Cuando se habla del amor por el pasado, se debe tener
cuidado, ya que se trata del amor por la vida; la vida está mucho
más en el pasado que en el presente. El presente siempre es un
momento corto, aunque su plenitud lo haga parecer eterno.
Cuando se ama la vida, se ama el pasado porque es el presente
tal como ha sobrevivido en la memoria humana.
Marguerite Yourcenar,
Con los ojos abiertos
Recuerdo, todo se vuelve recuerdo. Recuerdos que nos hablan, cuando llega el silencio. Nos acechan, nos miran desde lejos y nos obligan a hablar sobre ellos, y a darles forma en una hoja blanca, deseosos de respirar, mediante las palabras. Los recuerdos me miran / Tan cerca, que los escucho respirar, versos sugerentes del escritor sueco Tomás Transtömer que animan a hablar precisamente sobre los recuerdos que acompañan la vida del hombre y que nos ayudarán a recomponer instantes de una vida pasada, que han logrado sobrevivir en nuestra memoria.
Una mirada nostálgica que se vuelve atrás, en el tiempo, para darnos cuenta también que No recordamos días, recordamos momentos, como decía Pavese. Hablaremos, pues, sobre algunos de los momentos de un camino y un destino: el del arquitecto Ziegfried Kofszynski, rumano de origen polaco, en una época de gloria del siglo XIX, que coincidió con el reinado de Carlos I de Rumania, y recuperaremos la memoria de aquellos tiempos olvidados.
Con mis postales delante, sacadas de un viejo cajón y colocadas en forma de abanico, me siento como si estuviera en una sala de cine donde la cinta de celuloide empieza a desvelar imágenes inesperadas, imágenes pálidas, que casi se difuminan en el pasado, que me invitan a entrar en la intimidad del siglo XIX. Intento captar en la retina esas imágenes, e inicio el viaje, a través de las cartas, las postales de antaño, un diario y los recuerdos de mi padre.
Ziegfried Kofszynski, mi tatarabuelo, nació en 1858 en Lemberg, una prominente ciudad de la histórica región de Galitzia, que pertenecía por entonces al imperio austrohúngaro (Leópolis, en latín; Lwowa, en polaco; hoy Lviv, en Ucrania). En el siglo XIX la ciudad se estaba transformando en un importante centro cultural. Entre 1872-1876 Ziegfried Kofszynski completó sus estudios universitarios en la Akademia Techniczna we Lwowie que desde su fundación, en 1844, llegaría a ser uno de los centros de desarrollo científico y técnico más relevantes de la Europa central. En 1880, Lemberg recibió la visita oficial de Francisco José I de Habsburgo-Lorena, emperador de Austria (Franz Josef Karl von Habsburg-Lothringen, 1830-1916). Con este motivo, la ciudad se vistió de gala y el alcalde encargó una obra que recordase la visita del emperador. Kofszynski fue el arquitecto elegido para crear el boceto del pergamino conmemorativo para la ocasión.
En el archivo de mi familia yacen desde hace años, escondidos y silenciosos en un rincón de la biblioteca, papeles amarillentos y rotos, testigos del paso del tiempo. De un pequeño álbum saco una foto que tiene forma de diploma. Ese pergamino – un diploma con un marco ornamental- es en sí mismo un proyecto arquitectónico, adornado con elementos decorativos y con dos querubines a ambos lados, que parecen sostener tanto el monograma como la corona, con una mención en el medio. Debe ser el nombre del emperador Franz Joseph.
Nada más terminar sus estudios universitarios, su padre fallece como consecuencia de un paro cardiaco. Ziegfried, muy afectado por la desaparición de su padre, desolado por la pérdida de su gran amigo, acepta la primera propuesta de trabajo que viene de parte de su profesor, el ilustre arquitecto Johannes Schultz, también originario de Lemberg. Éste le propone colaborar en un proyecto de gran envergadura: la construcción, por orden del rey Carlos I, de un palacio de verano. Kofszynski acepta de inmediato, consciente de que el trabajo le ayudaría a olvidar y, al mismo tiempo, a desarrollarse profesionalmente. De ese modo dejaría su ciudad natal, Lemberg, para descubrir Rumania, su país de acogida, donde llegaría a ser uno de los arquitectos del rey Carlos I.
