompaña a Nurudin en sus idas y venidas por la ciudad, en sus febriles reflexiones y estratagemas para salvar a su hermano de una muerte injusta, primero, y salvarse él mismo de su propia impotencia, después. En su patético y sinuoso soliloquio, Nurudin desnuda ante el lector su oscura transformación de místico inofensivo e impotente en justiciero cínico y sin escrúpulos, dispuesto a hacer arder la ciudad con tal de vengar el asesinato de su hermano. A través de la mirada dolorida y progresivamente desquiciada de Nurudin, el lector presencia la implacable humillación a que le somete la fría e intrincada maquinaria de la sociedad humana –las condenas y los favores, las deudas y los engaños, los miedos y las dudas, los callejones sin salida y los abismos sin remedio– que le espera más allá de los muros de su tekija.
En la intersección de todos los Sarajevos literarios, el cheikh Nurudin, místico indeciso, habría podido escuchar, quizás, desde la ventana de su habitación en la tekija, en alguna de sus infinitas cavilaciones, el revuelo y la fanfarria que acompañó la llegada del séraskier Latas, comisionado por Estambul para pacificar una ciudad pronta a revolverse. Y el cruce va más allá de la coincidencia geográfica de sus protagonistas en las faldas de la colina de Vratnik, en los alrededores del antiguo camino de Kovači.
La novela del séraskier es una obra vivaz y visual, casi costumbrista: se ven desfilar los perfiles y los rincones de Sarajevo por sus páginas. La de cheikh es, en cambio, introspectiva y profundamente psicológica: las calles de la capital bosnia, que se adivina, pero no se nombra –es una ciudad anónima, suspendida en el tiempo y en el espacio, que podría ser, si no la traicionaran algunas referencias escondidas aquí y allá, cualquier otro sitio: una Vetusta balcánica–, sirven sobre todo de escenario pasivo, de reflejo muerto de los atormentados vagabundeos de la mente del protagonista. Ambas obras están escritas y publicadas en la misma época (1966 para el libro de Selimović, 1975 para la obra póstuma de Andrić), durante la Yugoslavia socialista, y están ambientadas en el mismo siglo XIX, en un momento concreto e históricamente definido en el caso de Omar Pacha Latas (1850, año de la llegada a la ciudad del séraskier), más difuso en El derviche y la muerte; pero bajo la misma hegemonía turca y el mismo despotismo ya languideciente, feroz hasta el último aliento, sobre el castigado país bosnio.
Ambas novelas, y esta es quizá su similitud más relevante, se acaban desplegando alrededor del mismo tema central. Detrás del inofensivo decorado otomano en que transcurre la acción –el poder descrito de sultanes y visires, cadis y séraskiers llevaba largo tiempo desvanecido en el momento de escribirse–, ambas obras reflexionan sobre la arbitrariedad del poder (o el poder de la arbitrariedad), y su corrosivo efecto sobre los hombres y los pueblos entre los que se instala. Una arbitrariedad genérica, desde luego, pero que bien se encuentra en el régimen comunista y autoritario bajo el cual ambos autores escriben.
Aunque la relación de los dos escritores con las autoridades comunistas no estuvo exenta de tensiones (Andrić era alto funcionario diplomático de la monarquía, y fue tardíamente aceptado en la Liga de los Comunistas; Selimović, comunista y combatiente partisano, sufrió la ejecución sumaria de su propio hermano, por robo, durante la guerra, y se distanció de las autoridades locales y regionales bosnias en los años sesenta), ninguno de ellos fue un “disidente”. Los dos están más o menos integrados en la nomenklatura cultural (y política en el caso de Andrić) de la época. Los protegía, en parte, su estatura literaria, su prestigio internacional (el de Andrić tras el Nobel, especialmente), y los recovecos del federalismo yugoslavo. También, probablemente, el hecho de que sus novelas, y específicamente las del cheikh y el séraskier, publicadas y celebradas como cumbres literarias en Yugoslavia en su momento, no tienen vocación activista –susceptible de despertar el recelo del régimen– y no denuncian frontalmente la opresión que produce el despotismo –en el sentido en que lo hace, por ejemplo, George Orwell en 1984: “figúrate una bota aplastando un rostro humano… incesantemente”–.
Tanto Andrić como Selimović adoptan estrategias de disección más sutiles. Sus novelas se centran en efectos menos obvios y más dialécticos de la arbitrariedad, deteniéndose en las formas en los que su mera presencia en las inmediaciones de una comunidad, emponzoña y corrompe las relaciones y los comportamientos mucho más allá de su radio de acción más directa. En los enrarecidos universos sarajevitas de Selimović y Andrić, los efectos de un poder intratable se dejan sentir no sólo en términos de impunidad, de capricho y de desconfianza, de sumisión aparente y de violencia latente, sino también en una sofisticada manipulación de sus víctimas vueltas contra ellas mismas, convertidas en agentes activos de la reproducción de las mismas dinámicas perversas que las han castigado. Y viceversa: las encarnaciones del poder, el cadi (magistrado civil), el cheikh, los beys, el propio séraskier, se descubren, a lo largo de las respectivas tramas, como piezas intercambiables de un engranaje que las consume y las desecha, del que acaban siendo, según cómo, sus más prominentes daños colaterales.
En El derviche y la muerte, la confusa danza entre víctimas y verdugos se acelera a medida que Ahmed Nurudin se separa de su hábito místico y se ve más y más atrapado en una vida civil necesariamente corrupta, marcada por el despotismo imperial: su suplicio moral y psicológico discurren en paralelo a su reinvención y ascenso como brazo justiciero y vengativo en la ciudad otomana. El verdadero poder en la novela no tiene rostro ni residencia fija, más allá del lejano foco que es Estambul, y eso lo vuelve inabarcable; es, sobre todo, un ambiente opresivo y amorfo, difuso y alucinado al que no es posible enfrentarse. En ese ambiente se ahoga el protagonista, que deambula extraviado por las calles de un Sarajevo gris sin nombre, en unas idas y venidas –de la tekké a la Charsía, a la residencia del cadi, a la prisión– que recuerdan poderosamente a la peregrinación sin fin de K. en El castillo.
En Omar pacha Latas, el poder imperial sí tiene rostro. La novela orbita alrededor del séraskier, que llega de la capital en un majestuoso caballo blanco y desciende a la ciudad desde la Puerta de Visegrado. Y sin embargo, también el séraskier, nacido Mihjailo Latas, renegado católico de Lika, solo y aislado al frente de una formidable maquinaria militar unánimemente odiada por los pueblos de las tres religiones que se apiñan para recibirla al pie de la colina, se revela, a medida que avanza la novela, como un rehén que se consume al servicio –más que un señor que dispone– del imperium que inflexiblemente ejerce a los ojos de la población bosnia. Testigos de algunas de las múltiples arbitrariedades y violencias que castigaron Sarajevo a lo largo del siglo XX, y a través de caminos diferentes, tanto Selimović como Andrić parecen escoger, en sus novelas, la ciudad decimonónica como testimonio sufriente de una certeza que les es –y nos sigue siendo– contemporánea: la de la autonomía corrosiva, la pulsión de muerte y la capacidad corruptora de un poder sin contención, emancipado de sus propios ejecutores. La Historia, como si prolongara a ambos autores, aún volvería a evidenciar en Sarajevo, espectacular y dolorosamente, los destrozos de la arbitrariedad criminal y desencadenada a las puertas del siglo XXI.
Y sin embargo, esto no tenía que ser un nuevo recorrido (otro recorrido, el enésimo recorrido) por las huellas de la última guerra en Sarajevo…
10. Todos los descensos llevan al ‘Sebilj’
Kovači desemboca en la plaza principal de la Charsía. En su último y particularmente empinado tramo, ya habiendo dejado atrás el Memorial bosníaco, se amontonan las tiendecitas de artesanía, los pequeños cafés de colores y sus diminutos bancos y terrazas, que anuncian la atmosfera distendida del mercado viejo.
También confluye en la plaza de la Charsía la calle en la que se encuentra mi alojamiento; la sensación de descenso sinuoso es todavía más pronunciada desde allí. El recorrido es, en este caso, más prosaico y cotidiano. Cruzo carnicerías y librerías islámicas, vastos garajes y talleres de coches, gabinetes de estética femenina y cuidado de uñas, pequeños supermercados, farmacias y kioscos, polvorientas oficinas de correos, balcones con ropa tendida, pensiones y moteles. Y más descuidado también: marañas de cables sobrevuelan mi cabeza, mientras coches y motocicletas invaden sin miramientos las maltrechas aceras, o transitan un asfalto torturado por un tráfico escaso pero silvestre, más caótico a medida que me acerco al centro; los cubos de basura rebosan en algunos rincones, y se suceden los edificios rectilíneos sin encanto o a medio (re)construir, las fachadas desconchadas e irregulares, los desvencijados rótulos comerciales, con nombres cándidamente pretenciosos… Pero en ambos casos, se descienda por donde se descienda, uno termina frente a la que probablemente sea la imagen turística más conocida de Sarajevo: la plaza del Sebilj, o de las palomas.
