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Sociedad del espectáculoLetrasZadie Smith, la contingencia y los espasmos del universo

Zadie Smith, la contingencia y los espasmos del universo

Ilustración: EL-G + MJ AI

Una de las muchas películas de Linklater que no he visto (o no hasta el final) se titula Slacker. Confieso que aguanté 15 minutos antes de dedicarme a cualquier otra cosa. Sin embargo, a menudo he recurrido a la escena inicial en conversaciones con amigos, porque contiene una idea muy rica de la ficción especulativa. La escena es la siguiente: un chico se sube a un taxi y comienza a hablarle al taxista sin parar y sin dejarse impresionar por la absoluta indiferencia contra la que rebota su relato. Le cuenta el sueño que ha tenido aquella noche, que consiste en que cada decisión que tomaba multiplicaba sus yoes posibles. Es decir, si en la vida real, cada opción escogida en un momento implica descartar el resto de las alternativas posibles, en el sueño del chico todos sus otros yoes comenzaban a vivir según las elecciones descartadas: vidas no escogidas que corrían en paralelo con la opción elegida. En esas vidas paralelas, cada uno de sus yoes tomaba a su vez decisiones y hacía elecciones que implicaban descartar nuevas alternativas, inexistentes en el mundo real (llamémoslo “mundo nodriza”, por ser aquel del que los otros despegan). De nuevo, cada alternativa descartada de cada yo paralelo echaba a caminar en ese mismo momento y se formaba así un nuevo universo. Todo ello generaba un número infinito de yoes que vivían vidas paralelas que podrían haber sido la suya si alguno de los muchos factores contingentes que lo llevaron a decantarse por una determinada elección hubiera sido diferente. 

Volveremos luego a Slacker, pero antes vamos a Málaga. La ciudad de Málaga no es contingente, pero sí lo es el hecho de que yo optara por viajar allá a finales del verano del año 2021 para visitar el Centro Pompidou; que en la librería del museo me topara con Las cosas como son y otras fantasías: moral, imaginación y arte narrativo, de Pau Luque (Anagrama, 2020); que lo comprara; que lo prestara, y que solo tras nuevas olas de pandemia y tareas pendientes pudiera por fin leerlo, hace apenas unas semanas. 

Nada más comenzar la lectura me vino a la memoria la escena de Slacker. Me la trajo Elías Okón Gurvich, un físico amigo de Luque que aparece al comienzo del libro. En una amena conversación con el autor, Elías Okón Gurvich explica que “el universo se contrae y hace que el mundo termine siendo como es”. Es decir, que el hecho de que cada uno de nosotros seamos quienes somos, vivamos donde vivimos y nos dediquemos a lo que nos dedicamos es “el resultado de un espasmo del universo”. Según el físico, antes de ese espasmo había dos estados del mundo “que se amontonaban”: durante un tiempo de duración indeterminada habitaba en uno de ellos el yo que somos hoy y en el otro, cualquiera de nuestros otros yoes posibles; pero estos dos estados del mundo forcejearon hasta que “un estado, digamos, se impuso al otro, lo solapó y se volvió realidad”, afirma Elías. “Ese fue el momento del espasmo”. Cuando Luque da voz a la pregunta que todos los lectores tenemos en mente en ese momento: ¿qué pasó con ese otro estado, con ese otro podría-haber-sido-yo?, Elías contesta que hay varias teorías al respecto. Una de ellas es que ese yo existe en un universo paralelo al que no se tiene acceso desde el nuestro (como en la escena de Slacker), pero admite que él más bien defiende la teoría de que “ese mundo simplemente desapareció para siempre y en todo sentido tras el espasmo del universo”. Esos espasmos, continúa, son fruto del azar, “de la arbitrariedad con la que interactúan las fuerzas de la física”, lo que significa que el universo se comporta de manera arbitraria sin una razón ni un sentido claros y es puritita casualidad que cada uno esté donde está y no en un lugar muy diferente (*)

Yo, que siempre he sentido algo parecido con respecto a mí misma, me suelo quedar callada cuando alguien expresa su firme convicción de que “las cosas pasan por algo”, “hay una razón para que suceda esto”, “si ha sucedido es porque tenía que suceder” o cualquier otra versión determinista del discurrir de la vida. Así, este texto que estoy escribiendo, que es puramente contingente, tiene que ver con el hecho también casual o contingente de que el jueves por la mañana, a comienzos del puente de Semana Santa, metiera en la mochila de libros precisamente el ensayo de Luque, que en realidad había ya terminado hacía unos días. También se debe a muchas casualidades y elecciones descartadas que ese ensayo coincidiera en la mochila con otro libro que también había leído antes, Intimations, de Zadie Smith (Penguin, 2020), una colección de ensayos escrita durante el confinamiento. Casi igual de casual fue que esta mañana escogiera para releer el último de los ensayos de las Intimations, que da nombre al libro. 

