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Zanahorias y otros asuntos

 

 

 

Echo de menos Nueva York. No las luces del Empire State. Ni el skyline al cruzar el puente de Brooklyn. Tampoco a los gafapastas tecleando furiosos en el Mac dentro del Think Coffee. Ni siquiera el Hudson con sus vistas a Hoboken. Echo de menos ir al supermercado a comprar zanahorias baby. Llevo todo el fin de semana pensando eso. No es glamuroso, lo sé. Y yo pensaba que era una tía glamurosa que cuando volviera a Barcelona podría decir en público algo así como: “no os imagináis lo que echo de menos tomarme un Cosmopolitan en Le Bain”. Está claro que nunca estoy a la altura de mis expectativas, ni siquiera con respecto a las del postureo.

 

Como iba diciendo echo de menos esas zanahorias. Venían en unas bolsitas transparentes y por primera vez en mi vida, en vez de ahogar las penas con galletas o donuts, lo hacía con las mini carrots, lo cual me beneficiaba, claro. Pero la verdad es que nunca les di la importancia que merecían y ahora, en esta ciudad tan cosmopolita que es Barcelona, va y no hay. Tanta modernidad y tanta historia, y fallamos en lo más básico. Y no mamá, no es lo mismo si tú me las cortas a trocitos para que parezcan pequeñas.

 

Este fin de semana me ha venido este tema tan absurdo varias veces a la cabeza. No solo porque quisiera zanahorias, sino porque nunca nos acordamos de que, al final, lo que más echamos de menos cuando nos marchamos o perdemos algo, son las cosas pequeñas. Los detalles. Hice más esfuerzos por retener los maravillosos atardeceres del Hudson –que a lo sumo me sirvieron para subir una foto a Instagram– que por disfrutar de mis pequeños placeres gastronómicos. Con lo que siempre llego a la misma conclusión: los detalles son lo que importa. Es como con las personas. No sueles echar de menos lo más destacado; uno se queda con lo pequeño. Con los chistes del abuelo, los macarrones de la tía Enriqueta. El café que te preparaba ese novio que se fue.

 

Mientras contaba esta anécdota tan tonta de las zanahorias, una amiga me ha preguntado si era cierto que echaba mucho de menos Nueva York. Le he contestado con un “bueno” con el que tampoco sé muy bien qué quería decir.

 

¿Pero mucho de verdad? ¿Cuánto?


Entonces me he reído por esta manía tan absurda como divertida de querer cuantificarlo absolutamente todo. Las cosas –no importa lo que sean– tienen que ser mucho o poco. Del uno al diez.

 

Cuenta Leslie Jamison en El anzuelo del diablo que cuando ella trabajaba como actriz médica, los alumnos de medicina le preguntaban por el dolor que sentía. Pero le preguntaban por un dolor cuantificable. Es decir: ¿Me puede describir el dolor que siente ahora mismo del 1 al 10? Se da por sentado que uno sabe poner un numero a los sentimientos de dolor o de placer. ¿Qué tan bien te lo has pasado hoy conmigo? ¿Solo un 7?

 

Le respondería a mi amiga que echo de menos Nueva York un 7,5 sobre 10. Un notable alto, aunque no sepa qué quiere decir eso ni si quiere decir algo. Ni si es mucho o debería de ser menos. 

 

De hecho, me acaba de venir a la cabeza esto que Milena Busquets escribió en También esto pasara:

 

“Siempre he pensado que los que dicen ‘te quiero mucho’ en realidad te quieren poco, o tal vez añaden el mucho, que en este caso significa poco, por timidez o por la contundencia de decir ‘te quiero’, que es la única manera verdadera de decir ‘te quiero’.»

 

Me parece que tiene razón. Lo de poner “te quiero” es contundente. Las cosas que no se miden, asustan, si les ponemos un adverbio es como si pudiéramos acotarlas. Como si las agarráramos con las manos: te tengo y lo hiciéramos con una etiqueta, envasadas para nuestra perfecta comprensión. Un día de estos, en vez de decir te quiero mucho o poner uno de esos ‘tqm’ en un mensaje, pondremos te quiero 99. Esperando que sea sobre 100, claro.

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