Al saber de “Gorburu” me he acordado de Carod-Rovira (otro nombre en clave), quien acordó con ETA, siendo un cargo electo, que no atentara en Cataluña. Sí en España, pero no en Cataluña. “Gorburu” es Zapatero, según las actas de las negociaciones de ETA que han salido hoy a la luz. Zapatero siempre me pareció un personaje pegajoso. Un personaje blandiblú. El otro día mi hija se reía pasándose ese moco prefabricado de una mano a otra, y pensé que debía producir la misma sensación que darle la mano a Zapatero.
Para mí su viscosidad siempre fue en aumento. Desde su aparición cómica; su sentada al paso del ejército estadounidense en el desfile; su sangrienta llegada al poder; su posterior desempeño como héroe social y feminista; la caída vergonzante que nos sumió en una crisis profunda de generaciones perdidas; su reaparición como mediador en Venezuela, de una meliflua apariencia oscura y cobarde, hasta, por fin, este epílogo siniestro de ETA.
Es un colofón a la altura del protagonista. El político al que, en sus mejores días como presidente (cuando se gastaba como un idiota la herencia), una mayoría de españoles idiotas lo elegía el español favorito para salir de cañas. El de la ceja. Yo lo recuerdo bien.
Si de verdad Zapatero avisó a la ETA (a la que ofreció, además, anexionar Navarra al País Vasco, liberar a De Juana Chaos o derogar la doctrina Parot entre otros milagros de la paz), sería como haber abierto la ventana clausurada de España y que se hubiese inundado la habitación de una luz cegadora para millones de españoles obligados a vivir en la oscuridad.
Esto es la gravedad y la sordidez de esos casos tan conocidos en que unos padres han encerrado a sus hijos en un sótano durante largos años. Padres bien considerados en sociedad. Incluso modélicos padres para algunos. Es la misma calidad de desalmado. Es posible que dijera también, en su caso, lo mismo que esos secuestradores: “Yo creía que hacía lo correcto”, “sólo quería protegerles”.
Que algo así no esté en primera plana de todos los periódicos y en todas las noticias abre aún más esa ventana que parece quererse volver a cerrar. Es como cuando se cae el foco en la playa de Truman. En la falsa playa de El show de Truman. Yo me siento Truman. Y a usted lo veo como a Truman. ¿Cómo es que todos esos Trumans no nos hemos echado al falso mar en nuestro frágil velero hasta llegar al fondo del plató, donde hay una puertecita oculta en medio del cielo que conduce a la realidad?
Será por las tormentas. Por el miedo a las falsas tormentas. Para que no nos llamen locos o cosas peores por querer saber la verdad de una información alarmante (y no la primera sobre este individuo funesto), de un hecho sin precedentes que ha de ser aclarado sin duda. La duda que suele resolverse con la repentina aparición de un falso amigo que siempre trae, casualmente, unas cervezas y que nos hace olvidar hasta que lo obvio es imposible como si sólo fueran cosas absurdas nuestras.