Zapatos

 

Aprovecho el verano para diezmar la biblioteca. No hay otro remedio; las viviendas modernas son confortables, pero no espaciosas. La especulación inmobiliaria —esa estúpida psicosis colectiva que ha arruinado material y espiritualmente a este país— ha sido fatal para los lectores de fondo, esos tipos que tienen el hábito de comprar libros como otros cervecear al mediodía. Los libros son asequibles, pero ocupan sitio. Al cabo de los años, la biblioteca personal se convierte en pesadilla doméstica. El proceso es cruel: pocos libros merecen ser liquidados, sólo los muy malos, o superfluos, o redundantes, o falsos.

       Alguno es indultado por motivos sentimentales. Acabo de hacerlo con uno de esos libros lujosos comprados en VIPS por poco dinero. Lo compré hace más de diez años, en una época de mi vida claramente metrosexual. El libro, editado en los años noventa, no tiene desperdicio: El Caballero. Manual de moda masculina clásica. El autor es alemán, un tal Bernhard Roetzel. Se trata de una auténtica biblia de la compostura viril, hoy obsoleta. Hay un capítulo dedicado a las corbatas, otro a los pantalones. Uno de los mejores es el dedicado a las camisas, con larga disquisición sobre Jermyn Street, la meca de los camiseros ingleses. También se dedica un capítulo al traje, con largo apartado dedicado a Savile Row. Hay consejos sobre cómo planchar adecuadamente una camisa, o plegar un traje para transportarlo en una maleta. A estas alyur

       No hubiera indultado el libro si no fuera por el capítulo dedicado al calzado. Y es que —lo confieso— arrastro desde la infancia una compulsión obsesiva por los zapatos. Con catorce años ya calzaba un 46, una talla desmesurada para la época. Tampoco se había puesto de moda usar zapatillas de deporte para andar por la calle. Mis compañeros gastaban Sebagos, Castellanos, Gorilas, Yankos y Lottusses. Yo debía conformarme con lo que había en la única zapatería de Sevilla que vendía números grandes; eran zapatones monstruosos, cuadrados, con repulsivas suelas de tocino, negros o marrones. El zapatón británico, en aquellos años, era de anciano de pies delicados. Todo el mundo gastaba zapatos finos. Oh.

       Repasando el manual del caballero, he recordado cómo se compran unos buenos zapatos. El manual enseña cómo comprar una camisa o unos pantalones; sobre todo, hay que tocar el tejido, reconocer su calidad palpándolo, escrutar las costuras. Así ocurre con cualquier prenda de vestir. Excepto con el zapato. La bondad o maldad de un zapato está siempre oculta. No se puede, en efecto, saber a simple vista si un zapato es bueno: un zapato bueno se sabe que lo es con el uso. Hay que confiar en la procedencia, en la excelencia del origen.

       El manual, naturalmente, sólo se ocupa de los modelos clásicos: el Derby, el Cronwell, el Blucher, el Burford. Pero sus consejos podrían aplicarse a cualquier tipo de zapato. Yo, por ejemplo, ya no compro zapatos fabricados en China, o por esos tercermundos de Dios. Coleccionaba, por ejemplo, Campers hasta que la empresa decidió globalizar su producción, esto es, mandar al paro a los excelentes artesanos baleares que fabricaban sus osados modelos y sustituirlos por operarios semiesclavos chinos. Los campers siguen teniendo un diseño espectacular, pero bastan unas cuantas semanas de uso para que se abarquillen. Han dejado de ser, además, perfectamente anatómicos. Un horror. Prefiero los Panamá Jacks, que son como guantes. Los siguen fabricando en Elche, inasequibles al desaliento euro-laboral. Qué héroes. Qué zapatos más buenos, en los dos sentidos de la palabra “bueno”.

 

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