La voz potente de Celia Cruz recorre las colinas de Montenegro. Un panel blanco destartalado derrapa los caminos estrechos camino a Podgorica mientras su radio resucita Guantanamera. De repente el cacharro se detiene en medio de la nada. Se baja la copiloto, una adolescente delgada con camiseta blanca y pantalón corto. Parece ser la hija del chófer. O su novia. Abre la puerta corrediza del auto y suben con esfuerzo un hombre y su hijo pequeño. Pagan los boletos y arranca de nuevo el panelito.
Guantanamera termina y empieza una canción con acento eslavo y de música moderna. Parece ser famosa, pues la copiloto la canta en voz baja. El panel sigue a toda marcha entre las colinas áridas por el verano balcánico. El calor espesa y la piel se irrita.
Casi tres horas después de partir desde Kotor, una ensenada medieval al oeste del país, el panel llega por fin a la capital montenegrina, su destino final. La terminal de autobuses es pequeña: bastan unos 20 pasos para cruzar desde los andenes hasta la calle llena de taxistas que fuman bajo el sol asfixiante.
En el corazón de la ciudad escasean los edificios altos. Apenas si hay un puñado en su distrito comercial, que no es más que una calle de fachadas modernas. No hay muchos lujos en la ciudad. Se cuentan con los dedos de las dos manos los autos último modelo, los almacenes con ropa de moda, y, por supuesto, los centros comerciales.
Un cuadro que apela a transformarse. Desde finales de 2008, el Estado montenegrino hace todo lo que está en sus manos por integrarse a la Unión Europea (UE), ese grupo distinguido de países del viejo continente que imponen políticas y sanciones a sus miembros. La integración es el tema recurrente en el país. La mayoría de los políticos la vende como el futuro próspero a nivel social y económico. Una especie de salvavidas todopoderoso que los llevará flotando hacia mejores días.
Becko tiene unos 35 años y es el encargado de un pequeño hostal construido por prisioneros nazis durante la Segunda Guerra Mundial. No cree que Montenegro mejore con la integración a la Unión Europea. No le interesa mucho, tampoco. En cambio, está seguro que la época yugoslava fue la mejor. “Era el cielo en la tierra. Le iba bien al que se dedicaba a la religión, como al que se dedicaba a trabajar. A cada uno le tocaba una recompensa correspondiente. Era un país que complacía a todos sus miembros”, dice. Fuma un cigarrillo bosnio marca Drina, y bebe una cerveza montenegrina marca Niksiko mientras reposa en uno de los sillones rotos y descoloridos en el jardín del hostal.
La apuesta por la integración, sin embargo, no se limita a Montenegro. Todos los países que formaron parte de Yugoslavia tienen ese objetivo. El propósito es curar las heridas –profundas– de las guerras de secesión a principio de los 90 así como cambiar el rumbo económico por el que deambulan.
Cinco de los siete países exyugoslavos están entre los diez primeros países del mundo con más desempleo, según información que publica anualmente la Agencia Central de Inteligencia de Estados Unidos. Bosnia-Herzegovina encabeza la lista con un 62.8%. El desempleo creció en un 500% entre 1980, cuando murió el líder el proyecto comunista, Josip Broz Tito, y 2015. En ese mismo periodo, la alfabetización aumentó del 80% al 97.7%. Una sociedad culta pero sin trabajo.
En las calles de Skopie, la capital de Macedonia, a poco menos de 200 kilómetros de Podgorica, también parecen anticipar la eventual integración. Desde 2006, el primer ministro Nikola Gruevski ha invertido decenas de millones de dólares en adornar las esquinas con cientos de estatuas de bronce. La más vistosa es la de Alejandro Magno y mide unos siete pisos de alto. También hay de filósofos, religiosos, políticos, artistas, y hasta de figuras sin ninguna particularidad. Mujer de lentes oscuros habla por celular, dice la placa de una estatua de tamaño real de una chica sonriente con el teléfono en la mano y el pelo revuelto por el viento.
