Iza svakog imena krije se priča
(Detrás de cada nombre hay una historia)
Daša Drndić, Trieste, 2006.
Los nombres, las historias
Seguramente, la primera noticia que tuve de Croacia fue a través de un libro infantil sobre el origen de las palabras. Era un librito modesto, delgado y de tapa dura blanca; un mini-diccionario ilustrado que buceaba en las historias detrás de algunos términos. Historias reales o fantásticas, folclóricas en algunos casos y más fiables en otros, pero siempre entretenidas, sobre lo que había llevado a una determinada palabra a sonar como suena. Allí aprendí que la corbata se llama así por deformación de croata, porque fueron los croatas quienes inventaron la prenda: un pañuelo anudado al cuello y cayendo sobre el pecho, con los colores de la bandera nacional, que los soldados vestían para combatir –venía a decir el libro–, porque sentir los colores de la enseña cerca del corazón les daba coraje en la batalla. Ilustraba la explicación un dibujo de un soldado croata, muy orgulloso y estirado, con un pañuelo rojo y blanco colgándole sobre el pecho. Recordaba aquella ilustración y aquel libro de infancia al tropezarme, paseando por la calle Radiceva, en la parte vieja de Zagreb, con una tienda de corbatas, kravata en croata, que reivindicaba en su rótulo (una gran corbata con el damero rojo y blanco que forma el escudo nacional) la paternidad nacional de la prenda. La tienda en cuestión resultó ser la principal empresa de exportación de corbatas de Zagreb, y la historia del libro parece corresponderse razonablemente con la realidad: Croacia es el país de las corbatas, y también un país donde los colores nacionales se llevan cerca, a veces peligrosamente cerca, del corazón.
Hay en Zagreb unos jardines conmemorativos, alargados, que se extienden desde la calle Vukovar hasta la avenida de Eslavonia, a lo largo de la calle de la Fraternidad Nacional Croata (Ulica Hrvatske Bratkse Zajednice). Es un buen trecho entre la estación central de trenes, Glavni Kolodvor, y el río Sava, al sur, que se recorre en autobús de camino al aeropuerto. Hay fuentes y bancos y pequeños canales de cemento por los que circula el agua a lo largo y ancho. Domina los jardines una pequeña pirámide de granito, obra del escultor Branko Siladin, rodeada por un círculo de banderas, a su vez rodeadas de césped. Banderas nacionales y zagrebíes, alternadas: son los jardines del Memorial, inaugurados en 1994 para conmemorar la fundación de la capital croata, novecientos años antes.
Memorial de 1094.
Como suele pasar, la conmemoración esconde algunos atajos. En 1994, los casi mil años de historia de Zagreb suponían una ocasión demasiado buena para no aprovecharla políticamente, en un momento en que el país daba sus primeros pasos, como Estado soberano surgido entre los rescoldos de una guerra civil en la antigua Yugoslavia que entonces aún no había concluido. Los novecientos años de Zagreb certificaban la antigüedad de la propia idea nacional croata, y aparte de un aniversario notable, constituían un potente señuelo –la Historia es una afición culpable en Europa– para consolidar el nuevo Estado en el concierto de las naciones europeas, apoyarlo en el pasado lejano y proyectarlo, como sirviéndose de una palanca, hacia el futuro, lejos de la pesadilla de la Yugoslavia agonizante y de su turbulenta historia, que es la del siglo XX.
En puridad, el hecho que se celebra ese año de 1094 es la fundación de la diócesis católica –no la ciudad– de Zagreb, por el rey húngaro Ladislao I, San Ladislao, con sede en un asentamiento elevado, Kaptol (del latín capitolium), que se desarrollaría alrededor de la catedral. Aquel asentamiento, hoy absorbido por la actual Zagreb, coexistiría durante siglos con otro centro urbano cercano, Gradec, también integrado en la actual capital croata, pero que recibió su fuero de “ciudad libre y real” en 1247 por parte del rey húngaro Béla IV, en agradecimiento por el cobijo que la villa proporcionó al monarca durante las invasiones tártaras. Dos centros, Gradec y Kaptol, nacidos de la mano de la corona húngara, próximos y enfrentados como siameses sin suerte, situados en las dos riberas del antiguo arroyo Medvescak, y que convivieron como entidades separadas hasta el siglo XIX. De la dificultad de esa convivencia da cuenta la vía que comunicaba ambos núcleos: hoy es una humilde callecita de aire inofensivo, pero aún conserva el nombre de Puente Sangriento (Krvavi most), en recuerdo de la época en que el arroyo discurría por debajo, las tensiones crecían a los lados y la violencia estallaba periódicamente por encima.
No fue hasta 1851 cuando la unificación de los viejos núcleos urbanos medievales, decidida por el gobernador austro-húngaro (ban) Josip Jelacic, alumbró la Zagreb contemporánea, que iba a ejercer como centro no solo político, sino también cultural y económico, de la Croacia austro-húngara y las Croacias que le siguieron. Una ciudad que se extendió hacia las faldas de las colinas, de aires centroeuropeos, de su tiempo y de su espacio: su centro histórico, como el de muchas otras capitales europeas florecidas en la misma época, es generoso en arquitectura, palacios y avenidas del gusto decimonónico.
“Apuesto a que has visitado la Ciudad Vieja y ya te han contado las anécdotas y leyendas históricas habituales sobre la capital”, se sonrió una zagrebí al saber que era la primera vez que visitaba la ciudad. Acertaba, desde luego. La fuente natural Mandusevac, de la que la bella Manda se sirvió para aliviar la sed de un caballero que volvía de una batalla, fundando así la ciudad. El altar a la Virgen en la Puerta de Piedra (Kamenita vrata), donde se adora un cuadro de la Virgen María que milagrosamente se salvó del enorme incendio que arrasó las ciudades de Gradec y Kaptol en 1731. El malogrado heroísmo de Matija Gubec, colgado públicamente en la Plaza de San Marcos tras liderar la revuelta campesina de 1574, y cuya cara se dice que podría corresponder al misterioso rostro esculpido en una de las esquinas de la plaza. La robusta torre del siglo XIII, Kula Lotrscak, desde la que en tiempos se vigilaba la ciudad de Gradec y se tocaba la campana que marcaba el cierre de sus accesos –señalando, también, la hora de irse para los ladrones (de ahí su apelativo, campana latrunculorum, de la que derivó el nombre de la torre) que merodeaban por la ciudad durante el día. El cañón que Béla IV regaló –junto con el fuero de ciudad real– a Gradec en agradecimiento por su hospitalidad, y dio orden de disparar cada día a mediodía; orden que cumplen minuciosamente los administradores de la torre, y que sirve a los zagrebíes para poner sus relojes en hora…
A los turistas les (nos) encantan estas historias, y a Zagreb le encanta contarlas, realzar sus herencias medievales, aderezarlas, embellecerlas. El relato empieza a veces en cuanto el forastero pone un pie en la ciudad. Así, el rey Tomislav, el primer rex Croatorum, del que no se conocen muchos detalles, pero sí que elevó la dignidad del territorio croata de ducado a reino en el siglo X, saluda orgullosamente desde su caballo a los viajeros que llegan a Zagreb en tren: la escultura ecuestre, obra del escultor serbo-croata (croata de origen serbio) Mihanovic, nacido austro-húngaro y fallecido yugoslavo, data de 1947.