El Sebilj (sebil en español, del árabe sabīl) es una fuente pública de madera y piedra, situada en el centro de la plaza. Los sebiles son fuentes tradicionales otomanas con forma de kioscos, instaladas en cruces de caminos, plazas de ciudades y patios de mezquitas, para calmar a los sedientos y facilitar las abluciones rituales de los fieles. Según la leyenda, el de la Charsía tiene, además, el poder de hacer regresar a la ciudad al viajero que humedezca los labios con su agua. El sebil actual no es otomano, sino austríaco: de estilo pseudo-morisco, fue construido e instalado en su actual emplazamiento por el arquitecto Alexander Wittek –el que diseñó Vijećnica– en 1891. La fuente de Wittek reemplazaba un sebil anterior de madera –este sí, otomano–, de casi un siglo y medio de antigüedad, que se había alzado a apenas unos metros de distancia, en la misma plaza, y que resultó destruido tras un incendio.
Aunque la fuente en sí no lo sea, el paisaje que rodea el Sebilj de Wittek sí es estrictamente otomano, del primer Sarajevo que emergió tras la fundación turca. Al fondo a la izquierda, se alza la cúpula de la mezquita de Baščaršija, y su alminar se recorta contra el cielo plomizo, cargado de nubes bajas que anuncian una tormenta de verano. A su lado, se distinguen las cúpulas, de menor altura, del bezistan o bazar cubierto de Brusa, originalmente destinado al comercio de la seda y hoy sede de un anexo del museo de la ciudad. Ambas construcciones, bazar y mezquita, datan del siglo XVI. Las palomas pasean y revolotean alrededor de la fuente, alternativamente asustadas y atraídas por la comida para pájaros que los paseantes compran en el pequeño puesto próximo y derraman por el suelo. Las palomas y los niños, el pan y el alpiste y el encorvado señor que los vende, componen una escena urbana cándida y universal (“compre, compre, migas de pan…”), que forma parte de la vida sarajevita desde hace décadas, y de la que se pueden encontrar fotografías en blanco y negro –mismas siluetas en el paisaje, misma fuente, parecidas palomas– de más de un siglo de antigüedad.
Más allá, dejando atrás el sebil y adentrándose en el viejo mercado, se amontonan los aleros y los faldones de teja roja de los comercios: se calcula que, en su época de mayor esplendor, la Charsía llegó a contar con más de diez mil establecimientos. Muchos se han reconvertido hoy en bares, cafés, pequeños restaurantes, puestos de ćevapi y burek (los platos tradicionales de Sarajevo a base de carne picada a la parrilla, cebolla, crema o queso, pan plano o pita) y tiendas de souvenirs para turistas. Muchos otros –y es parte del encanto de la zona– permanecen activos como pintorescos talleres, atestados de utensilios y destellos rojizos, donde los artesanos trabajan en directo el cobre y el latón –clac, clac, clac– hasta dar forma a bandejas y sartenes, cuencos y calderos, jarras y tazas de café o té… En las terrazas y en las vitrinas de los talleres, el turista se encuentra con los característicos juegos de café bosnio, con su bandeja y su cafetera de mango largo (džezva), su cuenco para el azúcar y los dulces de acompañamiento (secerluk), y su pequeña taza de café (fildzan).
El martilleo de los menestrales sobre el cobre, el aleteo de las palomas y los gritos extasiados de los niños correteando a su alrededor, el olor a café y a carne picada con cebolla, el bullicio general de visitantes y mercaderes, impregnan el ambiente. El antiguo bazar otomano –sus animadas plazas y sus escondidas callejuelas–, corazón histórico y comercial de Sarajevo, forma hoy, sobre todo, una atracción turística de la que los viajeros europeos extraen una forma de autenticidad oriental pero confortable, entre venerables alminares y cómodos bares de shisha con música chill, con artesanos que trabajan laboriosamente el cobre, a la manera tradicional otomana, y aceptan el pago con Visa.
Como cualquier ciudad turística, Sarajevo se afana en ofrecer la mejor versión posible de lo que los visitantes vienen a buscar, lo que siempre incluye una parte de cliché y de representación, pacientemente ejecutada. La autenticidad es una de esas medias verdades que circulan por fluidez por las capitales turísticas, como una moneda brillante que conviene no examinar muy de cerca. Los locales fingen encarnarla –y a veces efectivamente la encarnan– y los forasteros fingen darla por buena –convenciéndose en ocasiones de ello–, con ambas partes satisfechas del equívoco intercambio. Esa forma de impostura ingenua y leve, de mentirse y dejarse engañar a medias, se respira en las calles concurridas de la Charsía, confundida entre los ecos de una tradición secular de comercios, de tratos y de mercadeos diversos: si uno se asoma temprano por la mañana por el viejo bazar, apunta M. sonriéndose, no es difícil ver descargar camiones de objetos de “artesanía” ya lista, que después algunos de los comerciantes “trabajarán” manualmente a lo largo del día en sus tiendas –clac, clac, clac–, para deleite del turista más o menos cándido. Éste los pagará después de buena gana y los mostrará orgullosamente, a su vuelta, a amigos y familiares…
11. Ishaković y Gazi Husrev: la piedad y la gloria, la devoción y el negocio
Dos niños juegan a las faldas de la fuente en el centro del patio (sahn) de la Mezquita del Emperador (Careva džamija), situada al otro lado del río. Sobre su emplazamiento se había alzado la primera mezquita de la ciudad tras la conquista otomana, en 1457; la actual construcción data del siglo XVI, con adiciones importantes en el siglo XVIII.
Son un niño y una niña vestidos de colores vivos, ella algo mayor que él; no se ve a nadie más en el patio. El severo silencio del recinto –el espigado alminar y la cúpula de la sala de oración, los pórticos laterales, el tenue chorro de agua, que chisporrotea melancólicamente– contrasta con la animación de los dos pequeños, que se persiguen entre las piedras dispuestas en círculo alrededor de la fuente de piedra. No son especialmente ruidosos, pero su desenvoltura contrasta con el recogimiento del espacio blanquecino. Tras algunas advertencias discretas –shhh– que salen del pórtico lateral izquierdo, atendidas pero rápidamente olvidadas en las mentes infantiles, una figura rigurosamente vestida de negro, cubierta por un niqab pero calzada con deportivas, surge ágilmente de donde salían los siseos, y se dirige con decisión hacia la fuente. Ante el regocijo sofocado de la niña, que se esconde torpemente tras una de las piedras, la dama de negro –madre joven y exasperada, a juzgar por la edad de los críos y por su propia resolución– recupera sin muchos miramientos al más pequeño y se lo lleva en volandas hacia su rincón. La protesta infructuosa del niño, sus piernecitas pataleando débilmente en el aire, que visiblemente –pese al niqab– no conmueven lo más mínimo a la mamá que lo lleva impasible bajo el brazo, dan a la silenciosa escena un curioso aire de dibujo animado.
No es –ni remotamente– el atavío más habitual entre las mujeres, pero no es difícil cruzarse con niqabs paseando por los parques y por el centro de Sarajevo, no sólo en las mezquitas. Solas o en grupo, sus figuras de riguroso negro contrastan necesariamente con la colorida indumentaria veraniega –estamos en julio– de las demás mujeres, los hombres y los niños; y llaman por eso poderosamente la atención del turista desacostumbrado. “Son, fundamentalmente, turistas del Golfo Pérsico”, me aclara M.; “el niqab no es ni habitual ni tradicional entre las mujeres bosníacas”. Un vistazo al mapa de conexiones aéreas de Sarajevo (www.flightconnections.com/flights-from-sarajevo-sjj, consultado el 25 de abril de 2020) apuntala la observación: la capital bosnia mantiene vuelos directos con una veintena de destinos (entre los que no se encuentra, por ejemplo, ni París, ni Londres, ni Madrid). La mayoría de esos vuelos son hacia ciudades de los antiguos espacios yugoslavo (Zagreb, Belgrado), austro-húngaro (Viena, Budapest) u otomano (Estambul). Otros destinos corresponden a países europeos que acogieron flujos considerables de refugiados bosnios tras la guerra (además de Austria, Alemania, Dinamarca y Suecia) (Barslund et al., 2016). Pero el resto son, sobre todo, capitales y ciudades del Golfo: Riad, Jeddah y Gassim, en Arabia Saudí; Kuwait, Qatar y Dubai.
El turismo procedente de la región pérsica va efectivamente en aumento. Según los últimos datos públicos (de la Agencia federal de estadísticas, BHAS), Bosnia recibió en 2019 más de 128.000 turistas originarios de esa región (un 10% del total) que pernoctaron más de 339.000 días (un 14% de las pernoctaciones turísticas registradas). Arabia Saudí se consolida en estos últimos años como el primer país emisor de turistas en números absolutos, tan sólo por detrás de Croacia y Serbia; junto con los Emiratos Árabes Unidos, engloban más del 75% de las visitas procedentes del Golfo. La progresión es imparable, tanto en términos absolutos como relativos: apenas seis años antes, la región pérsica representaba menos de un 1,5% de un total de turistas que se situaba entonces en el orden de las 50.000 personas y las 100.000 pernoctaciones al año.