“Desde hace muchos años cumplimos con todos los requisitos que nos piden, pero aún nada”, dice uno de los guías del Museo Nacional de Arqueología de la ciudad macedonia. Prefiere no dar su nombre. No quiere problemas, advierte, aún sabiendo que la historia se publicaría en otro continente, a miles de kilómetros de distancia. Es un hombre delgado, de unos 45 años. Tiene respuestas para todas las preguntas y conoce la historia de cada pieza del museo. Ser parte de la Unión Europea no es una idea que lo entusiasme particularmente.
Dice que hay muchos requisitos, que siempre añaden nuevos, y Yugoslavia, según él, ha intentado maquillar su esencia para cumplirlos: menos tosquedad comunista, más estilización capitalista. La mezcla ha resultado en un sin fin de contradicciones. La nueva cara de la región.
Ilusiones serbias
El tren desde Skopie a Belgrado se siente eterno. En la estación macedonia advierten que el viaje dura unas siete horas como mucho. En realidad son doce, con suerte. El tren avanza en medio de una planicie infinita adornada por el mismo panorama: puentes de madera, ríos, pueblos con casas de dos pisos, maizales, verdor.
Los vagones del tren, por su parte, son una máquina del tiempo. En todos hay una fotografía descolorida que aún promociona el turismo en Yugoslavia. En uno de los pasillos, frente a una ventana que no baja del todo, un macedonio enciende un cigarro y le cuenta a un francés que hace unos meses viajaba hacia Belgrado junto con una señora serbia. En la frontera le pidieron el pasaporte. No tenía. Alegó que habían pasado 25 años desde su último viaje, y que entonces no necesitaba pasaporte. Pensaba que aún vivía en Yugoslavia.
Belgrado es una ciudad de avenidas amplias, edificios suntuosos, monumentos, parques. Y de colores opacos. Su centro es movido y bullicioso. Lleno de huellas de guerra, como los edificios bombardeados que parecen a punto de desmoronarse en cualquier momento.
En casi todas las esquinas hay kioscos con memorabilia yugoslava a la venta. Miroslav, por ejemplo, despacha monedas, insignias y parches en un puesto a la entrada del parque Kalemegdan. Miroslav conoce el Canal de Panamá. Lo atravesó de joven. “Miraflores”, dice. Pregunta por [Omar] “Torrijos”. Lo recuerda como un político amigo.
No es el único. En el museo de Yugoslavia hay varias referencias a Panamá. Se trata de un documental –por llamarlo de alguna manera– dedicado Tito Broz, creador de la República Federal Socialista de Yugoslavia y quien la dirigió durante casi 40 años. En la producción aparece el mariscal vestido con americana o de oficial, a caballo, tomando té, acostado de lado en un parque, en ceremonias, emergencias nacionales, pensando, leyendo, caminando con su esposa, caminando con Sofía Loren, serio, sonriente, saludando, filmando. Por unos instantes, aparece Tito en el medio de una amplia avenida rodeado de miles de banderas istmeñas. Fue durante su visita a Panamá en marzo de 1976. Torrijos lo invitó. La imagen del documental es su recorrido por lo que parece ser la vía Domingo Díaz, donde fue recibido por niños y funcionarios. Después de ese recorrido se reunió con el caudillo panameño y sus camaradas en el hotel Holiday Inn en Punta Paitilla, donde hoy está el Crowne Plaza.
El rostro de Tito aparece por todos lados. Hay muchos monumentos y bustos, pero también camisetas. En los puestos de venta tienen a Tito acompañado por camisetas con los rostros de otros ídolos serbios, como el tenista Novak Djokovic o Gavrilo Princip, el asesino del archiduque austrohúngaro Franz Ferdinand que dio pie a la Primera Guerra Mundial. También venden camisetas con el rostro de Vladimir Putin, el estricto presidente de Rusia, un país por el que tienen afinidad cultural y hasta física. Aunque no son los únicos a quienes los serbios miran con agrado. En la Plaza de la República, en el corazón histórico de la ciudad, es usual ver un concurso de baile de tango o de música latina.
Jelena Basevic tiene veintitantos años. Es rubia, delgada, risueña y habla español fluido. En parte porque vivió en Madrid, donde hizo una maestría en filología hispánica; pero también por los inexplicables lazos entre el castellano y Serbia. “De niña, me inscribieron en una escuela de chachachá. Algo normal en Belgrado”, dice.