Estatua del rey Tomislav.
Los ecos medievales llegan al visitante pasados por el tamiz de una caja de resonancia inequívocamente moderna. Es una mirada decimonónica sobre un pasado medieval estilizado, convenientemente reconstruido, adaptado a la estética y los gustos contemporáneos: en la forma de contarse a sí misma, Zagreb es una ciudad canónicamente europea. Con una antigüedad dominada por la Roma clásica, cuya influencia se extendía por todo el continente, la mayoría de países y capitales europeas contemporáneas bucean en el ramillete de señoríos, reinos, condados y ducados medievales que le sucedieron, en el valor diferencial de sus leyendas, sus mitos y sus piedras, para reivindicarse ante el mundo. Las ciudades europeas con un patrimonio medieval reconocible lo aprecian, lo realzan y lo restauran. Las que no lo tienen, ya sea porque nunca lo tuvieron o porque, teniéndolo, lo arrasaron o lo vieron arrasar en algún momento de la modernidad, aprovechan cada pequeña reliquia. O la fabrican a posteriori: el llamado barrio “gótico” del centro de Barcelona, por ejemplo, debe su cuidado encanto medieval a una concienzuda recreación urbanística ideada, financiada y ejecutada por la burguesía de la ciudad, a finales del siglo XIX.
Es esa burguesía y esa época la que ha dado su forma y aspecto actual a buena parte de las capitales europeas, también a Zagreb. Las grandes avenidas arboladas, los jardines y las fuentes, las estatuas de grandes hombres –siempre hombres, con muy contadas excepciones–, los palacetes de las grandes academias, los museos, las residencias suntuosas, los viejos cafés y los imponentes teatros, las estilizaciones medievales de condes y reyes remotos, las estaciones de ferrocarril, los edificios de correos: las grandes urbes del continente viven en un imaginario decimonónico que se encoge, se repliega en las almendras urbanas, se reinventa en atracción turística y se acomoda sin cesar a las nuevas oleadas de modernidad –los aeropuertos, los metros, los rascacielos acristalados, los bloques de apartamentos, los grandes centros comerciales, la monótona arquitectura de estilo socialista, en el caso de Zagreb–, sin llegar a desaparecer de la primera línea del paisaje.
Zagreb desde la estación de trenes
A la salida de la estación central de ferrocarriles, Gravni Kolodvor, al viajero que llega a Zagreb se le abre una hermosa avenida verde que primero se llama Trg kralja Tomislava, en honor del rey a caballo que la domina, después se convierte en un parque con el nombre de otra ilustre figura y padre de la patria croata, el obispo Josip Juraj Strossmayer, y más adelante se transforma en el Parque Zrinjevac, oficialmente plaza de Nikola Subic Zrinski, gobernador croata bajo el imperio austro-húngaro. Los palacios de la Academia Croata –fundada como Academia Yugoslava– de las Artes y las Ciencias (HAZU, por sus siglas en croata), edificio de 1880, y el Pabellón de Arte, de 1898, se alzan a lo largo del cauce central de la avenida, que está flanqueada por otros palacios igualmente representativos de la cultura nacional.
A la izquierda, en dirección al centro de la ciudad, se encuentra el imponente Palacio de Starcevic (Starcevicev dom), construido en 1895 por suscripción popular para disfrute del dirigente nacionalista Ante Starcevic, que actualmente alberga la Biblioteca Municipal de Zagreb; y un poco más adelante, el palacio Vranyczany-Hafner, de 1878, considerado una de las más hermosas fachadas de la ciudad y actual sede del Museo Arqueológico de Zagreb. A la derecha, se puede admirar el palacete de la Matriz croata, Matica Hrvatska, la principal y más antigua institución cultural croata. De carácter inequívocamente burgués, las Matice, mayormente de origen decimonónico, son una peculiaridad institucional del mundo eslavo europeo, y han ejercido un rol destacado en el desarrollo de las respectivas conciencias nacionales, a través del fomento y la promoción de las correspondientes lenguas y culturas asociadas. La Matriz croata, que es la tercera más antigua, fue fundada en 1842 como Matriz iliria (Matica Ilirska), y tuvo un papel protagonista en la afirmación y articulación de la identidad croata durante el imperio Habsburgo, de una forma parecida al rol de sus instituciones hermanas (Matica Srpska, Matica Slovenska, etcétera) en otras regiones eslavas del sur y del oeste. Aún hoy, la Matica Hrvatska constituye la mayor editorial en lengua croata, publica numerosas revistas de referencia, sobre todo literarias e históricas, y su sede en el número 2 de la Strossmayerov trg sigue siendo uno de los altos lugares de actividad cultural de la capital, con exposiciones, coloquios y debates, seminarios y presentaciones durante todo el año.
Sede de la Matica Hrvatska.
La sucesión de parques y avenidas arboladas, flanqueada por la Matica y otros hermosos palacetes decimonónicos, también testimonios del (re)descubrimiento de la conciencia nacional y el renacimiento cultural croata, sigue adentrándose en la ciudad en dirección a la plaza del ban Josip Jelacic, corazón indiscutible de la capital. En la calle Praska –antiguamente Maria Valeria– que separa el jardín Zrinjevenac de ese centro neurálgico que es la plaza del ban, hay una ausencia que domina el paisaje. El paseante se cruzaría allí con la antigua sinagoga de Zagreb, construida en 1866 y una de las joyas arquitecturales de la ciudad desde entonces, si ésta no hubiera sido brutalmente demolida en 1941 por las autoridades Ustasi del llamado Estado Independiente de Croacia (NDH, Nezavisna Drzava Hrvatska), el régimen ultranacionalista, antisemita y filonazi que gobernó la mayor parte de la actual Croacia –así como territorios actualmente bosnios y serbios– durante la Segunda Guerra Mundial. Dirigido por el fascista Ante Pavelic (que murió exiliado en España, bajo la protección del franquismo, y allí permanece enterrado, en el cementerio madrileño de San Isidro), y patrocinadas por el III Reich y la Italia fascista, su mandato se extendió hasta el derrumbamiento del nazismo y la victoria, en Yugoslavia, de los partisanos del comandante Tito. Una pequeña placa, escrita en hebreo y en croata, señala el destrozo antisemita y marca el antiguo emplazamiento de la sinagoga, que actualmente ocupa un aparcamiento: los planes de reconstruir allí un templo o un centro cultural judío no han prosperado hasta la fecha.
Placa en el antiguo emplazamiento de la sinagoga de Zagreb.