Siempre asombrada y agradecida por la forma que tiene Smith de mostrarnos el funcionamiento de su máquina de generación de ideas, su fino humor británico y esa suerte de sabiduría se-hace-al-andar, cuando mi compañero se hubo tomado el primer café del día, le rogué que lo leyera para compartir esa referencia (no me costó mucho que aceptara, puesto que compartimos admiración por Smith). En ese momento no tenía en mente a Linklater ni el ensayo de Luque, ni mucho menos escribir nada al respecto, pero en el trayecto de la tarde en coche, y a raíz del final cerrado y solemne de un audiolibro que escuchábamos, iniciamos una conversación acerca de las pocas decisiones que uno toma conscientemente en la vida, esas escasas decisiones de cuyo peso y significado exactos somos conscientes en el momento en que las tomamos. Conversamos sobre los yoes del momento, que consideramos fruto de una enorme cantidad de contingencias: pocas decisiones han gozado del peso y el sentido que después tuvieron en el momento de ser tomadas. 

La conversación nos llevó de nuevo al ensayo que habíamos compartido por la mañana, que enumera, en una sección final titulada ‘Contingencia’, los factores que llevaron a ese espasmo del universo que generó a Zadie Smith. Esa lista incluye, evidentemente, los factores socioeconómicos de nuestro mundo nodriza: no es lo mismo nacer en el seno de, pongamos, una familia funcional de clase trabajadora en el sur de Londres que en el de una familia adinerada y desestructurada en Málaga; no es lo mismo nacer en Tokio que en Odesa, etc. 

Entre los factores contingentes del espasmo Smith se encuentran, según ella: haber nacido en un momento de transición social, religiosa y nacional; que en su colegio aún se cantaran los antiguos himnos de la iglesia anglicana, de manera que la dicción antigua de su país le llegara cuando aún era muy joven, y que esta se fundiera de manera fructífera con los sonidos de su herencia; Keats y Monty Python; Kafka y Prince; ‘Pump up the Jam’; Peter Cook y Tupac; Queen Latifah y Vita Sackville-West; que en la calle hubiera voces tan diferentes; que nadie interfiriera sexualmente con ella en su infancia; que su padre fuera un trabajador estable y un poco anodino, y que no bebiera por un problema de riñón; que su madre no despreciara su piel, su pelo, su nariz, su espalda o ninguna otra parte de su cuerpo (el de su madre); que las mujeres que Smith admirara de niña fueran del “tipo campeón” (como las llama Toni Cade Bambara): desde Madonna hasta Elizabeth I, pasando por Katharine Hepburn o Angela Davis; que su miedo fuera más fuerte que su deseo (incluso su deseo de autolesionarse); haber conocido a un ser humano cuyo amor le ha permitido no tener que buscar demasiado a menudo el amor de los demás a través de su trabajo; que sus hijos sepan la verdad sobre ella y no obstante la toleren (de momento); que aún no se haya visto obligada a poner a prueba su cobardía física y moral.  

Supongo que habrá a quien le resulte angustioso sentirse fruto de la contingencia, de estos espasmos cósmicos, pero a mí me resulta liberador y me siento agradecida por ello, y pienso a menudo en esos factores contingentes que generaron al yo de mi mundo nodriza. Quizá por ello, la última vez que me preguntaron qué me hubiera gustado ser si no hubiera sido quien soy hoy, contesté, sin saberlo entonces, más o menos lo mismo que Elías Okón Gurvich o Zadie Smith: que lo que yo fuera en esa otra hipotética vida dependería de las circunstancias que se hubieran dado a mi alrededor y, sobre todo, de las personas que me hubiera encontrado en mi camino y me hubieran marcado (para bien o para mal). Una vida que solo depende de uno mismo –me parecía entonces– estaba mutilada, dije. Hoy matizaría que me parece, además, imposible. 

 

(*) Este no es el tema principal del ensayo de Luque, que investiga la relación entre moral y arte a través de la imaginación, pero es una puerta lateral por la que se entra en él, puesto que abre la posibilidad de imaginarnos otra realidad, con otra serie de valores y circunstancias que determinen nuestras elecciones y nuestros actos. Todo ello será condición fundamental para adentrarse en el arte imaginativo y ser capaces de penetrar los entresijos psicológicos de personajes complejos y situados en las antípodas de nuestra sensibilidad.

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