El rigorismo asociado al islam pérsico (wahabí) es extraño aquí. La vida musulmana bosnia y sarajevita, sucesivamente dominante, tolerada, perseguida, se ha desarrollado siempre en contacto con otras comunidades (judías, ortodoxas, católicas), y además ha estado expuesta a lo largo del siglo XX a un proceso de secularización acelerada y profunda, más que en otros países excomunistas. “En materia de sexo, de alcohol y de carne, los musulmanes y las musulmanas aquí lo son tan sólo de nombre”, bromea V., ella misma de ascendencia bosníaca (pero también croata y serbia). De nombre y de comunidad, más que de creencias: eso explica la aparente paradoja de musulmanes (Muslimani) ateos o agnósticos en Bosnia. Pero se trata de una comunidad que ha reaccionado, comprensiblemente, al brutal intento de suprimirla, con una afirmación más explícita de su propia pertenencia comunitaria y un repliegue relativo hacia la práctica religiosa, que indudablemente ha progresado en las décadas de posguerra. No hay sistemas cerrados, y en Bosnia (y en medios bosníacos progresistas) preocupa el ascendiente que el integrismo patrocinado por los petrorregímenes de la península arábiga, y latente en las sociedades musulmanas sur-mediterráneas, pueda ejercer sobre el tradicionalmente apacible universo musulmán local. “Follow the money”, apunta gráficamente V., treintañera inquieta ante el islam más restrictivo que patrocinan escuelas, centros culturales y otras iniciativas florecidas recientemente en Bosnia con apoyo exterior. El fantasma de un “integrismo islámico bosnio” poderoso, cínicamente propagado por los nacionalismos serbio y croata para justificar sus propias políticas expansionistas, podría acabar materializándose a medio plazo a fuerza de invocarlo, ahogar sus alternativas, y dejarle espacio para que prospere sin competencia.
La pista turística es una de las manifestaciones más obvias de ese soft power económico, y de la implicación creciente de terceros países (del Golfo, ricos y musulmanes rigoristas, pero también de la Turquía neo-otomana y conservadora de Erdogan) en uno de los países más musulmanes del Continente europeo (el otro es Albania), que además es el más deprimido de la antigua Yugoslavia. La (geo)política, como la economía, no tolera durante mucho tiempo los espacios vacíos: la confusa estrategia de Europa occidental (léase, de la Unión Europea) en los Balcanes occidentales y en Bosnia se percibe como un desentendimiento y una renuncia; como una prueba de falta de ambición y compromiso político, pese a las ingentes inversiones y esfuerzos de reconstrucción realizados. A esa retirada política europea, real o percibida, le siguen las campañas mucho más explícitas de influencia, afirmación y propaganda en la región de otras potencias que aspiran a reemplazar su influencia en la región, o al menos reforzar la suya propia (Sainović, 2020): en la vitrina bosnia, los países del Golfo y la Turquía erdoganista exhiben sus ambiciones protoimperiales.
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El Stari Grad (“ciudad vieja”) de Sarajevo está estructurado en torno a las construcciones de Gazi Husrev-Beg (1480-1541), gobernador otomano (sandjak-beg) durante varios períodos de la primera mitad del siglo XVI, y, en menor medida, por su antecesor Isa-Beg Ishaković (1439-1470), que participó en la conquista del territorio y la fundación de la ciudad. La Mezquita del Emperador, originalmente accesible a través del primitivo puente del emperador (Careva ćuprija), había sido construida por este último. Pero el núcleo urbano original de la ciudad se encuentra del otro lado del río, en el margen derecho del Miljacka. El visitante que cruza el puente y vagabundea por la Baščaršija, puede apreciar el entrelazamiento de las herencias de ambos benefactores de la ciudad, que han sobrevivido trabajosamente al paso de los siglos. Si acompaña el discurrir del río hasta el siguiente puente –el puente latino–, y se adentra en el barrio otomano por la calle hoy llamada de los Boinas Verdes (Zelenih beretki, unidad paramilitar formada por soldados y oficiales bosníacos de la JNA en 1992, después integrada en la Armija) –siguiendo así el recorrido previsto del coche del archiduque Francisco Fernando, interrumpido en esa esquina por los disparos de Princip–, el forastero se encontrará, a un lado, con el imponente mercado cubierto (Gazi Husrev-begov bezistan) que mandó construir el bey en 1531; y al otro, con el recinto de la gran mezquita que también lleva su nombre, una de las mayores de Sarajevo, con la esbelta e icónica torre del reloj (sahat kula) rivalizando en altura con el alminar. Un poco más allá, enfrente de la mezquita, se alzan la hanikah (escuela superior sufí) y la medrasa (escuela religiosa) Seldžuklija, que Gazi Husrev hizo erigir en honor de su madre, la “sultana” (hija y hermana de sultanes) Seldžuk; hoy ambas instituciones acogen galerías, exposiciones y el museo dedicado a la memoria de su promotor. Una “biblioteca Gazi Husrev-bey”, de factura más moderna –financiada por Qatar, como no deja de recordar la placa a su entrada–, completa el recinto; un pequeño café con mesas en el exterior permite disfrutar del aire tibio de julio en el recinto ajardinado.
Pese al bullicio turístico, el ambiente cálido y eterno de la vieja Charsía aún logra envolver al visitante. Lo describe bien Nenad Veličković, en su primera novela: “en ella [la Čaršija], todo permanece tal y como siempre ha sido: las estrechas callejuelas resguardadas bajo los toldos, los esbeltos alminares que surgen entre los álamos, las ramas de los tilos que acarician la torre del reloj…”. Si se prosigue el paseo por la histórica calle Sarači –dejando la torre atrás, la gran mezquita a la derecha, el complejo académico (hanikah y medrasa) a la izquierda–, unos carteles más o menos rudimentarios invitan al paseante a acceder, a través de un pasaje adornado de elaboradas lamparitas colgantes, a un amplio y empedrado patio interior. La terraza de un restaurante, con sillas en mimbre, convive con una espaciosa tienda abierta de telas, tapices y alfombras persas –un paisaje que conforta el imaginario orientalista más elemental (alfombras voladoras y bazares bulliciosos, rebosantes) del europeo occidental medio. Es la actualmente conocida como Morića Han (posada de los Morić, por el nombre de sus propietarios entre los siglos XVIII y XIX): el único caravanserai otomano de Sarajevo que ha llegado hasta nuestros días.
Los caravanserai o caravasares eran grandes posadas, típicamente de dos pisos y con amplios porches y patios interiores, que ofrecían alojamiento y descanso a las caravanas –viajeros y animales– que transitaban por las rutas de imperio, ya fueran con propósitos comerciales o militares. Sarajevo, como nodo principal de comercio y comunicaciones terrestres en el mapa otomano –en particular, entre Estambul y otros centros otomanos (Edirne, Bursa), y los puertos comerciales de Spalato (actual Split, entonces bajo dominio veneciano) y Ragusa (actual Dubrovnik) (Kafadar, 1996)–, llegó a contar con tres caravanserai. De los otros dos, muy cercanos a Morića Han, se conservan únicamente los muros exteriores (Kolobara Han, construido por el fundador de la ciudad, Ishaković, un poco más adelante en la misma calle Sarači), o las ruinas alrededor de la antigua entrada (Tašlihan, hecha construir por Gazi Husrev-Beg al lado del bezistan que hoy lleva su nombre). La calle Sarači, hoy salpicada de cafeterías, tiendas de artesanía y pequeños restaurantes de ćevapčići, prosigue hacia el oeste hasta otra imponente mezquita, a poco más de cien metros de la de Gazi Husrev-Beg, que parece sostenerle la mirada: es la “mezquita de Baščaršija” que hizo construir Ishaković a principios del siglo XVI.
Hay, desde luego, otros edificios que esconden otras historias, con otros beys y otros visires: la Baščaršija rebosa de rincones y callejuelas que merecen una exploración más detallada. Pero los legados arquitecturales de Isa-Beg Ishaković y Gazi Husrev-Beg, integrados en sus respectivos vakufs (waqf o habices, fundaciones caritativas o donaciones de utilidad pública, frecuentes entre notables musulmanes acomodados), sus mezquitas y medrasas, posadas y bazares, se cruzan así en las vías principales del viejo barrio otomano. Se diría que arman, entremezclándose, la osatura de la ciudad, devota y mercader, pragmática y contemplativa: el corazón al que Sarajevo regresa, y en el que Sarajevo se reconoce y reconstruye, cuando la Historia se vuelve sin salida.