Las primeras palabras castellanas de Jelena las aprendió de niña, cuando veía las telenovelas latinas y españolas por la televisión abierta de toda Yugoslavia. Las transmitían en su idioma original con subtítulos. Miles aprendieron así.
“La integración de Serbia en la UE ha sido el tema más importante de la política exterior de mi país”, asegura Jelena en perfecto español.
Serbia fue el gran protagonista en las guerras yugoslavas. Encabezó los enfrentamientos contra Eslovenia, Croacia, Kosovo y Bosnia-Herzegovina. En la época dorada de Yugoslavia, las decisiones políticas y administrativas se tomaban en Serbia. Con el fraccionamiento, las autoridades serbias apelaron a querer continuar el proyecto de Tito. Sus vecinos, por el contrario, aseguraban que querían aprovecharse de su ventaja como líderes del bloque. Bombas fueron y vinieron. Muerte por todos lados.
Las secuelas de estas guerras, como las de cualquier otra, han sido una piedra en el zapato para el desarrollo normal de Serbia –y sus vecinos–. Y precisamente son estos retrasos los que han dilatado su integración a la Unión Europea. Serbia, candidato oficial desde 2011 y en negociaciones oficiales dos años después, ha tenido que acatar sugerencias en cuanto a libertades ciudadanas, justicia, libertad, seguridad, medio ambiente y su control financiero.
“La integración siempre ha estado relacionada con varios aspectos, pero hay dos que son más importantes: el económico, el reconocimiento a Kosovo”, añade Jelena. Está sentada en un pequeño bar sobre la calle Skadarlija, la parte bohemia de Belgrado. Además del futuro de su país también habla con emoción de Un puente sobre el Drina, la obra cumbre del escritor yugoslavo Ivo Andric y su libro favorito. Afuera llovizna, adentro suena Manu Chao, que canta en español.
Cicatrices de guerra
En las afueras de Pristina hay pocas aceras. No por falta de espacio, sino por falta de asfalto. La mayoría de las entradas de las casas también están sobre la tierra viva. La calle apenas si tiene asfalto suficiente para los autos.
En el centro de la capital de Kosovo, en cambio, la modernidad está a flor de piel. Al comienzo del Boulevard Madre Teresa, la peatonal turística, brotan chorros de agua de distintos colores desde el pavimento. Hace calor, así que los niños se bañan allí. Algunos adultos también. Un poco antes de la fuente hay una tienda internacional de ropa de moda. Un poco después, restaurantes y bares.
Cerca de los chorros de agua coloridos está el edificio de gobierno. Una torre con fachada de cristal. Afuera reposa una tolda blanca en la que ondea una bandera de Albania y lleva un mensaje en albanés sobre los derechos de los trabajadores en la industria de acero. Tiene una puerta y también tiene aire acondicionado. Realmente hace calor.
Kosovo desea ser parte de la Unión Europea. Así lo confirma desde la torre de cristal Ardian Arifaj, asesor político del actual presidente, Hashim Thaçi. Dice que la única interrogante sobre su integración es cuándo; que va lento pero con buenos avances; que hay disposición para aceptarlos y reconocerlos como república. La Unión Europea, incluso, ha sido una de las principales promotoras de la soberanía de Kosovo y su reconocimiento.
Sin embargo, Kosovo aún dista mucho de lo que aspiran a convertirse. Por ejemplo, para entrar hay que hacerlo por avión o en autobús. No hay tren, que es uno de los principales métodos de transporte en Europa. Además, la ruta terrestre hacia Pristina es escabrosa. Un conductor poco diestro podría comprometer su viaje en una de las tantas curvas sinuosas de las montañas balcánicas. El tren sería la mejor opción.