Carol Hohenzollern-Sigmaringen, príncipe de origen alemán, llegó en 1866 a Rumania para convertirse en el primer rey de esas tierras, a las que confirió el título de reino. Con Carlos I llegaron beneficiosas reformas para el país, la gestión económica de la administración, el desarrollo de las comunicaciones, la construcción de carreteras y vías de ferrocarril, además de la modernización del servicio estatal de Correos. Los 48 años de su reinado propiciaron cambios radicales en la vida del estado rumano, un desarrollo importante tanto a nivel económico y social pero, sobre todo, a cultural y arquitectónico.
En Rumania, el rey visitó Sinaia, localidad situada a la orilla del río Prahova, de belleza única y aire puro donde. Enamorado de esas tierras de montaña, decide erigir allí su residencia de verano: llevaría el nombre de Palacio Peleş. Las obras se iniciaron en 1873 y la pequeña localidad de Sinaia se llenó de gente, una especie de Torre de Babel donde arquitectos, ingenieros y obreros de muchas nacionalidades (franceses, polacos, alemanes, judíos, checos y rumanos) se unieron para construir el palacio y sacar adelante el diseño inicial, pese a las dificultades que planteaban los terrenos elegidos por el rey.
El proyecto fue encargado inicialmente a uno de los mejores arquitectos de la época, Wilhelm von Doderer, profesor en la famosa Technische Hochschule de Viena. Sin embargo, su diseño no agradó al rey, que el diseño elaborado por su asistente, el arquitecto Johannes Schultz, que con el tiempo llegaría a ser jefe del equipo de arquitectos. El proyecto contó con la participación de otros importantes arquitectos extranjeros, como el alemán Carol Benesch, el checo Karel Liman y, más tarde, hacia 1890, el francés Émile André Lecomte de Noüy. La residencia real de Sinaia se convertiría en uno de los palacios más hermosos de Europa.
Es en este contexto histórico y en el año 1877 cuando Ziegfried Kofszynski hace su aparición en esa pequeña localidad para encargarse de la decoración exterior del Palacio Peleş. Como especialista en el estilo neogótico, junto con otros arquitectos decoradores del equipo de Johannes Schultz, Ziegfried Kofszynski emprende su primer gran obra. Un desafío que perduraría en el tiempo como testigo de la época dorada del primer rey de Rumanía. El Palacio Peleş no fue terminado de una vez, sino que atravesó varios periodos constructivos, uno en su arranque, 1873, y otro en 1914.
En 1888, con treinta años, Ziegfried Kofszynski conoce a Ana Catarina Klein, una joven de veinte años perteneciente a una familia acomodada de Moldavia, con la que decide casarse y establecer su residencia en Bucarest. En la capital rumana inicia una nueva vida ilusionado, deseoso de crear y proyectar edificios dignos de una ciudad que empezaba a palpitar con intensidad, en una sociedad de efervescente creatividad literaria y artística. Pensaba que Bucarest necesitaba un cambio de aires, que en lugar de las viejas casas con jardín se tenían que levantar edificios de uno y dos pisos, construcciones que le otorgaran verdadera grandeza, que la hicieran única. Una capital digna de un reino.
Es en esa época cuando Bucarest altera casi por completo su perfil. Con la llegada de arquitectos franceses, suizos, alemanes y polacos, la ciudad se llenó de construcciones imponentes, edificios que en muchas ocasiones eran réplicas de otros levantados en otros lugares de Europa. La influencia de la escuela francesa dejó su impronta en la ciudad. El modo de vida europeo fue introducido por los jóvenes que llegaban a Bucarest tras haber estudiado en París, por los inmigrantes que llegaban del oeste europeo, por la influencia del idioma francés que se escuchaba en las calles, la presencia de periodistas y escritores franceses que eligieron Bucarest para vivir, como Frédéric Dammé y Ulysses Marsillac. Pero es sobre todo gracias al importante legado arquitectónico de los franceses Albert Galleron, Paul Gottereau, Cassian Bernard y Xavier Villacrosse lo que hizo que Bucarest se convirtiera en una capital cosmopolita y que fuese denominada El pequeño París, apodo que se impuso en la segunda mitad del siglo XIX.