12. Donde Occidente se encuentra con Oriente
El turismo de masas –no sólo en Sarajevo, aunque aquí quizá resulte más visible que en otros destinos– es una circulación de clichés que perviven y se reproducen, porque las imágenes preconcebidas con las que los turistas salen (salimos) de casa son confortadas por las industrias turísticas que los reciben. Éstas comprenden rápidamente que su prosperidad, al menos en un primer momento, depende de su habilidad para colmar las expectativas de los consumidores de experiencias y universos exóticos, más o menos fabricados –clac, clac, clac–, que son (somos) los turistas, para contar con aplomo y oficio las historias que hemos venido a buscar. El riesgo es, desde luego, que ello contribuya a forzar el trazo y amplificar prejuicios y caricaturas, versiones simplistas, parciales o reduccionistas. Pero incluso esta circulación imperfecta de imágenes e historias estilizadas, tamizadas por el reclamo turístico, que no siempre corrige las distorsiones y en ocasiones contribuye a consolidarlas, ofrece elementos para aproximarse más rigurosamente a una realidad compleja y poliédrica. Una realidad de la que forman también parte los folletos y las escenificaciones, las placas y los eslóganes, el imaginario que la ciudad moviliza para explicarse a sí misma; los ropajes simbólicos, en definitiva, con los que ésta se presenta a quien se acerca a ella por vez primera.
En Sarajevo, uno de los símbolos de ese imaginario invoca y aspira a encarnar, por decisión política, por resonancia profunda o por instinto comercial, se encuentra precisamente a unos pasos de la calle Sarači, no muy lejos de la plaza del Sebilj. Es el Sarajevo Meeting of Cultures, una inscripción en el pavimento de la calle Ferhadija, allí donde “Oriente se encuentra con Occidente” (“where East meets West”), según otra fórmula consagrada. El lugar está bien escogido: con los pies en la inscripción, si el paseante mira hacia el este, divisará el paisaje oriental que se admira desde el sebil, con las formas sinuosas y seculares de la vieja Charsía otomana: mezquitas, cúpulas y sebiles, la piedra venerable y pesada del bezistan y las medrasas, los alminares alargados y los tejados inclinados de los puestos del bazar. Si dirige la mirada al oeste, en cambio, se abrirá ante él una avenida amplia flanqueada de edificios estilizados y regulares, con fachadas y balcones burgueses, decimonónicos, del sobrio estilo neoclásico que se puede encontrar en el centro de cualquier capital europea occidental, con la catedral neogótica del Corazón de Jesús (Katedrala Srca Isusova) alzándose, retraída, un poco más adelante, y el frontispicio del Markale asomándose por la derecha: es el Sarajevo vagamente vienés que vio la luz tras la ocupación, y posterior anexión, austro-húngara de Bosnia y Hercevogina. Faltan, si acaso, los tranvías, herencia igualmente austrohúngara –que, aunque no se ven desde aquí, circulan también un poco más adelante, en la avenida del mariscal Tito (Ulica Maršala Tita), en la que Ferhadija desemboca.
El efecto visual es contundente, y el mensaje es poderoso. La realidad subyacente, por supuesto, es menos idílica que esta postal animada entre Viena y Estambul. El cuidado rincón Meeting of Cultures del centro de Sarajevo tiene algo de escaparate, desiderata o pueblo Potemkin, según la maldad y el escepticismo del observador. Pese al voluntarismo de la inscripción, la ciudad y el país parecen condenados –a decir de sus desengañados habitantes– a optar exclusivamente entre el bloqueo, la inmovilidad y el retroceso. Cuando viene de fuera, el elogio ritual de la (perdida) multiculturalidad sarajevita puede sonar a broma macabra o a lamento hipócrita. En uno de sus artículos para The Nation, en 1995, Hitchens denunciaba con ironía el manoseo del tópico durante la guerra: “si un solo visitante más viene [a Sarajevo] a ensalzar su parque temático multicultural, igual [los sarajevitas] se ponen a gritar. O a gruñir al menos. Sí, desde luego que uno se encuentra con serbios todo el tiempo, y que forman parte integral de la vida de la ciudad (..). Sí, es cierto que, al entrar en casa de un notable musulmán, (..) me ofrecieron una cerveza a las once de la mañana. (..) [Pero] si las grandes potencias hubieran tenido verdadero interés en [preservar] estas cosas, podrían haberse movilizado, antes de que esos ideales se vieran confinados al perímetro de una ciudad-museo, desprovista de buena parte de su vitalidad”. Cuando se proclama desde la maltrecha ciudad, el encuentro, la integración y la convivencia armónica entre “Oriente y Occidente” están mucho más cerca de ser un propósito que una constatación, todavía hoy, décadas después de la última guerra. Y a pesar de todo, es un propósito que se mantiene vivo en Sarajevo y que merece destacarse y protegerse, en una región (y en un mundo) donde abundan los ejemplos y las presiones en sentido contrario, las tentaciones y los intentos más o menos velados de construir el futuro sobre la negación, la amputación o el exterminio de unas u otras componentes, juzgadas indeseables, de una herencia que es inevitablemente plural y mestiza.
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El emplazamiento del Sarajevo Meeting of Cultures, allí donde Sarači se convierte en Ferhadija, está bien escogido por otra razón: se encuentra a tan sólo unos metros del testimonio de otro antiguo pilar de la diversidad sarajevita, hoy casi arrasado por los estragos del siglo XX. Si el viandante dirige sus pasos desde allí hacia el norte, por la callejuela que desemboca perpendicularmente en Ferhadija, dejando el Oriente otomano a la derecha y el Occidente austro-húngaro a la izquierda, enseguida llega a Il Cortijo (Velika avlija en bosnio), el antiguo barrio (mahala) sefardí de Sarajevo, en cuyo corazón se alza la antigua sinagoga, construida en 1581 y actualmente reconvertida en Museo Judío de Bosnia y Hercegovina.
La comunidad judía de Sarajevo procede, como la mayoría de asentamientos judíos en territorio otomano, de las expulsiones de judíos sefardíes de la Península Ibérica a finales del siglo XV. Durante generaciones, mantuvieron su lengua, el ladino o judeoespañol, “el español de Cervantes y de Lope de Vega”, como recuerdan orgullosamente sus escasos hablantes, en el diezmado mundo sefardí sarajevita. A esa migración sefardí, que en los Balcanes nutrió otras grandes ciudades como Salónica, se le sumarían más tarde, a finales del siglo XVII, otras poblaciones judías askenazíes (de Ashkenaz, antigua denominación hebrea de Alemania) de menor tamaño, que huían de los pogromos húngaros. La instalación de estos últimos en suelo otomano, en un momento de crisis, debilidad y repliegue del imperio, fue tolerada a regañadientes, cuando no con abierta hostilidad.
En el siglo XVI, en cambio, la acogida imperial había sido poco menos que entusiasta. El sultán Bayezid II había dado la bienvenida a la diáspora sefardí y había facilitado su instalación en las ciudades otomanas. Ese activismo imperial no evitó las fricciones entre las comunidades emigradas –expulsadas– de la vieja Sefarad, y las poblaciones musulmanas locales bosnias, pero contribuyó a consolidar su convivencia. Los roces eran previsibles entre comunidades con ritos, hábitos y lenguas distintas, y en ocasiones se manifestaban de formas curiosamente contemporáneas. Décadas después de la llegada de los primeros sefardíes a los Balcanes, los musulmanes sarajevitas se quejaban de que sus nuevos vecinos, entonces dispersos por la ciudad, “encendían demasiados fuegos” y “hacían mucho ruido” (“el ruido y el olor”, diría Jacques Chirac varios siglos después, en una fórmula que se hizo tristemente famosa, por su carga despectiva, para denunciar a las molestias que los inmigrantes –musulmanes– causaban entre la población francesa en los años noventa). Y así se lo trasladaron sus representantes locales al beylerbey (gobernador) de Rumelia, la provincia otomana que agrupaba los territorios europeos del imperio, cuando éste visitó Sarajevo a finales del siglo.
Tras escuchar las quejas musulmanas, el beylerbey, Kanizheli Siyavush Pachá, optó por construir y sufragar una gran hospedería (veliki han), y ponerla a disposición de la comunidad judía, para reagrupar a la población sefardí dispersa por la ciudad, calmar el malestar musulmán y ofrecer alojamiento a los sefardíes más pobres. Era el año 1580 – hacía menos de diez años que las fuerzas navales otomanas y cristianas (de la corona española) se habían enfrentado por el control del Mediterráneo en la batalla de Lepanto, a cuatrocientos kilómetros de Sarajevo. Siyavush Pachá autorizaría también la construcción de una sinagoga al lado de lo que se convertiría en Il Cortijo. Con ambas iniciativas pretendía “dar satisfacción a las peticiones de la comunidad islámica, sin partir por ello el corazón de la población [judía] de la que tratamos”, según reza el decreto imperial que da cuenta, en turco-otomano, de ambas decisiones, hoy expuesto en la antigua sinagoga. El episodio es revelador de una convivencia real y cotidiana, no exenta de roces de vecindad. Más adelante, en los siglos siguientes, se producirían conflictos más serios –a veces ligados a intervenciones exteriores (invasiones extranjeras, represión otomana)–, progresivamente más identitarios a medida que la decadencia otomana se aceleraba, la autoridad imperial se debilitaba –volviéndose, además, más agresiva cuando intervenía–, y la situación de las poblaciones del imperio (musulmanes y raïa) se deterioraba, tensando sus relaciones. Pero en el siglo XVI, se trataba de una convivencia efectiva de judíos y musulmanes –además de cristianos, predominantemente ortodoxos e igualmente presentes en la Bosnia otomana– en las calles de la ciudad, que las autoridades otomanas intentaban preservar y mantener en equilibrio, ejerciendo un rol de arbitraje y mediación más o menos afortunado, pero alejado de la caricatura de brutalidad, opresión y fanatismo a la que se reduce con demasiada frecuencia el gobierno de la Sublime Puerta en el imaginario europeo occidental.