En el centro hay más vida. En el Boulevard Madre Teresa turistas y locales desfilan una y otra vez por los mismos rincones. En un extremo de la avenida, el edificio de gobierno; sobre el otro, una iglesia dedicada a la religiosa de Calcuta. Detrás del templo, grandes avenidas. Cerca del centro hay una estatua del expresidente estadounidense Bill Clinton sonriendo. Parece saludar al horizonte. A su espalda, un grafiti que exige autodeterminación y que no haya negociaciones. Se refieren a los acuerdos entre Kosovo y Serbia, y que son de los principales requisitos que se deben cumplir para entrar a la Unión Europea. Ambos países estuvieron en guerra hace menos de 20 años y todavía hay un gran sector de los kosovares que prefiere no olvidar.
La guerra entre Serbia y Kosovo fue descarnada. Muy parecida a la que hubo unos años antes entre serbios y bosnios, donde también venden la integración continental como la solución absoluta.
La ruta hacia Mostar, un pueblo al sur de Bosnia, es de una belleza superlativa. La carretera está bordeada por caudalosos ríos de aguas turquesas flanqueados por montañas frondosas. De vez en cuando aparecen unas cuantas casas o una vía del tren que por momentos queda suspendida sobre el río.
Mostar, en cambio, es árida y caliente. Está rodeada por colinas en tono terroso, con muy pocos árboles. En el medio de la ciudad está el puente Stari Most, que se construyó por primera vez en el siglo XVI. En 1993, los croatas lo volaron al considerarlo un objetivo estratégico. Su reconstrucción, sin embargo, ha tratado de imitar al máximo al original, incluyendo su piso blancuzco y resbaloso. Abajo, corre el río Neretva, frío y transparente, con la misma fuerza de siempre, indiferente a cualquier conflicto.
El puente no es la única huella de las guerras yugoslavas en Mostar. Es bastante fácil toparse en cualquier calle con agujeros de proyectiles o escombros causados por bombardeos. También se observan por doquier en Sarajevo, donde decenas de edificios están adornados con metralla en su fachada. Las huellas más crueles de la violencia que se vivió en la capital bosnia son las llamadas Rosas de Sarajevo. Los agujeros que dejaron los morteros lanzados por los serbios fueron rellenados de resina roja. Aparecen por cualquier lado: en calles principales, cerca de museos, alrededor de mercados, frente a iglesias.
Al igual que con Kosovo, la Unión Europea exige la cooperación y la normalización de las relaciones entre bosnios y el resto de los países exyugoslavos. Los mismos con los que se enfrentó décadas atrás en sangrientas batallas étnicas. Algo así como borrón y cuenta nueva. Más de cien mil muertos bosnios, la mitad civiles, entre 1992 y 1995. Borrón y cuenta nueva.
Los acuerdos para poner fin a la guerra dividieron al país en zonas étnicas de serbobosnios y bosnios. Srebrenica, al este de Bosnia, fue uno de los lugares que albergan la convivencia forzada. En julio de 1995, el ejército de los serbobosnios asesinó a unos 8 mil bosnios en dos días tras encerrarlos en una fábrica de baterías bajo la esperanza de que serían liberados. Ambas etnias siguen viviendo en la misma ciudad. Las diferencias están a simple vista.
Es sábado por la mañana y hay poca gente en las calles de Srebrenica. Los serbobosnios viven en la parte baja del pueblo, los bosnios en la alta. Una iglesia ortodoxa y una mezquita se encargan de definir el contraste. Un joven que administra un hostal en la entrada del pueblo atiende a una pareja de holandeses que aún no saben si dormirán allí. De lejos parece serbio. Lo confirma cuando me pregunta de dónde soy y saca a relucir su conocimientos de las novelas. “Yo soy tu madre”, dice entre carcajadas.
Adi Humo es bosnio y vive en Panamá desde hace 27 años. Llegó huyendo de la guerra. Cree que la división del territorio es lo que le impide al país cumplir con los demás requisitos para entrar a la Unión Europea. “Bosnia es un país inoperante debido a la división política. Las partes difícilmente se ponen de acuerdo en algo”, asegura. Las sugerencias de la Unión Europea, argumenta, deberían ser dirigidas a lo económico y menos a lo político. Más hacia el futuro y menos hacia el pasado. Pasar la página más que borrón y cuenta nueva.