El NDH, establecido tras la invasión de Yugoslavia por las fuerzas del Eje, constituye uno de los episodios más negros de la historia nacional croata. Su régimen emprendió una política abiertamente genocida no sólo contra los judíos, en línea con las políticas raciales del Reich, sino también contra las demás minorías en Croacia, especialmente serbios y gitanos. Centenares de miles de personas (hasta un millón y medio, según las estimaciones más abultadas) fueron asesinadas sólo en el campo de exterminio de Jasenovac, a 100 kilómetros de Zagreb y a orillas del Sava, uno de los mayores y más crueles establecidos en Europa. La brutalidad de la represión ustasa contra serbios y judíos tuvo que ser en ocasiones contenida, por estratégicamente contraproducente, por sus regímenes patrocinadores en Alemania e Italia. Pese a la relativa brevedad del régimen (1941-1945), su huella es profunda, porque supuso un hito para la corriente más integrista, racista y violenta del nacionalismo croata. Hasta tal punto que los elementos de nostalgia, reivindicación y simbología ustasa resurgen periódicamente en el paisaje público, como regurgitaciones biliosas de un pasado sin digerir: son síntomas de desasosiego e incomodidad identitaria en un país que se debate entre una vocación abierta, moderna y pluralista, coronada y alentada por el ingreso en la Unión Europea; y la celebración sin matices de una pulsión etno-nacionalista obsesionada con la estatalidad y la depuración nacional a cualquier precio.
El primer presidente de la Croacia pos-yugoslava, Franjo Tudjman, ilustra bien la ambivalencia de la clase política –y de la propia sociedad croata– respecto a la memoria del ustachismo. Tudjman combatió como partisano al régimen pro-nazi en su juventud, pero posteriormente reivindicó la contribución ustasa a la construcción de un Estado independiente en Croacia al fundar su partido, la hoy gobernante Unión Democrática Croata (HDZ, Hrvatska demokratska zajednica, partido nacionalista y católico de centro-derecha). La posición de la actual presidenta, Kolinda Grabar-Kitarovic, también de la HDZ, que ha participado en homenajes a los combatientes ustasi caídos al servicio del Eje durante la guerra, así como en reconocimientos a las víctimas de la dictadura ustasa del campo de Jasenovac, y que se confiesa seguidora entusiasta del popular cantante ultranacionalista Marko Perkovic, antiguo soldado y simpatizante Ustasa… demuestra que esta ambivalencia no remite con la nueva generación de dirigentes.
Solo atravesando la ausencia del antiguo templo judío, recorriendo la calle en la que el transeúnte no puede ya cruzarse con su silueta, llega el viajero a la plaza del conde y ban Jelacic. La plaza es amplia y peatonal, y está atravesada por tranvías que la recorren longitudinalmente. La fuente de Mandusevac, descubierta en 1898, borbotea sin descanso para fascinación de los niños pequeños que se asoman con curiosidad a sus aguas, vigilados de cerca por sus padres. Las dos torres de la Catedral de la Asunción se recortan majestuosamente sobre el cerro a la derecha de la plaza, frente a la estatua dorada de la Virgen María, elevada sobre un pedestal, en el Kaptol. Una estatua del ban a caballo vigila el centro de la plaza. La señorial calle Ilica se pierde con sus tranvías hacia el oeste; el mercado tradicional de Dolac, con sus sombrillas rojas y blancas, se esconde al norte, justo detrás de los edificios de la plaza, y la bulliciosa calle Tkalciceva, popularmente Tkalca, asciende hacia el norte, en paralelo a la calle Radiceva, que da acceso al antiguo centro de Gradec. La plaza da la impresión de latir en todas sus direcciones, al este y al oeste, al norte y al sur, y al hacerlo insuflar vida en oleadas concéntricas tanto a los barrios de la Ciudad Alta medieval, como a los de la ciudad nueva, más extensos, primero decimonónicos y después más contemporáneos, populares y cotidianos.
Calle Ilica (izquierda) y estatua de la Virgen María en Kaptol (derecha).
Zagreb desde Pleso y la promesa europea
A diferencia del que lo hace en tren, el viajero que llega en avión a Zagreb no es recibido por el rey Tomislav. Pero la compleja trama de pasados, presentes y futuros que conviven mezclados –pero no fundidos– en el paisaje croata, resulta igualmente perceptible. Las instalaciones del aeropuerto en su actual emplazamiento en Pleso, a 10 kilómetros del centro de Zagreb, se remontan a 1962. La actual y muy moderna terminal de pasajeros, verdadero escaparate arquitectural de la nueva Croacia, fue construida tras el ingreso del país en la Unión Europea, e inaugurada en 2017. Espacios modernos, geometrías espectaculares, formas ondulantes y la estética aséptica y grandiosa de los grandes aeropuertos, símbolos contemporáneos de movilidad, apertura y vocación de futuro. Un aeropuerto que fue rebautizado Franjo Tudjman, en honor al controvertido líder croata durante las guerras yugoslavas, acusado de crímenes contra la Humanidad por el Tribunal Penal Internacional para la antigua Yugoslavia (TPIY) de La Haya. En las páginas más recientes del relato nacional croata, de las que la tinta aún está fresca, Tudjman es el padre de la patria, el primer presidente de la Croacia soberana y el líder victorioso de lo que la historiografía oficial denomina “guerra patriótica” (Domovisnki rat). Como tal, a su muerte en 1999, Tudjman fue enterrado en una enorme tumba que ocupa un lugar central y prominente a la entrada del hermoso cementerio de Mirogoj; distinguido incluso de otras figuras relevantes del imaginario nacionalista, como el histórico líder campesino Stejpan Radic. No es el único tributo que la capital rinde a Tudjman: una hermosa plaza verde lleva su nombre al lado de la antigua estación central de ferrocarriles de la ciudad, Zapadni Kolodvor, y una gran estatua en su honor, de reminiscencias soviéticas, fue inaugurada en el Memorial de 1094 con motivo del decimonoveno aniversario de su muerte, en diciembre de 2018, por la actual presidenta del país.
Tumba de Franjo Tudjman en el cementero de Mirogoj.
Fuera de Croacia –y entre los sectores más izquierdistas de la propia sociedad croata, políticamente muy minoritarios–, la figura del antiguo presidente es menos celebrada. Para otros observadores, otros espectadores y, sobre todo, para sus víctimas, el ultranacionalista Tudjman es responsable de graves episodios de limpieza étnica, tanto en Croacia contra la población serbia (operación Oluja –Tormenta–, en la región de Krajina, que supuso el desplazamiento forzoso de centenares de miles de civiles serbios), como en Bosnia-Herzegovina, contra la población bosnio-musulmana (operaciones paramilitares croatas en el valle del Lasva): sólo su muerte en 1999 impidió una investigación más exhaustiva sobre sus responsabilidades criminales, como la que afectó, entre muchos otros, a su homólogo en Serbia, instigador principal de la guerra y co-firmante de los acuerdos de Dayton, Slobodan Milosevic.