Il Cortijo no es el único vestigio de la presencia judía en Sarajevo, pero sí el más antiguo. La comunidad sefardí creció apreciablemente tras su asentamiento allí: en el siglo XVIII, se contaban cerca de 2.000 sefardíes en la ciudad. También aumentó su vitalidad cultural y su presencia social, acelerada tras la anexión austríaca: en 1892, se creaba la sociedad benéfica La Benevolencija, que se mantiene viva en la actualidad, tras haber funcionado semiclandestinamente durante la época comunista; a finales de siglo se editó en Sarajevo un periódico en judeoespañol, La Alvorada; otras sociedades culturales sefardíes, como el grupo de teatro La Matatiá, estuvieron activas a principios del siglo XX. En su seno se desenvolvieron figuras notables: la denominación actual de la plaza del antiguo Cortijo, por ejemplo, rinde homenaje a una de las intelectuales más destacadas de la cultura sefardí sarajevita, la escritora, traductora y dramaturga Laura Papo, de soltera Luna Levi, conocida por el pseudónimo Bohoreta (“la primogénita”, en ladino). De origen humilde, nacida en 1892 y fallecida en 1942, Bohoreta contribuyó decisivamente a la divulgación del judeoespañol, lengua de la que pasa por ser la primera autora de teatro (Papo, 2016), y a la promoción de la emancipación femenina, causa en la que fue pionera en los Balcanes.
Las migraciones askenazíes, procedentes de los territorios austro-húngaros, vinieron a diversificar la presencia judía: en 1902, se construía la sinagoga askenazí, aún en pie, en la ribera sur del río Miljacka, entre el puente de Drvenija y el puente latino. Aunque numéricamente muy inferior a la sefardí, la comunidad askenazí creció significativamente a finales del siglo XIX, tras la ocupación y anexión austríaca de Bosnia. En el mismo margen izquierdo del Miljacka donde se alza el templo askenazí, a poco más de un kilómetro, en las faldas del monte Trebević en Kovačići, se encuentra el antiguo cementerio judío de la ciudad. Con casi 500 años de historia y casi 4.000 tumbas –sefardíes y askenazíes: un mismo lugar de reposo para judíos “españoles” y “alemanes”, cuyas vidas comunitarias transcurrían, en general, separadamente en la ciudad–, es uno de los mayores cementerios judíos en Europa oriental. Pese a los estragos del siglo XX, que la redujeron drásticamente, la implicación judía en la vida de Sarajevo se mantiene hasta nuestros días, y no ha esquivado los episodios más dolorosos: como recuerda Alfonso Armada en un reportaje de 1992 para El País sobre los sefardíes sarajevitas durante la guerra, pertenece a un sefardí de La Benevolencija, David Kamhi –quien lo muestra con orgullo– el primer carné numerado de la Armija que intentó defender la ciudad del asedio chetnik…
La circulación forzada de las poblaciones judías europeas por los territorios otomanos, y en particular su asentamiento y florecimiento en Sarajevo y en otras ciudades del imperio, permite otra lectura del tropo turístico que la capital bosnia ha hecho suyo. Y ofrece un buen ejemplo de sus ambivalencias, que son las de todo mestizaje. Sarajevo no es sólo el lugar “donde Oriente se encuentra con Occidente”, sino una de los escenarios en los que Occidente fue a buscar a Oriente. Una parte maltratada de Occidente, al menos: la España sefardí y la Hungría askenazí, entre otras comunidades, buscaron y encontraron, en distintos momentos de la Historia, refugio en el Oriente otomano. No lo hicieron –casi nunca se hace– por gusto ni por elección, sino forzados por expulsiones, persecuciones, hostigamientos y prejuicios en sus lugares de partida. Pero lo hicieron, en cualquier caso; y se esparcieron por ciudades y barrios como este antiguo Cortijo de Sarajevo, a pocos pasos de la inscripción que anuncia, promete, recuerda, que la ciudad es punto de encuentros entre culturas. Los encuentros que resultan de estos desplazamientos son más complejos y más difíciles de los que cualquier visión binaria o vagamente moral de la Historia puede aceptar, porque vienen, en no pocas ocasiones, engendrados por traumas colectivos, que no deberían haber ocurrido: guerras e invasiones, crisis y hambrunas, violencias y sufrimientos de todo signo. No por ello han dejado de favorecer los intercambios y el contacto entre poblaciones distantes; no han dejado de tomar parte en las realidades que llegan hasta nuestros días, y de contribuir a asentar los vínculos entre civilizaciones y culturas que no se conocían, acercándolas, mezclándolas, zarandeándolas: enriqueciéndolas.
13. ‘Maršala Tita’, el pasado pendiente
Preguntada sobre la memoria de la antigua Yugoslavia en la Bosnia actual, T., yugoslava de Belgrado, de nacimiento y vocación, responde con una anécdota que casi hace categoría: “La avenida principal de Sarajevo sigue llamándose Mariscal Tito”. Así es, en efecto; aunque el nombre de Tito, menguante, sigue presente a lo largo de la geografía posyugoslava, Sarajevo es la única gran capital balcánica que mantiene al líder partisano, fundador y “presidente vitalicio” (doživotnim predsjednikom) de la extinta Yugoslavia en un lugar destacado de su callejero, dando nombre a una de sus arterias más relevantes. Y lo ha mantenido mientras renovaba buena parte de los nombres de calles, plazas, puentes y demás equipamientos públicos.
La almendra histórica de la ciudad, que incluye, pero no se limita a la vieja Charsía, permanece comprendida entre el cauce del río Miljacka y la longeva Ulica Maršala Tita, o Titova. El actual trazado de la avenida, que va desde la vetusta mezquita de Alí Pachá (Alipašina džamija, construida en el siglo XVI) hasta la más reciente Vijećnica, es de 1919 y fue bautizada entonces con el nombre del rey serbio, Alejandro I Karadjordjević, primer soberano de Yugoslavia. Tras el derrumbe de su régimen ante los tanques del Eje en 1941, la avenida pasó a homenajear al nuevo hombre fuerte de un país que ya no era Yugoslavia sino el “Estado Independiente de Croacia” (Nezavisna Država Hrvatska, NDH), y que se extendía, bajo la protección del Reich y de la Italia fascista, por las actuales Croacia y Bosnia. Tomó entones el nombre del fascista croata y líder de la Ustaša, Ante Pavelić. A la caída de este –acabaría refugiado en España tras la guerra, y allí está enterrado, en el cementerio madrileño de San Isidro–, el mismo día en que las tropas partisanas entraron en Sarajevo, la calle pasó a ser –de un dirigente a otro– la del victorioso mariscal Tito.
Lo sigue siendo hoy, aunque la parte más oriental de la avenida fue dedicada en pleno asedio, en 1993, al mulá Mustafa Bašeskija. La flamante avenida Bašeskija nace en la plaza del Sebilj, en Baščaršija; pasa por la antigua iglesia ortodoxa, un austero edificio rectangular del siglo XVI, construido sobre un templo preexistente y centro simbólico de la cultura serbia ortodoxa de la ciudad; y llega hasta la Llama Eterna (Vječna vatra) que conmemora la liberación de Sarajevo por las tropas partisanas tras la Segunda Guerra Mundial. Esa Llama Eterna, inaugurada en 1946, es un sobrio memorial que condensa los principales elementos del imaginario del régimen titista: la lucha antifascista como mito (re)fundador de la nación yugoslava; la participación de todos los pueblos –mencionados uno por uno en la inscripción– en el combate y la liberación conjunta, pese a que en Sarajevo (y en Zagreb) los partisanos desalojaron a un régimen ultranacionalista croata; y el culto al “glorioso Ejército yugoslavo” y al liderazgo carismático del mariscal Tito, en cuya majestuosa avenida se instala el memorial.