Vecinos opulentos
Nada Jakopic Blaganje intenta controlar a sus dos nietos sentados al otro lado del pasillo en el bus que va rumbo al lago Bled, en Eslovenia. Los niños tienen entre 5 y 6 años. Parecen hiperactivos: gritan de forma inesperada, ríen, se levantan, caminan, corren, repiten todo lo que escuchan. Logran calmarlos una hora después de partir desde Liubliana. Entonces cuenta su historia.
Jakopic luce unos 65 años. Es arquitecta retirada. Trabajó muchos años en los alrededores de Moscú. Advierte que había mucha pobreza, que comía pan y leche y vestía ropa donada. Un escenario muy diferente al que experimenta en Eslovenia, donde siente satisfacción por la mejora económica desde que se integraron a la Unión Europea en 2004. Cree que el futuro de la región será mejor –mucho mejor– que el pasado reciente. “Eran vecinos contra vecinos. Nadie quiso ni pudo ayudar. Fue terrible”.
El lago Bled es alucinante. Está rodeado por colinas de un verdor antológico, en la orilla hay cientos de flores, sus aguas son cristalinas, y en el medio hay una pequeña isla con una iglesia. Hay restaurantes, balnearios, botes, bicicletas, hostales. Todo limpio y en orden. También un lugar de precios elevados, en comparación con la capital. Es un escenario turístico digno de cualquiera de los grandes países de la Unión Europea, como Francia, Alemania, Italia.
Liubliana también tiene esos aires de la Europa occidental. El centro está cuidado, limpio, lleno de lugares enfocados para turistas. Las marcas del comunismo también están, pero hay que salir un poco del centro para verlas: edificios sin atractivo estético y de colores oscuros, estatuas dedicadas a héroes nacionales y a eventos gloriosos.
Algo similar a lo que pasa en la Zagreb, la capital de Croacia, que desde 2013 también forma parte de la Unión Europea. Todo limpio, ordenado y especializado para turistas. En los callejones menos transitados, sin embargo, todavía aparecen los edificios desagradables y oscuros de la época comunista.
La marca más inexorable de su pasado yugoslavo, sin embargo, está a 700 kilómetros de Zagreb, a orillas del mar Adriático. Dubrovnik es una ciudad costera amurallada, de arquitectura medieval y coloridos techos de tejas. Le dicen la perla del Adriático.
Sus calles estrechas están empaquetadas de turistas. Es quizás el lugar más visitado de la antigua Yugoslavia. Ahora más, pues sirve como uno de los escenarios a la serie de ficción Juego de tronos.
En el tren hacia Zagreb, una chica parisina de unos 30 años le contaba con emoción a una alemana un poco más joven que ella que visitaría Dubrovnik. Era lo más al sur de Europa que había conocido. Trabajaba en el Consejo de Europa y conocía Camboya, Malasia, Birmania y Turquía. Pero nunca había estado en los Balcanes. Estaba segura de tendría unas buenas vacaciones, pues llevaba consigo los nombres de los bares y de las playas a las que iría.
A 15 minutos de Dubrovnik está lo que queda del balneario Kupari: un complejo turístico abandonado de varios hoteles que aún exhiben los bombardeos y la metralla serbia sufrida durante la guerra de independencia de Yugoslavia a principio de los 90. Dentro de los hoteles la calma es absoluta. Todavía hay restos de los lujosos mobiliarios y la mayoría de las habitaciones son accesibles tras sortear escombros, vidrios rotos y colchones viejos. Desde lo que una vez fueron pomposas recepciones se contempla el Adriático en calma. En una de las puntas de la costa también se puede observar Dubrovnik en toda su majestuosidad, sin huellas de balas, limpia, próspera, perfecta. El sueño de lo que aspira a convertirse el resto de Yugoslavia.
Este reportaje fue publicado originalmente, con ligeras variaciones, en el diario panameño La Prensa.
Luis Burón Barahona es periodista del diario La Prensa en Panamá. Ha ganado premios nacionales de periodismo en su país y ha sido finalista y conferenciante en los Premios Latinoamericanos de Periodismo de Investigación en dos oportunidades. Ha sido becario de la Fundación Gabriel García Márquez y ha trabajado en la agencia Europa Press en Madrid. Prefiere los gatos a los perros y ha sido batería en una banda de punk rock.