A su aterrizaje en el reluciente aeropuerto Franjo Tudjman, el viajero es recibido por dos banderas majestuosamente cruzadas, unos metros antes del control de pasaportes. La bandera tricolor croata, desde luego, y con ella la bandera azul y estrellada de la Unión Europea. Una forma de señalar el vínculo entre Tudjman y la Unión, aunque ésta se guardara mucho de iniciar procedimientos de asociación o adhesión durante el mandato del viejo dirigente nacionalista. A día de hoy, y desde su ingreso en 2013, la estrellada europea acompaña a la tricolor o trobojnica croata (rojo, blanco y azul, en bandas horizontales: son los colores paneslavos, inspirados en la enseña rusa, a su vez diseñada siguiendo el modelo de la Statenvlag holandesa) allí donde ésta se encuentra, en cada edificio oficial que se puede otear en Zagreb. En el Kaptol, entre la Catedral y la céntrica plaza Jelacic, la flamante Trg Europe (Plaza de Europa) recuerda el ingreso y alberga las modernas dependencias de la Delegación de la Unión Europea en Croacia.
Croacia ingresó en la Unión nueve años después de Eslovenia, que lo hizo en 2004: por el momento, son las únicas repúblicas posyugoslavas en haber alcanzado la membresía. Si en algunos de los países históricos de la Unión ésta se percibe en ocasiones como una amenaza para la soberanía nacional, para los países balcánicos ha sido más bien su coronación y su garantía. En parte, porque a diferencia de Francia, Alemania o el Reino Unido, los jóvenes Estados balcánicos jamás han conocido la soberanía plena. Surgidos dificultosamente de las cenizas del moribundo imperio otomano, algunos; de la lenta fragmentación o de la voladura final austro-húngara, otros; y del fuego cruzado de intereses de los demás imperialismos del centro y el este de Europa, todos ellos, su estatalidad ha sido tradicionalmente frágil y precaria, revertida en varias ocasiones y necesitada en todo caso del patrocinio de potencias extranjeras. Para esta soberanía atormentada, sobreactuada y siempre incompleta, el marco europeo ofrece –u ofrecía al término del derrumbamiento soviético y la desintegración yugoslava, a finales de los noventa– una solidez desconocida en su historia reciente. No extraña la prontitud con la que prácticamente todas las repúblicas surgidas del antiguo espacio yugoslavo –ahora Western Balkans–, han hecho cola para acceder a la Unión, con más o menos fortuna. Croacia y Eslovenia, que corresponden a las regiones económicamente más dinámicas de la antigua Yugoslavia, y también las que históricamente mantuvieron vínculos más estrechos con el espacio euro-occidental (como parte del mundo católico y del imperio austríaco, después austro-húngaro), accedieron a la UE en las primeras ampliaciones sur-eslavas. Más al sur, en la lista de espera, se sitúan los antiguos territorios otomanos, de religión musulmana o cristiana-ortodoxa, de Serbia, Bosnia-Herzegovina, Montenegro, Kosovo y Macedonia.
El pequeño dragón croata en la escena pos-yugoslava
Croacia es un país pequeño, incluso para los estándares europeos: poco más de cuatro millones de personas –menos de la mitad de la población londinense, por ejemplo– pueblan un territorio torturado por las fricciones entre viejos imperios, que hoy se extiende desde la costa adriática hasta el río Danubio, frontera natural con Serbia.
El país tiene una forma muy particular, extrañamente no convexa, que recuerda a la silueta de un dragón con la boca abierta que estuviera a punto de engullir… Bosnia-Herzegovina, casi totalmente comprendida entre las fauces encarnadas por las regiones croatas de Eslavonia, al norte, y la costa de Dalmacia, al sur.
Es un capricho geográfico y una impresión visual, obviamente sin implicaciones políticas. Pero más allá de lo que puedan evocar las siluetas, la relación entre el nacionalismo croata y Bosnia-Herzegovina es problemática y merece una atención específica. El actual perímetro croata está alejado de los contornos maximalistas de la Gran Croacia (Velika Hrvatska) con la que históricamente han fantaseado los sectores nacionalistas más radicales. En términos globales, las fronteras de la Croacia posyugoslava corresponden con los límites de la república socialista yugoslava de Croacia, fijados en 1947 (la composición étnica de su población, sin embargo, sí es considerablemente más pura que en la época comunista, tras la expulsión de la mayor parte de la población de origen serbio). Pero la deglución total o parcial de Bosnia ha sido, hasta hace relativamente poco, una aspiración recurrente en el imaginario nacionalista croata, que ha rivalizado y coincidido en esa ambición con el (históricamente más agresivo) irredentismo serbio. No por casualidad, los ataques más sangrientos y los episodios que más traumatizaron a la opinión pública europea –Sarajevo, Srebrenica, Mostar– de las últimas guerras balcánicas se produjeron en territorio bosnio, principalmente a manos de fuerzas serbias.
Principalmente, pero no exclusivamente. Tudjman, historiador de formación, descalificaba públicamente la legitimidad y la propia idea de un Estado bosnio, con el argumento de que éste debía su existencia a “la invasión de Europa por parte del imperio otomano”, en el siglo XV, y hasta entonces había sido “parte del Estado croata” o asociado de una forma u otra a la Croacia católica: la obsesión por dar marcha atrás a toda costa a la moviola de la Historia, para reescribirla o rehacerla a partir de tal o cual punto inconveniente, es una constante de todo nacionalismo, de todo movimiento reaccionario. Y su política durante la guerra fue coherente con esa concepción. Bajo la égida de Tudjman, la actividad y los crímenes de Herceg Bosna, entidad para-estatal separatista que agrupaba los territorios bosnios bajo control croata, más o menos “hermana” (en realidad, títere y vasalla) del régimen de Zagreb, ofreció numerosas muestras del expansionismo nacionalista croata en Bosnia. El sitio de Mostar –con la destrucción del icónico puente de la ciudad– y los episodios de limpieza étnica llevados a cabo por sus fuerzas bosnio-croatas (encuadradas en el HVO, Hrvatsko vijece obrane, Consejo croata de defensa) contra la población bosnia (musulmana) en el valle del río Lasva, así como los siniestros pactos de Karadjordjevo (1991) y Graz (1992), entre los líderes nacionalistas croata y serbio (o sus proxies en Bosnia: el serbo-bosnio Radovan Karadzic y el bosnio-croata Mate Boban) para la repartición de Bosnia-Herzegovina, son ejemplos del último intento por la fuerza de alumbrar –sin nombrarla– la vieja Gran Croacia a base de “depurar” y anexionar las regiones bosnias de mayor presencia croata. El espectro de la Velika Hrvatska parece haberse desvanecido en Croacia (tan sólo una escisión extraparlamentaria y ultraderechista del HDZ, Jedino Hrvatska –Solo Croacia–, cuestiona hoy abiertamente las fronteras vigentes), pero su espantajo reaparece periódicamente al otro lado de la frontera bosnio-croata, en forma de reivindicaciones de una nueva entidad croata en Bosnia-Herzegovina (que sería la tercera, de sumarse a las dos que ya existen), una nueva Herceg Bosna, emancipada de la actual federación entre bosnios y croatas (Federacija Bosne i Hercegovine) en el seno del precario –y profundamente disfuncional– Estado bosnio alumbrado en los acuerdos de Dayton.