Es precisamente allí, en ese Bucarest donde, en 1899, a la edad de 41 años, Ziegfried Kofszynski conoce a los hermanos Mircea, oriundos de Transilvania, que deseaban poner en marcha una cervecería-restaurante en una zona del casco antiguo de la ciudad. En la callejuela llamada Stavropoleos (la forma rumana de la palabra de origen griego Stauropolis, que se traduce por La ciudad de la Cruz), al lado de una pequeña iglesia con el mismo nombre, un espacio cargado de historia y fe.
En el proyecto Caru’ cu bere (Carro con cerveza), Kofszynski logró dar rienda suelta a sus convicciones estéticas y arquitectónicas, trabajando en papel de calco el plan del edificio, con las descripciones gráficas de cada elemento arquitectónico, incluyendo dibujos con los detalles de decoración. Después de haber viajado a distintas ciudades como Viena y Múnich, con larga tradición en la construcción de cervecerías, se encontraba en plena madurez artística y se sintió libre de crear a su gusto y a su manera.
La cervecería contaría con detalles góticos, lambrines de madera, vidrieras, decoraciones en metal y ornamentos en relieve, elementos derivados de la influencia del romanticismo de la escuela alemana. Fue en 1924 cuando los propietarios decidieron ampliar el espacio de la cervecería y el arquitecto se encarga de las obras para agrandar el perímetro entre el balcón y las escaleras interiores.
En ese ambiente acogedor, con vidrieras que invitaban a pasar buenos momentos en la compañía de una jarra de cerveza, disfrutaban ciudadanos anónimos y personalidades de la vida cultural de Bucarest, como los escritores George Coșbuc, Octavian Goga o I. L. Caragiale. Entre sus paredes se tomarían grandes decisiones que marcarían la historia del país, que han contribuido a la Gran Unión del 1918.
En un artículo fechado el 5 de mayo de 1978, publicado en la revista Săptamâna, el escritor rumano Eugen Teodoru (1922-2008) celebra su particular homenaje al gran arquitecto. “Si el proyecto del palacio situado a los pies de las montañas de Bucegi fue creado en el despacho de Johannes Schultz, en lo que concierne Caru’ cu Bere podemos decir que es la visión única y genuina del arquitecto, donde emplea con gran destreza los elementos góticos que dominaba a la perfección. Desde el boceto inicial hasta su finalización, no renunció a ningún detalle porque, reunidos bajo la misma idea, el edificio respondía al deseo que el sueño había forjado. La creación de Caru’ cu bere se debe a sus manos, y ¡Qué manos de artista!”.
Así concluía Eugen Teodoru su artículo sobre Ziegfried Kofszynski, polaco que se convirtió en rumano, a cuya personalidad tenía intención de dedicar un libro. Pero circunstancias de la vida le impidieron concretar su deseo, que no pasó del estadio del anhelo, el de los libros imaginarios.
Desde su apertura, la cervecería-restaurante Caru’ cu bere, con su atmósfera empapada de pasión neogótica, ha llegado a ser un espacio emblemático de la Rumania actual. No es de extrañar que la señera cervecería fuera declarada Monumento Nacional Histórico y Arquitectónico.
Mientras trabajaba en la obras de Caru’ cu bere, Ziegfried Kofszynski conoció al arquitecto Alexandru Săvulescu, recién llegado a Bucarest tras su viaje por Europa para visitar los edificios más significativos de las grandes capitales, que servirían de inspiración para sus proyectos. Săvulescu (1847-1902) fue uno de los grandes representantes de la escuela rumana de arquitectura moderna, con estudios en Bucarest y París. Uno de los fundadores de la Escuela de Arquitectura de Bucarest, trabajó como arquitecto en el Ministerio de Instrucciones Públicas y Cultos y entre 1895-1902 desempeñó el cargo de presidente de la Sociedad de los Arquitectos Rumanos.
