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‘Zero Dark Thirty’, esconderse tras las faldas del realismo

 

Zero Dark Thirty

 

Resulta ciertamente imposible acudir a ver la última película de Kathryn Bigelow sin alguna dosis de posicionamiento político previo (una toma de posición como diría Georges Didi-Huberman). Sobre todo si uno ha visto (y escrito sobre) En tierra hostil, filme que blandía el no-posicionamiento político por bandera para narrar la historia de un desactivador de explosivos en Irak. Pero sin duda es el tema que aborda la película (el proceso de búsqueda y asesinato de Osama Bin Laden a manos de la CIA) lo que determina la actitud con la que el espectador afronta las casi tres horas de metraje que tiene por delante. ¿Reaccionamos con indignación a la operación ilegal bajo cualquier estándar de legislación internacional en la que Bin Laden fue eliminado? ¿O quizás aplaudimos la operación que acabó con la vida de la cabeza visible de una organización terrorista responsable de miles de muertes (no solo las de las torres gemelas) en el mundo? Teniendo en cuenta que evidentemente también existen múltiples posturas entre estos dos extremos, lo que está claro es que la muerte de Bin Laden jamás se puede analizar desde una presumida «objetividad» política o fílmica, posición tras la que Bigelow intenta esconderse sin mucho éxito.

 

Si tenemos en cuenta la campaña de promoción que ha acompañado la película y la reiteración en diversas entrevistas de que la película tan solo presenta un primer «borrador de historia contemporánea», sorprende la decisión de comenzar la película con una escena tremendamente efectista, directa al lagrimal del público norteamericano. Zero Dark Thirty abre con una pantalla en negro y varios minutos de llamadas telefónicas de víctimas del 11-S (una macabra selección con predilección por las más emotivas) cortando a continuación a una escena «realista» de tortura a cargo de un operativo de la CIA. Semejante corte no puede considerase jamás una decisión «objetiva», como defiende Bigelow, o al menos demuestra que la directora neoyorquina confunde fatalmente el recurso al realismo como una no-toma-de-posición, eximiendo de subjetividad a su «borrador histórico». Es aquí donde hemos de volver a Didi-Huberman y su «toma de posición» mediante un montaje que «dispone» la historia a su antojo, revelando «cómo el mundo aparece y cómo se deforma», arrojando luz sobre la barbarie. Poco de esto encontramos en Zero Dark Thirty, película que desde su título anuncia la intención de iluminar la oscura operación de la CIA con «los hechos», pero que se olvida por el camino de la reflexión.

 

Para Bigelow la única manera de afrontar un episodio clave de la historia norteamericana reciente es tras las faldas de un realismo apegado a la causa-efecto de dichos «hechos». El problema reside en que la obsesión por el realismo no arroja mucha luz sobre lo que significó la operación Bin Laden, sino que meramente ofrece al espectador la posibilidad de imaginar morbosamente los detalles que los noticieros de todo el mundo anunciaron aquel 1 de mayo de 2011. El realismo eclipsa por tanto la reflexión, anclando los acontecimientos en el inconsciente colectivo en lugar de cuestionar su moralidad y la sociedad que ampara este tipo de actitud de videojuego del imperio norteamericano hacia el resto del mundo. Estamos ciertamente en las antípodas del realismo iluminador de Rossellini o De Sica, y muy cerca de la complacencia histórica del concepto reality show o de un Shoot Em’ Up tipo Dune.

 

Como menciona el historiador Reinhart Koselleck, ciertas ficciones «no proponen una representación realista de la realidad, pero no por ello dejan de arrojar una luz particularmente viva sobre la realidad de la que provienen». En el caso de Zero Dark Thirty, la obsesión por el realismo erosiona el potencial reflexivo de la película, creando una ficción en la que todo se muestra y nada se cuestiona, dejando las sombras del gobierno americano a oscuras, en donde a la CIA le parece estupendo que se queden. Estamos, en definitiva, no ante un «borrador histórico», sino ante un clásico ejercicio de «borradura histórica» vestido con piel de cordero. 

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