Uno de los elementos que convierten el conflicto yugoslavo en un campo de minas intelectual, al menos cuando se aborda desde una óptica euro-occidental, es la dificultad para sobreponerse a las aproximaciones simplistas que han circulado con profusión en los medios de información y comunicación durante las últimas décadas, reduciendo en ocasiones un conflicto complejo, con múltiples causas, múltiples actores y responsabilidades compartidas y entrecruzadas, a un cuento infantil sin matices, con héroes y villanos bien delimitados. O convirtiéndolo, por el contrario, y en un alarde de ecuanimidad, en un batiburrillo indescifrable donde todos son igualmente villanos. Es fácil entender por qué: si se examinan los distintos episodios y choques, puede constatarse que cada uno de los principales bandos en liza –serbios, bosnos, croatas– ha sido sucesivamente agresor y víctima de alguno de los restantes. Pero ésta no deja de ser una forma engañosa –por incompleta– de presentar el conflicto: si bien las principales decisiones políticas y militares durante la guerra se tomaron efectivamente en los palacios de gobierno y en los estados mayores en Belgrado, Zagreb y Sarajevo –por no salir de los Balcanes–, en nombre de unos o de otros, las víctimas que las sufrieron, bosnias, serbias o croatas, fueron invariablemente civiles indefensos, heridos y hostigados, maltratados o asesinados, despojados de sus pertenencias, expulsados de sus casas y exiliados de su tierra en el programa de reajuste de fronteras y reasignación o purificación étnica de poblaciones más brutal y sangriento ejecutado en Europa desde los delirios del III Reich. Conviene quizá recordar una de esas obviedades que tienden a perderse en el fragor de las simplificaciones habituales: hubo responsables, hubo víctimas, no fueron los mismos y no hay mapa que permita separar a unos de otros; no fueron los serbios expulsados de sus casas en Knin los que masacraron Sarajevo; no fueron los croatas asesinados en Dubrovnik quienes volaron el puente de Mostar.
Huellas, secuelas y actualidad del irredentismo
La ciudad de Zagreb no fue un escenario principal del conflicto. La historiografía oficial croata recuerda, sobre todo, las prolongadas agresiones de las fuerzas leales a Milosevic a Vukovar (casi tres meses de asedio, seguidos de la matanza de centenares de civiles a manos de fuerzas paramilitares y nacionalistas serbias) y a Dubrovnik (bloqueo naval, asedio y bombardeos durante 1diez meses a manos de efectivos de la Armada yugoslava, que supusieron la muerte de cerca de un centenar de civiles). Junto a éstos, otros episodios de violencia extrema en territorio croata afectaron –sin ser exhaustivos– Lovas, Dalj, Gostic, Vocin o Josevica, pero no así la capital.
Aunque alejada de los principales frentes, Zagreb sí se vio expuesta a ataques y bombardeos nacionalistas serbios o pro-serbios en distintas fases de la guerra. El 4 de octubre de 1991, la torre de telecomunicaciones de Zagreb en Sljeme sufrió un ataque aéreo de las fuerzas leales a Milosevic del Ejército popular yugoslavo (JNA, Jugoslovenska narodna armija). Unos días más tarde, la sede de la presidencia croata, el Palacio del Gobernador (Banksi dvori) en la Plaza de San Marcos, fue igualmente bombardeada por aviones de la JNA, con el propósito –fallido, y nunca reconocido– de asesinar a los tres líderes croatas (Franjo Tudjman, Stejpan Mesic, entonces representante croata en la Presidencia federal de Yugoslavia, y Ante Markovic, entonces primer ministro federal yugoslavo, los dos sin poder efectivo sobre los restos del aparato militar yugoslavo) que se encontraban allí reunidos: una placa, instalada en el vigésimo aniversario del ataque, recuerda el bombardeo. En 1995, tras un par de años de relativa calma, la ciudad volvió a sufrir ataques aéreos, a manos en esta ocasión de las fuerzas secesionistas pro-serbias de la Krajina. Dirigidos contra objetivos civiles en el centro de la ciudad en represalia por la Operación Tormenta, los bombardeos causaron varios muertos y centenares de heridos: el TPIY consideró la agresión un “crimen contra la Humanidad”. En el museo de la ciudad, un centro memorial (Memorijalni centar raketiranja Zagreba) rememora el episodio.
Es difícil imaginarse la atmosfera tensa y las horas sombrías de una ciudad en guerra, de la capital de un país en guerra: las alarmas, el miedo, los disparos, las operaciones militares y los avisos y sobresaltos por televisión, las noticias del frente, la propaganda y la contrapropaganda, los desplazados y las relaciones rotas, con antiguos amigos y con nuevos enemigos, los asedios. Es difícil imaginárselo paseando por el risueño y desenfadado –también abrumadoramente húmedo– verano zagrebí. La ciudad bulle de vitalidad, y menudean aquí y allá, además de los turistas en los cafés –cada vez más numerosos–, las pequeñas ferias de artesanía o de diseño, los mercados al cielo abierto, los puestos de comida callejeros, los conciertos de música latina en los parques y las plazas, las terrazas improvisadas al sol. No en vano la capital es el verdadero pulmón de Croacia. De los cuatro millones de croatas, cerca de un millón viven en Zagreb, con diferencia la primera ciudad del país. Con un producto interior bruto de 32.000 millones de dólares, cerca de la mitad del PIB nacional, su peso económico es sustancialmente mayor al demográfico: pese a al atractivo turístico y el dinamismo económico de la costa adriática, Croacia es un país de un solo centro, que mira hacia su capital.
Sesión de música al aire libre, en el parque Strossmayer.
Cuesta, también, encajar esta impresión de Zagreb, su vitalidad, su juventud y su vocación de apertura, seguramente dopada por la integración europea, con la de un país en el que, más allá de una guerra que terminó hace casi un cuarto de siglo, se multiplican las señales de reanimación de un nacionalismo excluyente que históricamente, solo o en conjunción con otros irredentismos balcánicos, ha demostrado en el pasado una gran potencia desestabilizadora. Las reacciones masivas, y prácticamente unánimes entre la clase política, de protesta ante las condenas del Tribunal de La Haya contra criminales de guerra croatas –simétricas a las que se ven en Serbia ante condenas a criminales serbios– no invitan al optimismo. Más recientemente, los éxitos de la selección croata en la Copa del Mundo se vieron enturbiados por diversos incidentes, casi siempre relacionados con cánticos, simbologías o exaltaciones nacionalistas, filonazis, anti-serbias o de reivindicación ustasa. La participación del controvertido cantante nacionalista, y soldado durante la guerra, Marko Perkovic en las celebraciones de la selección por haber alcanzado la final de la Copa causó un cierto malestar en los sectores más progresistas de la sociedad y la política croata.