El encuentro con Săvulescu marcaría la carrera y la vida de ambos. Forjó una amistad basada en el respeto mutuo y la pasión por al arte y la arquitectura. Desde entonces trabajarían juntos en distintos proyectos tanto en la capital rumana como en otras ciudades del país. Fascinado con la cervecería de Kofszynski, su amigo Săvulescu le propone convertirse en arquitecto adjunto del nuevo y cercano Palacio de Correos y Telégrafos, de estilo neoclásico y que recuerda al Palacio de Correos de Ginebra. En el interior destacan las escaleras neogóticas, el estilo favorito de Ziegfried Kofszynski, que dejó su impronta entre sus muros. El edificio, convertido hoy en Museo Nacional de Historia de Rumania, guarda en un rincón oculto su retrato, obra del pintor Ipolit Strambulescu, amigo de la familia.
Fruto de su colaboración en el gobierno, Săvulescu compartiría con Kofszynski opiniones, deseos, planes, incertidumbres, proyectos e ilusiones, como la de crear un palacio en la ciudad de Buzău. El edificio se llamaría Palacio Comunal, y albergaría la alcaldía de la ciudad. La obra la llevarían finalmente a cabo, al alimón, entre 1899 y 1904. Alexandru Săvulescu supervisa los trabajos hasta su muerte, en 1902. Sería su compañero y amigo de confianza quien pondría la última piedra. El Palacio Comunal fue inaugurado en 1904, en presencia del rey Carlos I y del príncipe Ferdinand. Se dice que Nicolae Iorga, ilustre figura de la cultura rumana, al ver el edificio acabado, dijo: “La más hermosa alcaldía del país y una joya de gran valor para la ciudad de Buzău. El edificio combina de manera equilibrada dos estilos. Uno el empleado en la construcción de los palacios de Italia del siglo XIX, con columnas al estilo de los grandes palacios de Venecia, dotado de una torre alta y de una serie de logias, y el otro, el estilo arquitectónico rumano, llamado stil brâncovenesc”.
El nombre de stil brâncovenesc caracteriza, en la historia del arte de Rumania, la arquitectura y las artes plásticas en Tara Românească durante el reinado de Constantin Brâncoveanu (1688-1714). Se caracteriza por la expresividad que confieren los volúmenes arquitectónicos de las escaleras, las pérgolas o las logias, y hacen que varíe, de modo pintoresco, el aspecto de las fachadas. Otro rasgo llamativo es la presencia de columnas, arcadas y ornamentaciones cargadas de influencia eminentemente barroca. En las decoraciones prevalecen los motivos florales y los de tipo oriental.
En su larga historia el Palacio Comunal ha sobrevivido a tres terremotos y dos guerras. Después de la retirada de las tropas alemanas, en 1944, la ciudad quedó devastada. Se perdió entonces todo el archivo, esencial para conocer la verdadera y larga historia del edificio, testigo de una era llena de momentos de grandeza y destrucción. Desde hace 110 años, el Palacio Comunal domina la ciudad de Buzău.
Ziegfried Kofszynski tuvo también la oportunidad de relacionarse con otro gran arquitecto, I. D. Berindei, que había estudiado en París y que fue el creador del Palacio de la Cultura en Iasi. Para Kofszynski representaría no sólo otro proyecto de gran envergadura, sino un nuevo reto, una nueva llamada para crear algo duradero, capaz de emocionar a la gente. Para él suponía la vuelta a sus raíces, a sus orígenes polacos, a sus antepasados, y también al reencuentro con sus años de juventud. El Palacio de la Cultura de Iasi, construido entre 1906 y 1925, fue considerado por el escritor Eugen Teodoru como “la espléndida obra de la capital de Moldavia”.
Mientras trabajaba al servicio del Ministerio de Asuntos Exteriores, la febril actividad Kofszynski le llevó en torno a 1909 a participar en varios proyectos, como el Casino de Constanza, una de las más importantes ciudades a orillas del Mar Negro, donde tuvo la oportunidad de trabajar con Daniel Renard, arquitecto de origen francés que había estudiado en la Escuela de Bellas Artes de París y que estableció su residencia en esa ciudad. El Casino se construyó en un lugar estratégico, junto al acantilado, en el bulevar Reina Elisabeta, desde donde se disfrutaba de unas espléndidas vistas del mar. El Casino de Constanza –de estilo Art Nouveau- era un edificio moderno en aquellos tiempos, parecido a los casinos de la Riviera francesa. Considerado hoy como monumento histórico, fue inaugurado en el verano de 1910 por el príncipe Ferdinand, sobrino del rey Carlos I.
