El espacio y el tiempo son cualidad, están infectados por la cualidad de vivir y sentir: ella, belleza silvestre al fondo de la sala, mira disimuladamente bajo un flequillo oscuro. Cualquier otro espacio o tiempo es un derivado de lo que acaece aquí, ahí, en este lugar en el que respiro y pienso. Espacio y tiempo son el pulso de una forma de vida. No primeramente número, una cantidad abstracta infinitamente divisible, sino la cualidad sanguínea de vivir. De no ser así, no sólo Aquiles jamás alcanzaría a la tortuga, sino que tampoco pensaríamos en las estrellas. Si lo hacemos, si los astros nos admiran –“El cielo estrellado sobre mí”- es porque vivimos en un absoluto local poblado de cosas y enseres, pequeños astros que reposan en un entorno. De esta concentración del espacio en un sitio proviene la relatividad de las distancias, tanto espaciales como temporales. Según el espacio corporal de mi ánimo, así el fondo del paisaje urbano será indiferente, lejano o próximo. Según la disposición de mi cuerpo, un recorrido se hará largo o corto.
Lo mismo con el tiempo, con su cuerpo espacial. Recordemos que en bastantes lenguas –latín y griego, francés, italiano, español, serbio- el tiempo que hace, la climatología –Wetter, weather-, y el tiempo cronológico –Zeit, time– se siguen diciendo igual. Esto vuelve a insistir en la experiencia de que el tiempo es lo que ocurre, lo que acaece en una vida. En suma, lo que se precipita en una vida, entre dos vidas, en un paraje: lluvia, sol o nieve, llovizna, niebla, humedad, “frío mortal”. Jugando un poco con Kant, podríamos decir que lo nouménico, la esencia “en sí” de la espaciotemporalidad se precipita siempre en forma de fenómeno meteorológico. No hay otro tiempo que el que cae sobre nuestras cabezas.
Decimos, por ejemplo: “¡Cuánto ha llovido desde entonces!”, y sólo queremos decir las mareas que han crecido desde aquello; los soles, las noches, las lunas y las nubes que nos han cubierto desde entonces. En resumidas cuentas, aunque esto parezca demasiado simple, el tiempo son las precipitaciones del espacio, una meteorología del exterior que no pertenece a nadie, que no tiene su centro en el hombre. Hay tiempo porque hay inestabilidad atmosférica, porque lo exterior llueve sobre el hombre. En este sentido, los “presocráticos” siempre han tenido razón entre nosotros, aunque hayamos tardado un poco en escucharlos. Antes de la ciudad, antes del alma del hombre –Sócrates o Cristo- siempre está la maternidad de un cosmos cruzado de astros. Antes del Nuevo testamento, el Antiguo; y sin éste no se entiende aquél.
El tiempo es el clima del espacio, su mutación incesante. Es el propio espacio el que transita, creando tiempo. La desconfianza hacia lo exterior, el temor contemporáneo al clima y a las contingencias del tiempo, manifiesta un divorcio del espacio que se expresa en esos frenéticos “informes meteorológicos” que nos pintan la inestabilidad atmosférica como un foco de peligros constantes. La importancia urbana del “hombre del tiempo” busca transformar la climatología en previsión, expresando por tanto la desconfianza hacia el tiempo como tal. En resumen, nuestra preocupación por la meteorología expresa el temor al paso del tiempo, a las variaciones del espacio –el envejecimiento, los nacimientos, la muerte- y al enigma inmutable que el tiempo entraña.
El tiempo es igual a las arrugas del espacio. Este lugar, esta calle, este paisaje es un pliegue del tiempo, una invaginación de su infinitud. El tiempo que hace que no vuelvo al valle de Mazales, ahora cubierto de espesura y con los viejos prados casi borrados, es el mismo que la variación que ha ocurrido en este espacio; de hecho, lo podría calcular por esa variación espacial. El tiempo que hace desde que no vuelvo a Roma, más de veinte años, es el mismo que el espacio que ha cambiado en mis manos, en mi frente. El reloj está en el espacio, que cambia y se cuartea, marcando el tiempo. Por eso no es tan difícil –sin recurrir al Carbono 14- averiguar la edad de un árbol, de una persona, de unos huesos encontrados, de un cuadro. No es fácil envejecer artificialmente un mueble, un cuadro, una fachada. No es fácil falsificar el tiempo, simular el paso del tiempo, porque está cuajado en un cuerpo, en las huellas dactilares de un espacio.
Rama recortada en el cielo. Y mañana salgo de viaje. Los plazos de tiempo que nos damos –en una semana, estaré de vuelta- son cortes que realizamos no en un tiempo-espacio infinito y uniforme, que no existe más que en nuestras imaginación juvenil, sino en la presencia espacial del tiempo. Son planes abstractos en un presente eterno, tan inmutable e inaccesible como cambiante. De hecho, las ramas de la acacia, inmóviles y sin tiempo en el marco azul de la ventana, colorean el viaje de mañana. Lo matizan, dándole un punto de calma y de agradable inutilidad. Cada plan volverá a reproducir en otro tramo o lapso temporal todo el misterio del tiempo, un trasfondo del cual podemos volver a hacer abstracción para hacer más planes. El hombre propone, el tiempo dispone.
El hombre hace planes para que el tiempo juegue y muestre, de vez en cuando, su sorpresa inmutable. Tiempo oriental en estado puro, bienaventurado con la flexibilidad de lo inmóvil, las ramas de la acacia siguen temblando levemente en la ventana. Es obvio que el estruendo de la historia tiene sus derechos, pues no se puede vivir continuamente frente a la belleza de la inmediatez.
El tiempo no pasa porque el espacio es el mismo, esta exterioridad inmensa del interior, el uno-todo del presente. No es tan extraño que el hombre siempre haya visto en los astros el signo de una inmutabilidad que no es fácil de evitar y puede servir de modelo. Aunque nos empeñemos en mil ambientes climatizados y falsos techos, París, Barcelona y San Petersburgo siguen siendo lo que son porque respiran bajo un cielo mítico, indiferente al estruendo de la historia. El cielo cambia perpetuamente para renovar el mismo enigma, una idéntica exterioridad sin remedio. Se individual o colectiva, una economía “terciaria” que no atienda a la materia prima del exterior, entra en una burbuja de especulación que necesariamente acabará en catástrofe. Aunque ésta sólo consista en un hombre que comprende, demasiado tarde, que se ha equivocado en las elecciones de su vida.