Los fanatismos deportivos y el radicalismo nacionalista e identitario están íntimamente conectados desde hace décadas, en toda la región. Algunos analistas, de hecho, sitúan el inicio del último conflicto yugoslavo en los violentos enfrentamientos entre seguidores ultranacionalistas en la antesala del partido de fútbol, que no llegó a celebrarse, entre el Dinamo de Zagreb y el Estrella Roja de Belgrado, el 13 de mayo de 1990 en Zagreb. Pero en este momento, los signos de reactivación nacionalista en Croacia van más allá de los tradicionales brotes ligados al hooliganismo futbolístico. En un movimiento inquietante, las fracciones más integristas de la derecha croata (religiosa y nacionalista) intentan, a través del proyecto de reforma constitucional Narod odlucuje (El pueblo decide), imponer una limitación de los derechos políticos de las minorías nacionales (especialmente, serbios), cuyos representantes en el Parlamento nacional (Sabor) se verían privados de participación en la elaboración y el voto de los presupuestos, por un lado, y en el voto a la confianza del gobierno, por otro –convirtiéndolos, en la práctica, en ciudadanos de segunda.
Lejos de resultar anecdótica, esta iniciativa nacional-populista ataca valores fundamentales de la comunidad europea a la que el país se ha adherido y amenaza con erosionar peligrosamente la precaria calidad cívica y democrática croata, enrarecer la convivencia en el interior del país y dar alas a los sectores más extremistas de todos los nacionalismos balcánicos. Se inscribe, además, en una tendencia populista que desborda las fronteras croatas, que afecta a cada vez más Estados del centro y el este de Europa (Hungría, Austria, Polonia). Dentro de los Balcanes, refleja y alimenta una deriva de agravamiento de tensiones intercomunitarias y endurecimiento de los regímenes, que está siendo particularmente severa en otros países (en Serbia y en todas las regiones con presencia serbia, en particular en la Republika Sprska de Bosnia-Herzegovina y en Kosovo). La resultante es un enrarecimiento en el clima político de la región que, además, facilita las interferencias y presiones de potencias autoritarias exteriores (como Rusia o Turquía, antiguos imperios con droit de regard y nuevas ambiciones sobre la zona), con el consiguiente riesgo de desestabilización de una zona clave, históricamente frágil.
El surgimiento de la conciencia nacional croata y yugoslava
El paseo zagrebí se había detenido en la céntrica plaza Jelacic. Ésta es un buen testigo de la reciente y turbulenta historia croata, casi siempre arrastrando o arrastrada por acontecimientos que la trascienden, y de sus numerosos virajes. Lugar de compra-venta de ganado y de recaudación de impuestos en el siglo XVII, conocida en esa época como Harmica trg (del nombre del impuesto húngaro sobre mercancías extranjeras), la plaza fue bautizada con su nombre actual en 1866, en honor del gobernador (ban) de Croacia y Eslavonia, el conde y general Josip Jelacic. Además de la fusión de los núcleos de Kaptol y Gradec en la Zagreb contemporánea, el conde Jelacic es sobre todo recordado por haber liderado la unificación de las provincias croatas (Istria, Dalmacia y el reino de Croacia-Eslavonia) en el seno del imperio austríaco, haber abolido la servidumbre en los territorios croatas, y haber combatido la dominación húngara. En ese último cometido tendría un éxito relativo: pese a sus esfuerzos por preservar la autonomía croata en el imperio, y sus (parciales) éxitos militares frente a las topas magiares, el reino de Croacia y Eslavonia se mantendría bajo el control indirecto de Hungría tras el complejo desenlace de la Revolución húngara de 1848, y el propio Jelacic se vio obligado a colaborar con el gobierno húngaro en los últimos años de su mandato. Tras su muerte en 1859, el poder magiar sobre Croacia se vería reforzado por los términos del Compromiso (Ausgleich) que dio lugar a la Monarquía dual austro-húngara, en 1867. Un año antes, y pese a la oposición de los notables locales, la estatua del antiguo ban se había instalado por primera vez en la plaza, y ésta se había rebautizado con el nombre del antiguo gobernador.
La posteridad sería inclemente para el conde Jelacic en Hungría, donde se convirtió en símbolo de cobardía y traición. En Zagreb y en el resto de Croacia, en cambio, la apatía y la relativa hostilidad que despertaba su figura a su muerte se desvaneció progresivamente. Le sucedió el recuerdo de su genio militar frente al agresor húngaro y el reconocimiento de su compromiso patriótico, en el rígido marco imperial, con la identidad, la cultura y los intereses croatas: a finales de siglo ya era un héroe nacional. En 1895, la visita del emperador Francisco José –käiser und könig, emperador y rey– a Zagreb, con motivo de la inauguración del Teatro Nacional Croata, fue recibida con protestas estudiantiles nacionalistas y anti-húngaras, dirigidas por el histórico líder campesino Stejpan Radic. Las protestas culminaron en la plaza del ban, donde los estudiantes quemaron la bandera húngara entre vivas a Josip Jelacic, el 16 de octubre: pese a las proclamas de fidelidad al emperador, los cánticos (“Živio hrvatski kralj Franjo Josip I” –Larga vida al [emperador] Francisco José I, rey de los croatas”–) se alternaban con los slogans anti-húngaros (“Abzug Magjari!” –“¡Fuera los húngaros!”–), el episodio se consideró una de las primeras expresiones políticas del malestar contra la dominación austro-húngara, y una de las primeras manifestaciones del emergente movimiento nacionalista croata.
Teatro Nacional de Croacia.
La estatua del ban dominando a caballo la plaza central de Zagreb sobrevivió al régimen ustasa. Pero en 1946, tras la victoria de los partisanos antifascistas y la fundación de la nueva Yugoslavia federal y socialista, la estatua fue retirada, y la plaza renombrada como “plaza de la República”: la lealtad del conde a la vieja dinastía imperial convirtió a Jelacic en una figura sospechosa y “al servicio de una potencia extranjera” a ojos del nuevo poder comunista. Sólo tras la descomposición del éste y la victoria del partido nacionalista de Tudjman, la Unión Democrática Croata (HDZ), en las elecciones de 1990, la plaza recuperó su denominación anterior y la estatua ecuestre del ban fue devuelta a su emplazamiento original. Eso sí, con una orientación opuesta a la inicial: el conde ya no hace ademán de marchar hacia Budapest, a enfrentarse a las tropas húngaras, sino que ahora mira hacia el sur o hacia la ciudad nueva de Zagreb. Como si los enemigos de la patria hubieran cambiado de sitio.
Estatua del ban Jelacic, en la plaza homónima.