Hoy, en la Llama Eterna confluyen, por sus flancos, la avenida de Bašeskija, al norte, y la calle Ferhadija, al sur. Ambas mueren en la Llama; a partir de ella, es la amplia y elegante Ulica Maršala Tita la que recoge el testigo y conduce el tráfico rodado de Bašeskija –Ferhadija es peatonal– hacia el oeste, entre edificios nobles, discretamente envejecidos. Quedan por la derecha el Banco Central y las verdes extensiones del Veliki y el Mali park (Gran y Pequeño parque, respectivamente), y por la izquierda la sede de la Presidencia de Bosnia y Hercegovina, entre otros edificios oficiales; un cartel indica el desvío hacia el Pabellón Olímpico Juan Antonio Samaranch (Olimpijska dvorana Juan Antonio Samaranch), recuerdo de los Juegos de invierno de 1984, que se sitúa más arriba hacia el norte, en la colina de Breka. Si se camina un poco más, enseguida se llega a los jardines y el pequeño cementerio, la plácida cúpula abombada y el alminar de la mezquita de Alí Pachá, joya de la arquitectura otomana clásica. Una mujer con hiyab mira allí atentamente su teléfono, sentada en la muralla baja que delimita el recinto. Otra mujer joven, descubierta, se adentra con aire decidido en el jardín y se detiene en el mihrab (hornacina que señala la orientación de la oración) a la izquierda de la puerta de entrada. De su bolso extrae un pañuelo con el que se cubre el pelo, tras recogérselo, y allí permanece un rato, envuelta en el silencio del jardín, rezando o meditando, hasta que vuelve a guardar el pañuelo, se suelta de nuevo la melena y se sumerge otra vez, igual de resuelta que antes, en el bullicio de la ciudad en movimiento.
El mulá Bašeskija, improbable compañero de avenida de Tito desde 1993, procede de ese otro mundo otomano, el de la mezquita y el cementerio que permanecen incrustados en el centro de la ciudad, como islas fuera de tiempo. Un mundo igual de bosnio, pero anterior a la idea yugoslava que Tito encarnó en la segunda mitad de siglo XX. Bašeskija fue una respetada figura cultural, intelectual y religiosa en el Sarajevo del siglo XVIII: nacido en el seno de una humilde familia bosníaca (musulmana), propietario de una tienda que se situaba bajo la vieja torre del reloj, que aún hoy se alza orgullosamente en la Baščaršija, maestro (mulá) y estudioso, poeta y calígrafo, es sobre todo recordado por ser cronista de la ciudad que vivió. Dejó testimonio de ella en Ljetopis o Sarajevu (Anuario de Sarajevo), diario o crónica de la ciudad entre 1746 y 1804. La obra, que documenta aspectos de la vida cotidiana (compras y ventas en su tienda, relaciones familiares) y hechos históricos como el rebrote de peste negra que sufrió Sarajevo en el siglo XVIII, es especialmente valiosa para los extranjeros que, al acercarse a la compleja realidad balcánica, encuentran (encontramos) con más facilidad, al abordar la época otomana, perspectivas y recreaciones contemporáneas (yugoslavas o posyugoslavas), o aproximaciones académicas occidentales, antes que fuentes propiamente bosnias otomanas, del mismo tiempo y del mismo espacio que la realidad que describen.
La lúcida reflexión que abre y motiva el Ljetopis (“Ostaje samo ono što je zapisano, a sve drugo se zaboravlja”: “Tan sólo permanece lo que queda escrito; todo lo demás, desaparece”), rige en realidad cualquier esfuerzo por preservar las memorias colectivas frente a las inclemencias del tiempo –sucesión de olvidos más o menos deliberados– y los intentos de reescritura, especialmente acusados en este punto de la geografía europea. El humilde remedio de Bašeskija, escribir para prevenir el olvido, adquiere una profundidad inusitada aquí, en el corazón –palacio y cumbre– de Bosnia, espejo roto, lugar de un choque de memorias tan emparentadas como adversarias, continuamente reformuladas, que pugnan indistintamente por sobrevivir, imponerse o no ser barridas, “¡zas!, como una vela”, como malvadamente le susurra uno de los gemelos a una Alicia que duda de ser real, en A través del espejo: como si nunca hubieran existido, y para que no existan nunca más.
En el turbulento mosaico bosnio, la permanencia de Tito en el callejero de su capital es revelador y no tiene nada de fortuito. Al margen de todas sus disfunciones, la Yugoslavia federal y socialista que emergió bajo el liderazgo de Josip Broz dotó a Bosnia y Hercegovina, por vez primera desde la era del dominio turco otomano, de una institucionalidad propia y relativamente estable, que permitió mantener por un tiempo, no sin tensiones más aplazadas que resueltas, los equilibrios entre las comunidades bosníaca (musulmana), serbia (ortodoxa) y croata (católica). Incluso hizo vislumbrar, en todo caso a algunos sectores de la población, la emergencia en Bosnia de una sociedad secular, posnacional e integrada, propiamente “yugoslava”, que fuera más allá de la mera coexistencia y desbordara las delimitaciones previas entre religiones y nacionalidades.
Fue una novedad. En la primera Yugoslavia (y en el “Reino de los Serbios, los Croatas y los Eslovenos” que la precedió), que las élites serbias entendieron como una mera expansión de su propio país, Bosnia careció de autonomía efectiva, y fue administrada como simple pokrajina (provincia) bajo el control directo de Belgrado, o dividida en diferentes oblasts (distritos) o banovinas (regiones autónomas). Tras la Segunda Guerra Mundial, en cambio, Bosnia y Hercegovina se afirmó como una de las seis “repúblicas constituyentes” de la nueva Yugoslavia federal (art. 2 de la Constitución de 1946). El Consejo Antifascista de Liberación (ZAVNO BiH) había ya puesto las bases, desde su primera proclamación en 1943, de una Bosnia común e indivisible, fundada sobre la igualdad de sus tres pueblos constitutivos (bosníacos, serbios, croatas), y participante en pie de igualdad en el proyecto de una Yugoslavia común, con serbios, croatas, eslovenos, macedonios y montenegrinos. El reconocimiento constitucional, en 1974, de los “musulmanes como nacionalidad” (Muslimani o bosníacos), pareció reforzar la posición bosnia y bosníaca en el doble equilibrio –tanto entre repúblicas como entre nacionalidades yugoslavas en cada república, y especialmente en Bosnia– sobre el que se asentaba la Federación. Pero aquí hay valoraciones divergentes y atendibles: para sus detractores (algunos de los cuales sufrieron cárcel y otras represalias por estas críticas), ese reconocimiento, y el sentido general de las modificaciones constitucionales de 1974, profundizaron en el bizantinismo y la dinámica de degradación institucional, centrifugación y debilitamiento de la Federación, que acabaría conduciendo a su desintegración.
Al margen de la sostenibilidad de su arquitectura política, cada vez más alambicada, fue la Yugoslavia de Tito –hasta su muerte en 1980 al menos– quien dio forma institucional y una precaria estabilidad social, intercomunitaria, a la Bosnia contemporánea. Y probablemente fue en Bosnia donde el proyecto de un Estado común yugoslavo, compartido y equilibrado para poblaciones no homogéneas, pero imposibles de separar o someter sin enormes costes humanos, se comprendía con más nitidez. Si Belgrado era la capital institucional de la Yugoslavia concreta, realmente existente, Sarajevo era la razón y la encarnación más cercana de la Yugoslavia posible y deseable, que por un tiempo pareció vislumbrarse en el horizonte de la que se estaba efectivamente construyendo. La criminal tentativa de estrangulamiento de Sarajevo planificada y ejecutada por los chetniks entre 1992 y 1995 es, además de todo lo demás, y contra su propia propaganda, la guerra a una Yugoslavia en la que la ciudad bajo las bombas se había sentido razonablemente cómoda. La menguante Yugoslavia de Milosević, avatar sombrío del expansionismo nacionalista serbio, se revolvería en Sarajevo (y en otros tantos lugares, en Srebrenica, en Vukovar, en Foča, en Dubrovnik) contra la Yugoslavia siempre precaria, pero entonces ya agonizante, de la “unidad y fraternidad” (Jedinstvo i Bratsvo) de Tito. Se revolvería contra el mejor legado de esta última, después de haberse criado a sus pechos, y parasitado sus estructuras durante décadas, antes de consumirse ella misma, en una espiral de violencia y represión que haría estragos –en Kosovo y en la propia Serbia– a finales de los años noventa.
Quizá también por ello, es en Bosnia donde, seriamente malherida pero no definitivamente muerta, crepita la tenue llama (¿eterna?) de la vieja idea yugoslava, tal y como la formuló el Consejo Antifascista en 1943, ligada a la construcción de un espacio común, fraternal y compartido, primero de convivencia, y después de integración, entre las distintas comunidades, identidades, adscripciones, religiones, culturas y tradiciones históricas que conforman el paisaje del complejo espacio balcánico –y más específicamente, el de la propia Bosnia. Tras el asalto nacionalista y el subsiguiente estallido de la Federación, todos los Estados sucesores de la extinta Yugoslavia han sufrido derivas identitarias y antiliberales (lo uno va con lo otro) más o menos severas: tan sólo en Bosnia y Hercegovina –y especialmente en su capital–subsiste, con muchas dificultades, una realidad tercamente plural, una especie de “pequeña Yugoslavia” latente, que sigue sin poder escindirse por completo –pese a los denodados esfuerzos realizados– en comunidades cerradas y estancas, excluyentes y homogéneas.