El elegante Casino cuenta con grandes salas de baile, dos salas de lecturas donde se podían leer periódicos y revistas como Le Figaro o L’Ilustration (la influencia francesa ha sido constante en Rumania), dos salas de juegos de azar y una gran terraza, sobre el mar, el lugar favorito de todos los turistas, marineros o la élite de la ciudad. Las noches de verano eran las más propicias para que la terraza acogiera concurridos bailes de sociedad. Con los acordes de la música, la ciudad de Constanza se convertía en un lugar abierto, orgullosa de su ambiente cosmopolita.
De su larga e intensa actividad como arquitecto, en las pesquisas que inicié en la biblioteca de mi casa apenas he logrado reunir sólo una pequeña parte. Sus proyectos fueron muchos y prueba de su talento, su amor al arte, su pasión por la arquitectura y su gran compromiso con la sociedad de su tiempo. Viajó mucho y tuvo la oportunidad de crear obras de arte no sólo en Rumania, sino también en el extranjero. A lo mejor algún día logro rehacer el itinerario de sus viajes. Lo que sé es que Ziegfried Kofszynski fue un arquitecto comprometido con su oficio, consciente de que toda obra que cobra vida debe perdurar en el tiempo y ser además testigo del pasado. Defendió su pasión por la arquitectura hasta al final de sus días, fue su legado, y también un homenaje al país que le acogió y le dio la oportunidad de mostrar sus habilidades.
De aquellos tiempos sólo queda el fervor creativo y la grandeza arquitectónica. Camino, con la emoción del viajero, ante Caru’ cu bere como si fuera la primera vez. Y revivo las emociones, los recuerdos, cuentos e historias de familia que me acompañan. Con su luz tenue, los faroles alumbran toda la calle Stavropoleos. También son ellos testigos de cómo el proyecto adquirió vida. Hace tiempo que Ziegfried Kofszynski, el arquitecto, ha dejado ese mundo. Pero toda obra atesora su impronta, su alma. La gente pasa, los viajeros entran y salen, se alegran, ríen, disfrutan tomando una cerveza, en el mismo lugar, como si el tiempo no hubiese pasado, o no se cobrara su precio. Pero, ¿cuántos saben quién fue el arquitecto, el hombre que dio vida a Caru’ cu bere? Pocos. Quizás la mayoría desconoce la historia. La gente sigue riendo, chillando y comiendo en las terrazas de verano de Caru’ cu bere, igual que siempre. Aunque no lo sepan, la vida sigue igual. Se cumplen 80 años desde la desaparición de su artífice, del hombre que soñó ese espacio sobre el papel y luego lo hizo realidad. Pero Bucarest tiene más encanto gracias a los edificios que, como Caru’ cu Bere, diseñó este antepasado apellidado Kofszynski y en los que destiló todo su amor por el arte. Es evidente en las pinturas murales, en los pilares, en las columnas y las vidrieras, como también en el rincón de arriba, al que se accede por la escalera de madera, desde donde le gustaba contemplarlo todo, para tener una perspectiva completa del espacio pensado por él.
Un lugar, un ambiente, un espacio donde todavía se puede respirar el perfume arquitectónico de antaño, un refugio donde hablan el pasado y las leyendas. Caru’ cu bere es una de aquellas historias donde se plasman, cobran vida, las imágenes en blanco y negro de un pequeño archivo de familia formado por cartas, postales, planes de arquitectura, bocetos, dibujos, esbozos, fotografías y esos recuerdos imprescindibles de mi padre, que me acompañaron a lo largo de este relato. Recuerdos que me miran, tan cerca, que los escucho respirar.
Diana Cofşinski es filóloga, ensayista y traductora. En FronteraD se ha encargado de la traducción de los poemas de Coman Şova, publicados en La nube habitada