Como otras grandes figuras de su época reconocidas como precursoras de la nación croata moderna, generosamente representadas en el callejero zagrebí, Jelacic combinaba su defensa de los intereses de Croacia y de la cultura croata con perspectivas y proyectos políticos más amplios, que desbordaban el marco del nacionalismo estricta, exclusiva y excluyentemente croata. El movimiento ilirio, al que Jelacic era intelectualmente cercano, es la primera expresión de esa voluntad, frágil y torturada, históricamente –hasta la fecha– malograda, de conciliar la sensibilidad croata con una ambición de integración más extensa, abierta a otros vínculos y, en particular, a los demás pueblos eslavos del sur. Jelacic, procedente de una tradición familiar militar al servicio de los Habsburgo, era un decidido defensor de la unidad del imperio austríaco y un leal sostén de la dinastía, a la que sirvió enfrentándose a las pretensiones nacionalistas y expansionistas de Hungría. Promovía también una fórmula política para la integración y la coexistencia de los distintos pueblos eslavos (croatas, pero también eslovenos, checos y eslovacos, etcétera) bajo el liderazgo de la Casa de Austria, que se conoció bajo el nombre de austro-eslavismo, y que encajaba bien en el proyecto político de la dinastía. No era el único ilirio influyente: el obispo Strossmayer, amigo y aliado del ban Jelacic, sostén como él de la casa imperial y promotor de numerosas instituciones culturales y científicas croatas (entre ellas, la Academia Yugoslava de las Artes y las Ciencias y la propia Universidad de Zagreb), defendía la reunión de los distintos pueblos eslavos de la región, tanto los incluidos en el imperio Habsburgo como los situados en los antiguos dominios otomanos (serbios, macedonios), en una sola unidad política.
El sueño de Strossmayer se haría realidad unos años después de su muerte, ocurrida en 1905. Pero la unificación de los eslavos del Mediterráneo se produciría sobre los escombros del viejo imperio y no bajo su égida, en 1918, en forma de Estado común de los Croatas, los Serbios y los Eslovenos: Yugoslavia, Jugoslavija en serbocroata y en esloveno, que se traduciría como algo así como Sur-eslavia, el país de los eslavos del sur. Es útil recordar que, antes de convertirse en la “cárcel de pueblos” (en realidad, envoltorio semitransparente para la pulsión hegemónica del nacionalismo irredentista serbio) que mi generación aprendió a no añorar a finales del siglo XX, Yugoslavia había sido un horizonte fraternal y de progreso, imaginado primero por intelectuales croatas, de emancipación inclusiva, multinacional y multipolar de los pueblos eslavos. Así fue concebido y defendido por los sectores más avanzados de la intelligentsia en los dos núcleos principales del espacio balcánico, en Croacia a través del movimiento ilirio, y después en Serbia, a medida que los grandes imperios directamente implicados en la región –Austria-Hungría y la Sublime Puerta– explosionaban, se marchitaban o encogían ante el empuje de la modernidad nacional, burguesa y liberal.
En la Ciudad Alta
Las calles Radiceva y Tkalciceva ascienden en paralelo desde la plaza Jelacic hasta la Ciudad Alta (Gjorni Grad) de Zagreb. La calle Tkalciceva es hoy una animadísima y pintoresca calle peatonal repleta de cafés y restaurantes, puestos de fruta y mazorcas de maíz, pequeños conciertos callejeros y diversos establecimientos de comercio, arte o artesanía tradicional. Allí se encuentra, por ejemplo, el curioso museo del arte naïve, que expone pinturas, esculturas y dibujos de artistas autodidactas, en gran medida de extracción popular y campesina, de principios del siglo XX. Los transeúntes que pasen por allí un domingo al mediodía, así como los ociosos que estén tomando un café en una de las numerosas terrazas a esa hora, pueden encontrarse con el desfile del regimiento Kravat de caballería, que recorre la calle de una punta a otra. El trazado de Tkalca sigue el antiguo arroyo Medvescak, que sólo fue desecado y transformado en vía a finales del siglo XIX. A su izquierda, la calle Radiceva permite acceder a Gradec a través de uno de los cuatro accesos medievales de la ciudad –el único que se conserva–, el Puente de Piedra o Kamenita vrata. Si se recorre entera, la calle Radiceva conduce a la pequeña plaza de los Ilirios (Ilirski trg), dominada por la capilla de la Santa Cruz. El nombre de la plaza homenajea probablemente a Ivan Mazuranic, poeta, jurista y político, cuya residencia se encuentra al lado de la plaza, en el número 7 de la calle Jurjevska. Mazuranic destacó como figura del movimiento ilirio, de la renovación cultural y de la escena política croata en el siglo XIX: ejerció como ban de Croacia bajo el emperador Francisco José y fue uno de los primeros presidentes de la Matica Hrvatska. Fue también uno de los promotores, junto con otros intelectuales croatas y serbios, de la unificación de la lengua de unos y otros y la consiguiente normalización de la lengua literaria común –quizá uno de los principales hitos del ilirismo–, simbolizada en el Acuerdo de Viena de 1850.
La otra calle que confluye en la plaza de los Ilirios, Opaticka ulica, desciende y se adentra en el recinto medieval de Gradec. Flota allí una especie de quietud antigua, contemplativa, sobre todo en las callecitas más septentrionales y más elevadas, más cercanas al monte Medvednica. Quizá porque los palacetes oficiales, que abundan en este barrio, descansan en días festivos. O quizá porque la ciudad vieja, esculpida sobre las colinas, tiende más naturalmente al reposo que la más joven y vibrante ciudad que se desparrama a sus faldas, más allá de los antiguos muros. Entre esas calles recogidas se encuentra, por ejemplo, un imponente y destartalado palacio barroco de finales del siglo XVIII que desde 1947 alberga el Archivo Estatal de Zagreb (Drzavni Arhiv u Zagrebu), cuyo jardín trasero, un bucólico y decadente rincón verde, desciende abruptamente la colina a través de un sinuoso camino en zigzag.
Vista desde el cruce de las calles Opaticka y Demetrova, en la ciudad alta de Zagreb.
El leve abandono de numerosos palacios señoriales de la zona, con fachadas desvencijadas, balcones herrumbrosos, paredes ennegrecidas, vidrios rotos y grandes puertas de las que uno casi puede adivinar su pesado chirriar al abrirse, resulta llamativo en una parte tan céntrica de la ciudad, y tan cercana a la Plaza de San Marcos, trg svetog Marka. Situada apenas un par de calles más allá, esa plaza reúne a las principales instituciones y poderes públicos de Croacia –el Gobierno, el Parlamento, el Tribunal Constitucional– alrededor de la icónica iglesia homónima, de San Marcos, que orgullosamente se alza en el centro: es una buena representación gráfica del peso de la religión y la jerarquía católicas en la identidad y el paisaje político y social de Croacia, mucho mayor del habitual en las democracias pluralistas de Europa occidental, incluidas las de tradición igualmente católica como España. La iglesia se remonta al siglo XIII, y fue ampliamente reconstruida en estilo gótico en el siglo siguiente, pero sus elementos más reconocibles, el famoso tejado multicolor cubierto por un mosaico de azulejos que forman los escudos de Zagreb y del llamado “reino de Triune” (Croacia, Eslavonia, Dalmacia), y la torre del reloj, fueron instalados en 1880 y 1841, respectivamente. Aquí como en otras ocasiones, el diecinueve aparece apoyándose en el medievo – embelleciéndolo, significándolo.