Según el censo de 2013, en Sarajevo viven 337.000 personas, de las que un 67% se definen como bosníacas, un 20% como serbo-bosnias, y un 4,2% como bosnio-croatas. La ciudad está, no obstante, tanto administrativa y demográficamente dividida entre los barrios de mayoría bosníaca –que son la mayoría, y forman parte de la Federacija BiH–, y los de (abrumadora) mayoría serbo-bosnia (agrupados en la municipalidad de Istočno Sarajevo o Sarajevo oriental, integrada en la entidad serbo-bosnia). “El fascismo no ganó en Bosnia”, escribiría con clarividencia Hitchens en The Nation, tras una breve visita a Mostar y Sarajevo, “pero tampoco perdió” (Hitchens, 1995). “Aquí nadie ganó la guerra”, confirmaba M. años después. En Croacia y en Eslovenia, los nacionalistas consiguieron la independencia. En Serbia, el autócrata Milosević consiguió, escenario bélico mediante, transitar impunemente de la nomenklatura comunista al ultranacionalismo serbio, conservando y reforzando su emprise sobre el país, al menos hasta el año 2000: pese a sus derrotas militares y diplomáticas, esa fue su verdadera victoria. En Bosnia y en Sarajevo no hubo vencedores absolutos, aunque las élites nacionalistas de las respectivas comunidades se hayan mantenido a flote (¿no lo hacen siempre?) y hayan conseguido, por el momento, preservar algunas de sus parcelas de poder en el precario orden surgido en los Acuerdos de Dayton.
Preservar, pero no expandir. No es la virtud de las élites bosnias de posguerra –tan desesperantes como las que han colonizado los demás centros de poder en el entorno balcánico–, sino la impotencia y el empate infinito entre las distintas ensoñaciones identitarias en liza, lo que probablemente explica esa relativa preservación en Sarajevo del horizonte y la retórica multicultural. De esa realidad, pálido reflejo de la necesidad de la Yugoslavia que podría haber sido, la ciudad de las mezquitas y las catedrales, las campanas y los almuédanos, los hiyabs y las minifaldas, los carteles en cirílico y en latino, es la vitrina más expresiva. También el escenario de todas las dificultades que atraviesa una sociedad aún abierta, pero frágil, dividida y expuesta, tanto a la lenta maceración de sus propias contradicciones, como a la amplificación en su interior de las tensiones que se ejercen desde fuera, definitivamente más allá de su control. Sobre unas y sobre otras permanece, por el momento, reinando póstumamente desde las placas de la arteria principal de la ciudad, la figura, hoy vagamente tranquilizadora en el maltrecho imaginario sarajevita, del mariscal Tito. Su pírrica supervivencia, en forma de reliquia procedente de un pasado idealizado, preñado de promesas que siguen vivas porque nunca llegaron a realizarse, es menos un mérito de su régimen –autoritario y disfuncional, barroco y policial, ineficaz y represivo– que una descalificación frontal de las élites que lo han sucedido, comunistas y poscomunistas, de las que lo mejor que se puede valorar es su parálisis. El Tito póstumo de las placas verdes, que sería un detalle banal en otras latitudes con historias menos tormentosas, es aquí una aspiración frustrada y una impotencia: la prueba muda del estancamiento al que parece condenado un país que cicatriza lentamente sus heridas, pero pena todavía a vislumbrar un futuro que seduzca más que algunos de sus pasados.
14. Fantasmas y artificios
Es una de tantas historias de horror que produjo la guerra de Bosnia. Siempre es arbitrario fijarse en una en concreto, pero la atención es caprichosa en un espacio tan prolijo en estremecimientos como el humilde Museo de crímenes contra la Humanidad y del genocidio 1992-1995, en el primer piso del número 11 de la calle Muvekita, en el centro de Sarajevo. Una placa allí recuerda a Ševal Tabaković, apodado Hasan. Ševal era un bosnio musulmán (bosníaco) de Visegrado (Bosnia oriental), la ciudad de Un puente sobre el Drina inmortalizada por Andrić. Había nacido en 1917, en plena Guerra Mundial y en vísperas de la creación de la primera Yugoslavia. A principios de 1942, cuando tenía 25 años, tropas chetniks (ultranacionalistas serbias monárquicas) detuvieron a Tabaković y lo condujeron al puente sobre el Drina; allí lo degollaron y lo lanzaron al río. Previamente habían ejecutado a toda su familia: miles de musulmanes fueron asesinados en la matanza que siguió a la toma de la ciudad por los chetniks. Contra toda expectativa, Tabaković sobrevivió a la matanza, y pudo ponerse a salvo, malherido, nadando hacia la orilla del río. Pudo ser así testigo de la victoria partisana contra los fascismos ultranacionalistas serbio y croata al término de la guerra. Cincuenta años más tarde, el 20 de mayo de 1992, en pleno derrumbamiento de la Yugoslavia construida sobre esa victoria antifascista, miembros de las nuevas milicias chetniks del denominado Ejército serbo-bosnio (Vojska Republike Sprske, VRS) de Ratko Mladić y Radovan Karadzić, fueron a buscar al anciano Ševal en su domicilio de Visegrado, y lo condujeron al mismo puente desde el que lo habían lanzado medio siglo antes. En esta ocasión, sin embargo, lo ataron de pies y manos antes de degollarlo de nuevo. No sobrevivió una segunda vez: sus restos mortales serían exhumados más tarde en el lago Perućac, decenas de kilómetros más adelante en el curso del río. Tenía 75 años: entre su primer y su segundo asesinato cabía la vida entera de la Yugoslavia de Tito, su éxito y su sangriento fracaso.
Se calcula que miles de civiles bosníacos, incluyendo centenares de mujeres y de niños, fueron asesinados en las matanzas de Visegrado de abril de 1992 por las fuerzas militares, paramilitares, policiales y civiles serbo-bosnias, en lo que constituye, junto con Srebrenica, uno de los episodios de limpieza étnica más salvajes de la guerra de Bosnia. Un episodio de terror y exterminio que consiguió –como tantos otros– su criminal propósito, pese al procesamiento de sus máximos responsables. De los más de 13.000 bosníacos de Visegrado que registraba el censo yugoslavo de 1991, en una población que entonces contaba con 21.000 habitantes, se ha pasado a 1.000 bosníacos según el último censo, de 2013; apenas un 10% de la población actual. Los serbo-bosnios, por su parte, han pasado de 7.000 en 1991, a casi 10.000 en 2013: casi el 90% de sus habitantes actuales. Visegrado, hoy en territorio de la Republika Sprska de Bosnia, fue “depurada” de “impurezas” bosníacas: su población, reducida casi a la mitad, se “serbificó” abruptamente, de un solo golpe de terror.
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Para yugoslavos como Tabaković, para tantas víctimas civiles, las guerras que llamaron a sus puertas en los años noventa, en Bosnia especialmente, no eran conflictos nuevos, sino el retorno de viejas dinámicas criminales, identitarias y nacionalistas que sólo el férreo liderazgo del mariscal Tito, el mito de la liberación que le acompañó, y la ecléctica construcción ideológica –yugoslavista y fraternal, socialista y autogestionaria, autocrática y federal, antifascista y tercermundista– de la segunda Yugoslavia, permitieron aplacar durante décadas, sin conseguir extinguirlas. Así lo atestigua el rapidísimo regreso a primera línea de un vocabulario plagado de denominaciones –chetniks, ustaše– y estigmas –turcos–, símbolos y mitos –Bleiburg, Kosovo Polje– oficialmente desterrados, pero que volvieron a dominar el imaginario colectivo en cuanto fueron invocados. Es fácil, casi terroríficamente eficaz –no sólo en Yugoslavia– rescatar del desván de la Historia, de cualquier Historia humana, ruidos y reflejos ancianos, sombras y ecos de cosas que pudieron (¡debieron!) ser y no fueron. Es fácil recrear o construir sobre ellos mitos y fantasías, alimentar agravios y resentimientos antiguos, reales o imaginados, para motivar o preparar los crímenes por venir. Con un poco de (mala) suerte, los desastres que vengan después serán explicados, además, por analistas circunspectos como la consecuencia inevitable de “ancestrales odios étnicos” que anidan en los pueblos malditos. En realidad, ni hay pueblos malditos ni odios obligatorios, pero éstos siempre pueden ser propulsados –como lo fueron criminalmente en Yugoslavia, ante la indiferencia o la miopía internacional– por modernísimas y sofisticadas campañas de señalamiento y exclusión, de depuración étnica o identitaria, por maquinarias mediáticas (televisiones, especialmente) bien engrasadas de propaganda e intoxicación, como fantasmas de una pesadilla vigorosa y recurrente, nunca superada, siempre lista para ser revivida. Fantasmas que en el caso del desdichado Ševal Tabaković, y en el de tantas otras decenas de miles de víctimas, asesinadas o perseguidas, demostraron no ser meras alucinaciones, sino reapariciones de un pasado que constantemente amenaza con volverse futuro.