Iglesia de San Marcos.
La torre Lotrscak, con su cañón y su campana, se encuentra un poco más abajo, vigilando la ciudad. A sus pies, la estación del vetusto funicular de Zagreb, abierto en 1890 y operativo ininterrumpidamente desde entonces, permite descender desde el paseo de Strossmayer, en la colina, hasta la calle Ilica, a dos pasos de la plaza del ban. Hace mucho que es más una atracción turística que un medio eficaz de transporte, pero los zagrebíes se muestran orgullosos del pintoresco teleférico, uno de los más cortos del mundo (66 metros de recorrido, recorridos en algo menos de un minuto), que se ha convertido en uno de los símbolos de la ciudad. Cerca de la estación del funicular, un hombre amorfo y gris, de facciones indefinidas, contempla apaciblemente los tejados de la Zagreb moderna, cuadriculada y nerviosa que se abre a sus pies. Es un popular monumento al escritor y poeta modernista Antun Gustav Matos (1873-1914), que hizo de Zagreb un escenario principal de sus historias cortas. Si el viajero no tiene prisa por descender al bullicio de la ciudad baja (Donji grad), puede hacer compañía al poeta –a su lisa representación, ligeramente desasosegante– y asistir con él a la caída de la tarde sobre la ciudad, o recorrer el bucólico paseo Strossmayer mientras se oscurece el paisaje, se calma el ritmo de las calles bajo el cerro, se encienden los faroles amarillos a lo largo de la avenida arbolada y resplandecen las luces verdes y rojas, allá abajo, de semáforos y vehículos. En el horizonte, se adivina el discurrir tranquilo del río Sava, procedente de Ljubjlana, que baña los barrios meridionales de Zagreb (Novi Zagreb), antes de proseguir su periplo, tierra adentro, dibujar una suerte de frontera natural entre Croacia y Bosnia-Herzegovina y alcanzar el centro de la otra gran capital balcánica, Belgrado, donde el río balcánico se funde en el gran Danubio.
Estatua de Antun Gustav Matos, en el paseo de Strossmayer.
Fronteras, cicatrices
Decía Robert Schuman, en una de esas imágenes poderosas que las palabras convocan a veces, que las fronteras son las cicatrices de la Historia. El gran europeísta hablaba de Europa, de la Europa desangrada por las dos guerras del siglo XX, pero la reflexión se aplica y se ha escuchado después en muchos otros contextos. Es inevitable evocarla al observar la torturada geografía política de los Balcanes, cuyas cicatrices de frontera, que hoy se consideran demarcaciones casi étnicas, separan en realidad poblaciones igualmente eslavas –con todas las cautelas que se imponen, en una zona caracterizada por la mezcla y el intercambio de pueblos, culturas y tropas– que hablan lenguas mutuamente inteligibles (si no variantes dialectales de una misma lengua, el serbo-croata) transcritas en dos alfabetos. Se practican, eso sí, religiones diferentes: croatas y eslovenos son mayoritariamente –muy mayoritariamente– católicos (y es difícil desligar el rápido ingreso de sus países en la Unión de ese hecho); serbios y montenegrinos son mayoritariamente cristianos ortodoxos; bosnios, albaneses y kosovares son mayoritariamente musulmanes. Pero más que una diferencia étnica, esa diversidad religiosa es testimonio de experiencias históricas separadas durante siglos. Experiencias que se pueden sintetizar, a grandes trazos, en la de unos territorios sometidos a la tutela austríaca y austro-húngara, ejercida desde la Viena imperial católica bajo distintas modalidades; y otros sometidos a –y emancipados de– la dominación otomana y musulmana, ejercida desde Estambul, hasta mediados del siglo XIX. Resulta difícil conciliar los discursos sobre las esencias nacionales, supuestamente irreductibles, indisolubles e inalterables al paso de la Historia, con la constatación de que es precisamente la exposición a distintos invasores durante siglos la que ha moldeado buena parte de las diferencias que hoy llamamos étnicas entre bosnios, croatas y serbios. Quizá porque, si no están escritas a fuego –y eso es lo que en el fondo se quiere decir con étnicamente– en cada uno de nosotros, ninguna diferencia es insalvable para convivir en el seno de una misma comunidad política; lo que la Historia pasada ha enfrentado y separado, la Historia por hacer podría reunir y reintegrar.
Catedral serbia ortodoxa de la Transfiguración del Señor, en la plaza de Petar Preradović (estatua central).
A condición, claro está, de hacer esa Historia, la que reúne, funde y reintegra, y no otra. Tal es la premisa y la promesa fundacional de la Unión Europea, a la que todas las entidades surgidas de la desmembración de la segunda Yugoslavia aspiran a incorporarse, y cuyo cándido lema, “Unida en la diversidad”, suena como un eco de la vieja divisa –esperanza traicionada, violentamente desmentida, en Croacia y en otros territorios– del extinto, intermitente país balcánico, “Fraternidad y unidad” (Bratstvo i jedinstvo): se diría que hay historias que empiezan y terminan en el mismo sitio, o quizá simplemente dan vueltas alrededor de un nombre que es principio y final, en un bucle melancólico y vano. En círculo, o en espiral –las historias no se repiten, pero riman, advertía Mark Twain–, si uno quiere reservarse una brizna de optimismo. El optimismo infatigable que, pese a todo, desprende una ciudad, Zagreb –y a través de ella, una cultura, una trama de culturas–, enérgica y habituada a vivir en la encrucijada y en el limes, temerariamente a veces; ancestral y nueva, eslava y mediterránea, balcánica y germánica, bruscamente oscilante, que sonríe al verano húmedo sin dejar de mostrarse desconcertante en sus contrastes, tenaz en sus contradicciones.
Referencias
Misha Glenny: The Balkans: Nationalism, War, and the Great Powers (1804-2012). 2012.
Alain Finkielkraut (dir.): ‘La Yugoslavie: prison des peuples’. En Le Messager Européen, núm. 6, 1992.
The Death of Yugoslavia. BBC. 1995. (Disponible en Youtube).
La fin des ottomans. ARTE. 2015. (Disponible en Youtube).
Rebecca West: ‘Back Lamb, Grey Falcon’. En The Atlantic, núms. enero-mayo 1941.
Dispatches: A Greater Croatia. Channel 4, emitido el 4 de enero de 1994. (Disponible en Youtube).
Juan Antonio Cordero (Barcelona, 1984) es licenciado en Matemáticas y doctor e ingeniero en Telecomunicaciones. Ha sido investigador posdoctoral en la Universidad católica de Lovaina (Bélgica) y en la Universidad Politécnica de Hong Kong (China). En la actualidad es profesor (maître de conférences) en École Polytechnique (París). Autor del ensayo Socialdemocracia republicana, hacia una formulación cívica del socialismo (Montesinos, 2008), ha colaborado también en medios como Crónica Global, Ctxt, Letra Internacional, Revista de Libros o Claves de Razón Práctica.