Como en otras ocasiones a lo largo de la Historia, la guerra en los Balcanes fue una especie de aviso temprano, con los pueblos yugoslavos ejerciendo el ingrato papel del canario en las minas de carbón. Es, quizá, en las zonas de fricción entre civilizaciones en contacto y en conflicto, donde se observan las primeras señales de los grandes terremotos que después llegan hasta sus mismos centros. Pero, porque anuncian lo desconocido, lo que no se quiere o no se puede concebir, esas primeras señales son frecuentemente malinterpretadas, cuando no directamente ignoradas. Europa leyó el conflicto yugoslavo como el último estertor –ciertamente sangriento, pero ajeno y localizado– del experimento comunista que ya se había derrumbado, en sus variantes más rígidas, en la antigua URSS y en sus países satélites en Europa oriental. Tardó en comprender que se trataba de algo cualitativamente muy distinto, y en absoluto exterior a la propia Europa: más que el último conflicto de un mundo que desaparecía, era el primero de la confusa era identitaria que venía a sucederlo. Es fácil constatarlo ahora, más de un cuarto de siglo después. Pero en aquel momento Europa –y el conjunto de Occidente– vivía sumida en los felices (y retrospectivamente engañosos) años noventa. Lo que parecía entonces ser el “fin de la Historia”, la consolidación planetaria de un mundo unipolar y un modelo liberal-democrático, racional y desapasionado, sin adversarios y sin sobresaltos, resultó ser un interregno más bien breve, entre el derrumbe de la Unión Soviética y el inicio de la decadencia y repliegue de su némesis norteamericana, con un nuevo reparto de cartas –poderes, ideologías e identidades, geopolítica, conflictos, crisis, transformaciones– que aún estamos descubriendo, pero que ya zarandea pilares y certidumbres, en nuestras propias sociedades, que parecían al abrigo de toda tormenta. Sólo lo parecían. Pero ésta, como diría Michael Ende en su Historia interminable –tan interminable, aunque como la que vivimos, aunque a veces parezca pausarse, como si tomara aliento para seguir adelante por senderos que no se repiten, pero riman–, ésta es efectivamente otra historia, que lleva mucho más allá de Sarajevo…
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Cuando se habla de Yugoslavia, uno de los lugares comunes que aparecen con frecuencia es la calificación de “país artificial”. Especialmente, con interlocutores europeos occidentales. Un país artificial, como si alguno no lo fuera; como si hubiera otros países –los que lo precedieron, los que lo han sucedido en su mismo territorio–, los genuinos, cuyas fronteras, lengua, idiosincrasia e instituciones estuvieran indiscutiblemente grabadas en mármol en la conciencia de los hombres y en las profundidades de la tierra. Naturalmente, quien así se expresa suele venir, o estima venir, de uno de éstos últimos. La fórmula es entonces, consciente o inconscientemente, una manera de apartar de sí los horrores y las turbulencias que asolaron la historia y aún acechan el futuro del antiguo –pero no suficientemente antiguo– país de los eslavos del sur. Una forma (otra forma) de poner una barrera conceptual, higiénica, entre esa realidad y la nuestra, de decirse que aquello no nos incumbe; puede entristecernos, pero son cosas que ocurren sólo en los países artificiales (o excomunistas, u orientales: las estrategias para imaginarse a cubierto son casi infinitas). Algunos posyugoslavos comparten el diagnóstico sobre la artificialidad (o más propiamente, la insostenibilidad) de su antiguo Estado; para otros, en cambio –y en Sarajevo no es difícil encontrarlos–, éste era tan o tan poco “natural”, tan o tan poco “sostenible” como podía serlo cualquier otro. Era. Hasta que dejó traumáticamente de ser.
Lo menos que se puede decir a día de hoy de la antigua Yugoslavia es que un país que no sobrevivió. Algo que, en sí mismo, no responde ni a una ley natural ni a un dictamen moral: ni debería existir, ni debería no haber existido por ello. La idea política yugoslava que nutrió los sucesivos intentos de concretarla, en cambio, era (¿es?) tan plástica y tan viable, tan artificial y tan ingenua, tan perfectible o tan descabellada como las que dieron aliento y épica decimonónica a tantos otros países europeos, incluidos los que sí han llegado a nuestros días. Y como cualquier otra idea nacional, su papel e interés histórico ha estado ligado al signo de los proyectos políticos con los que se ha visto asociada: ha sido progresiva cuando se ha puesto al servicio de la emancipación, la unión y la convivencia entre (poblaciones) diferentes; se ha vuelto criminal y dramáticamente regresiva cuando, por el contrario, ha servido de coartada para un programa identitario de exclusión o de depuración, de separación o de dominación.
Lo que permanece invariable son las exigencias de una realidad plural y entremezclada, que no se ajusta a las rígidas categorías de la identidad monocorde, que desborda los marcos de cualquier nacionalismo excluyente. Lo que indiscutiblemente persiste son los problemas y los desafíos, las intrincadas realidades sociales, históricas y culturales a los que las sucesivas Yugoslavias, las reales y las proyectadas, intentaron dar respuesta en sus diferentes formulaciones. Desde el ilirismo y el austro-eslavismo del obispo Strossmayer, hasta el yugoslavismo federal y autoritario de Tito, pasando por el ambiguo y vacilante yugoslavismo monárquico de entreguerras, intermitentemente pluralista y despótico, las vicisitudes de la idea yugoslava dan cuenta de los sucesivos proyectos para trascender las categorías y encajar el pequeño y disputado universo balcánico occidental, tan diverso y tan integrado como históricamente mal avenido, en una comunidad política común, estable y compartida. Ninguna depuración, ningún rediseño de fronteras, ningún intercambio de poblaciones, ninguna estrategia que trate a las personas como peones de uno u otro color sobre un tablero, será capaz de resolver las complejidades del espacio posyugoslavo sin crear nuevos problemas y nuevos desastres, más dolorosos todavía. Los retos y las exigencias de una sociedad compleja siguen bien presentes, en todo caso agravados, tras la desintegración del convulso y fracasado Estado común. Sus pequeños Estados sucesores, y Bosnia y Hercegovina especialmente, sufren las mismas dificultades, pero también la misma necesidad de integrar personas y poblaciones diversas, con distintas religiones, distintas ideologías y distintas –aunque indudablemente emparentadas– memorias e imaginarios. Sufren las mismas tensiones entre identidades, pertenencias y ciudadanías que se pueden observar en toda la región, con grados diversos de virulencia; la misma perplejidad y parecidas reticencias ante las identidades múltiples, superpuestas, compartidas, en parte de la población. Hacen frente a parecidas disyuntivas entre autoritarismo y democracia; experimentan similares dificultades para articular eficacia, unidad y reconocimiento, para conjugar inclusión y cohesión. Con capacidades más mermadas, si cabe, y obstáculos adicionales para abordar esos retos, que son los de todas las sociedades modernas.
Ici, c’est la Bosnie: pese a todas las dificultades, Sarajevo mantiene vivas en su seno las aspiraciones universalistas, democráticas y pluralistas, herencia y carta de presentación de un pasado cosmopolita que la ciudad trabajosamente invoca. Así permanecen Bosnia y Sarajevo, frágiles y divididas, pero íntimamente entrelazadas: comunidades anómalas (¡artificiales!), por irresolubles, para los propagandistas de la depuración, la homogeneidad y la pureza; símbolos heridos pero tercos y preciosos para los que estimamos, al contrario, que el contacto, la diversidad y la mezcla es el estado natural de la vida en comunidad y de toda comunidad viva, y que la (no siempre fácil) convivencia entre diferentes es el horizonte deseable de la civilización –sin adjetivos– y de cualquier sociedad abierta.
* * *
Es lunes temprano cuando me despido de la ciudad, en un último paseo rápido por las callejuelas de la vieja Charsía. El día se ha levantado plomizo y desapacible en Sarajevo; los empedrados relucen de la fina llovizna que discretamente cae sobre tiendas y kioscos, fuentes, muros y minaretes. No hay turistas a esta hora, ni palomas en torno al sebil, y las calles están vacías, en reposo; como si la ciudad, persuadida por la hora y la mañana gris, no se hubiera desperezado aún. El murmullo de las leves gotas sobre el pavimento se entremezcla con un solitario martilleo de cobre, anciano y nuevo, testarudo como la ciudad fatigada. En alguno de los talleres del bazar, indiferente a los turistas, al silencio o al bullicio del viejo mercado, probablemente absorto en su trabajo, un artesano ha madrugado y ultima pacientemente sus piezas. El sonido rítmico de la herramienta sobre un metal que será jarra, bandeja o taza de café bosnio, me acompaña a modo de última y elemental melodía, mientras dejo atrás el sebil y me dirijo al autobús que aguarda antes de salir hacia el aeropuerto: clac, clac, clac…
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Referencias
Artículos, capítulos de libro, prensa y discursos
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